Denise Mina - Muerte en el Exilio

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Laureen O'Donnell trabaja en la Casa de Acogida para Mujeres de Glasgow, donde conoce a Anne Harris, una chica que llega al centro con dos costillas rotas y en plena batalla contra el alcoholismo. Dos semanas después, el cuerpo de Anne aparece en el río, grotescamente mutilado y envuelto en una manta. Todo apunta a que el marido de Anne es el asesino, pero ¿no puede haber un culpable menos evidente?
Maureen y su amiga Leslie tratan de romper con la indiferencia que rodea el asesinato de Anne, aunque, misteriosamente, Leslie mantiene la boca bien cerrada y no cuenta todo lo que sabe. En un intento por aclarar la confusión en la que se ve sumida su vida, Maureen viaja a Londres. Sin embargo, en lugar de solucionar sus problemas, pronto se verá inmersa en un mundo de violencia y drogadicción.

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– Buenas noches, señoras. ¿Qué les pongo?

– Dos whiskys, por favor -dijo Maureen, sacudiéndose la lluvia del pelo.

Se sentaron en dos taburetes en la barra y echaron una ojeada al bar, mientras el camarero les servía las bebidas. Les puso los vasos delante, con un posavasos debajo, y les acercó un cenicero.

– Quizá podría ayudarnos -dijo Maureen, sacando el dinero exacto para pagar las bebidas-. Una amiga nuestra ha desaparecido y estamos preocupadas. Quizá la haya visto.

El camarero cogió el dinero y la miró con desconfianza.

– Depende -dijo.

Leslie sacó la fotocopia del bolsillo. No había hecho su trabajo demasiado bien. Había hecho una fotocopia de la foto de cuerpo entero al doscientos por ciento, de modo que sólo podía verse a Ann de cintura para arriba. Tuvieron que doblar la fotocopia por la mitad para que no se vieran el sujetador y los pechos llenos de golpes, y el color de la fotocopia no estaba bien ajustado: la cara de Ann era de un intenso color naranja y los iris muy negros. Parecía que la hubiera pintado un niño.

– Ah, sí, Ann. Entonces, ¿ha desaparecido? -El camarero hizo una pausa y las miró muy serio-. ¿No os ha enviado su marido, no? Porque sé que él le pegaba.

– No -dijo Leslie rápidamente-. Estamos intentando asegurarnos de que no ha vuelto con él.

– De hecho, ni siquiera queremos encontrarla a ella -añadió Maureen-. Sólo queremos saber si la ha visto.

– De acuerdo. -Se lo pensó un poco-. De acuerdo, no, no sé dónde está. Vino durante una temporada, un par de semanas, tenía el labio partido. Era una de las preferidas de aquellos hombres de ahí. Solía escuchar sus historias y flirteaba con ellos. Sí, era una de sus preferidas.

– ¿Cuándo dejó de venir por aquí? -preguntó Maureen.

– Hará un mes, más o menos. Antes de Nochevieja. Vino el día que había boxeo, pero tuve que echarla. Le estaba suplicando a la gente, ya no pidiendo, sino suplicándoles que la invitaran a una copa.

Leslie se abalanzó encima de la barra, impaciente, dejando las manos colgando por el otro lado de la barra.

– ¿La echó?

– Sí -dijo, y señaló un viejo cartel esmaltado en blanco y negro que estaba colgado en la pared:

prohibidas las camisetas de fútbol

prohibido molestar

prohibida la venta ambulante

– No lo necesito -dijo, limpiando la barra cada vez más cerca del brazo de Leslie, reclamando su espacio.

Leslie se sentó recta.

– Es imposible que le estuviera molestando, ¿está seguro? -preguntó Maureen.

– ¿Ven a esos canallas de ahí? -dijo, refiriéndose a sus únicos clientes. Los viejos lo oyeron y se callaron inmediatamente. El camarero alzó la voz-. Le preguntaban qué obtendrían a cambio de su dinero. Pobres viejos, jugando con la debilidad de la chica a cambio de una copa -bajó la voz-. Para ustedes eso son los jubilados, pueden oler una oportunidad a kilómetros de distancia -dijo refunfuñando, como si la habilidad de los jubilados de encontrar oportunidades fuera una verdad universal tácita.

Maureen se giró hacia la barra.

– O sea, ¿que le estaba molestando?

– No me estaba molestando a mí, mujer, pero soy el dueño del bar, no un buitre, y si estás tan desesperado por una copa no la encontrarás aquí.

– ¿Dónde la encontrarías? -preguntó Maureen.

– En el Clansman. Un par de manzanas más abajo. -Señaló por encima de su hombro izquierdo-. Oí que estaba bebiendo allí. Es un tugurio.

Maureen se terminó el whisky.

– Bien -dijo-. Muchas gracias por su ayuda.

– A servir, señoritas. Vuelvan cuando quieran.

El viento soplaba más fuerte, y Maureen tenía que apartarse el pelo mojado de la cara mientras caminaba. Se alejaron de la calle principal, siguiendo las indicaciones del camarero, pasando por delante de casas cada vez más humildes con ventanas más y más pequeñas. Aquella zona empeoraba con rapidez, los bloques de pisos eran cada vez más altos y más descuidados. Eran pseudocasas, construidas durante los años cincuenta y sesenta con losas de cemento prefabricadas, y se levantaban en los agujeros que habían provocado las bombas alemanas. Tres bloques por debajo del Lismore encontraron un bloque de pisos quemado y cerrado con tablas. El Clansman estaba en la esquina. En la puerta había un hombre muy borracho, aguantándose en una farola, balanceando las caderas como si tuviera las rodillas de mercurio. Las ventanas, heladas, eran altas; una antigua estratagema de los bares para impedir que las mujeres y los niños vieran lo que había dentro. La puerta de entrada cedía ante la presión de los hombres y estaba medio abierta, el olor dulce a alcohol llegaba hasta la calle, tan sutilmente tentador como una señal de feromona. Leslie abrió la puerta, se abrió camino entre la multitud frente a la puerta y Maureen la siguió.

El bar era asqueroso, pero incluso parecía demasiado elegante para los hombres exageradamente borrachos que estaban allí, bebiendo vino y fumando paquetes de diez cigarros Club. La alfombra era tan brillante que parecía de linóleo. Unas luces eléctricas en forma de vela, que había en la pared, se convertían en unos débiles faros tras la nube de humo, y había vasos vacíos por todas partes. Los hombres, borrachos, hablaban a gritos y se reían; algunos entretenían y otros se entretenían, una distinción que sólo quedaba patente mirando quién tenía el dinero en la mano. Tipos duros zarandeaban a tipos disfrazados de gángsteres, los últimos mortales que quedaban de aquella raza, imitando su vocabulario y robándoles las historias. Maureen se imaginaba a Ann en un bar así. No había ninguna mujer y Ann no tendría que soportar a ningún tipo con esperanzas, ansioso por invitarla a una copa y ver qué podía obtener a cambio. Maureen y Leslie se abrieron paso hasta la barra.

– Tú pides las bebidas y yo iré a preguntar por ahí -dijo Maureen gritando, para que Leslie la oyera con todo el ruido que había.

– Esto no me gusta -dijo Leslie, con cora limosa porque estaba asustada.

– Eh, vosotras -dijo una voz profunda y ronca-. Las chicas, vosotras.

Ellas miraron por encima del hombro pero no podían localizar al que hablaba hasta que un hombrecillo llegó hasta ellas. Tenía una cabeza grande y el pelo negro canoso, la mandíbula prominente y los hombros asimétricos a causa de una graciosa curva de la columna. Estaba bebiendo un vaso de vino tinto y les sonreía.

– Me llamo Malki -les gritó, mirando la chaqueta de piel de Leslie, levantando la mano a la altura de la cara para que se la chocasen. Leslie miró la mano y declinó la oferta, pero Malki se tomó el desaire como un progreso y le volvió a sonreír-. ¿Sois polis?

Maureen le susurró algo al oído de Leslie.

– Leslie -dijo, a regañadientes-. ¿Nos sentamos con él? Nadie más habla con nosotras. -Leslie asintió de mala gana y se fue en dirección opuesta a la barra. Maureen fue a pedir las dos bebidas-. Y deja de poner esa cara de enfadada -dijo-. Pensarán que estamos metidas en un lío.

– No pongo cara de enfadada -dijo Leslie bruscamente-. Lo siento, no tengo otra.

– Pero ¿lo sois o no? -Malki estaba mirando la espalda de Leslie-. ¿Sois polis? Me encantan las mujeres, sobre todo las de uniforme. -Soltó una carcajada, mirando primero a Maureen y luego a Leslie. Vio que no le seguían el juego. Sin inmutarse, dejó de reír y bebió un poco de vino.

– Me voy allí -dijo Leslie, señalando una mesa vacía al fondo del local.

– Vale -dijo Maureen-. Vete.

Leslie desapareció entre el gentío y Maureen volvió a su sitio en la barra.

– Oye, Malki -dijo-. ¿Vienes a menudo por aquí?

– Sí, ¿por?

– Estamos buscando a una chica que se llama Ann, ¿la has visto?

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