– Mira -dijo Siobhain, insidiosa y tranquila, como una canguro intimidadora metiéndose con un niño mientras los padres no la oyen-. No soy tu paciente. No puedes venir a mi casa a media mañana y empezar a hacerme preguntas.
– Lo siento -dijo Maureen, que notaba que iba a llorar otra vez-. Yo sólo… No entiendo las fotos.
Siobhain volvió a mirar hacia el recibidor.
– Ya sé que no las entiendes -susurró-. ¿Eso no quiere decir que esté equivocada, verdad?
Maureen la miró. Ya tenía un poco de color en la cara, las mejillas se le habían sonrojado. Le tocó el pelo, poniéndoselo detrás de la oreja. Parecía tan distinta, como alguien que a Maureen conociera de quien sería amiga, como una chica de su edad.
– Siobhain, nunca te había visto así.
– Hace mucho tiempo que no me sentía así.
– ¿Así, cómo?
Siobhain tocó el álbum de Maureen y la miró a los ojos.
– Interesada por algo.
Oyeron la cadena del váter y la puerta del baño se abrió, escuchándose más el ruido. Siobhain esperó hasta que Leslie se sentó y se acomodó en el sillón para decirles que tenían que marcharse porque ahora empezaba su serie favorita.
El pasillo estaba mojado y brillante, y las escaleras resbalaban.
– ¿Crees que deberíamos llamar al médico? -dijo Maureen, cuando salieron a la luz cegadora del sol.
– No lo sé. Es bastante rara casi siempre.
– Pero está muy agitada. Los depresivos no se agitan a no ser que les esté pasando algo.
– ¿Le preguntaste por lo de las cartas?
– No le está escribiendo -dijo Maureen.
– Entonces, ¿sólo te escribe a ti?
– Sí.
– Bueno, ella sabe más de él que tú. Si fueran amenazas de verdad, también le escribiría a ella.
– Pero, si no son amenazas -dijo Maureen-, ¿qué son?
Había mucho tráfico en Duke Street y había un atasco porque varios autobuses trataban de abrirse paso entre los peatones. La luz mordaz del sol se reflejaba en toda la calle, cegando a todos los que se dirigían al oeste, y reflejándose en los retrovisores de los que iban hacia el este. Leslie se metió entre los coches, provocando a los taxistas y continuó por el carril central, manteniendo la cabeza baja para aprovechar la poca sombra que pudiera hacer la visera del casco. Pasaron un cruce y siguieron colina abajo, dejando atrás el matadero y la cervecería. Se pararon en el semáforo que había enfrente del Model Lodging House Hotel, un ruinoso refugio para vagabundos que se había construido a la sombra de la Necrópolis. Detrás de una barrera de protección de peatones, había un grupo de hombres con la cara sucia y de edad indeterminada acumulados en las escaleras, bebiendo cerveza de lata y fumando cigarros, mirando calle arriba y abajo.
Leslie aparcó enfrente de la oficina y dejó a Maureen en la moto mientras ella subía. Katia y Jan estaban en el portal apoyadas en el ventilador de la panadería, calentándose las cabezas con el aire caliente y manteniendo una conversación poco natural. Se sentó en la moto dándoles la espalda y no se quitó el casco. Si le estaba pasando algo, quizás es que estaba enferma. Quizá se había equivocado al pensar que ya no necesitaba ir al psiquiatra. Quizá su familia tenía razón respecto a ella, quizás estaba loca. Le estuvo dando vueltas a esa idea, disfrutando con la posibilidad, filtrándola por su mente como si fuera arena cálida entre los dedos. No le pasaba nada. El lo había hecho y su familia se puso de su parte y el mundo era un lugar oscuro y de desesperación.
Leslie estaba a su lado, jadeando de nerviosismo.
– La policía la ha llamado un par de veces pero aún no han ido a verla, y Senga me ha dicho que podemos ir mañana.
Tenían un par de horas libres y Leslie sentía hambre y quería ir a cenar. Dijo que la única cena decente en Glasgow era la de Frattelli e insistió para que volvieran a Drumchapel. Maureen no quería volver a casa de Leslie. Tenía el presentimiento de que Leslie y Cammy vivían juntos y no estaba segura de si lo de Frattelli era una excusa de Leslie para volver y verlo. Nunca hasta entonces le había mencionado Frattelli. Sin embargo, Leslie la avergonzó tanto que al final aceptó y volvieron por Great Western Road, adentrándose en una dorada puesta de sol.
En Frattelli ya empezaba a formarse cola a la hora del té. Los padres compraban cinco raciones de patatas cuando volvían del trabajo y los solteros iban en busca de un plato caliente. Maureen se sintió aliviada cuando Leslie pidió dos raciones de pescado para ellas y nada para Cammy. También pidió una botella de vino blanco y dos barritas de chocolate como postre. Maureen insistió en pagar.
– No seas tonta -dijo Leslie-. Fue idea mía venir aquí.
Sin embargo, Maureen se le adelantó y sacó un billete de diez libras. Pusieron la bolsa de plástico en el lateral de la moto y Leslie aceleró como una poseída para llegar a casa antes de que las patatas se enfriaran. Cammy no estaba y la casa estaba a oscuras, pero había dejado una nota a mano en la cocina y Leslie la leyó, se rió indulgentemente para sus adentros y miró a Maureen como si se sorprendiera de verla allí.
– Se ha ido al fútbol -dijo.
– O sea, que estáis viviendo juntos -dijo Maureen, cogiendo dos viejos platos planos de la Barbie del armario para ponerlos encima de los manteles individuales.
– A medias. Vive con sus amigos pero pasa la mayor parte del tiempo aquí.
– ¿Le has dado una copia de la llave?
Leslie le lanzó una mirada fulminante. Siempre había jurado que jamás le daría la llave de su casa a ningún hombre porque veía lo que les pasaba a las mujeres del albergue. Era siempre la misma trampa. Las mujeres conocían a un tipo agradable, se enamoraban, y él poco a poco se iba instalando en su casa. Les daban una copia de la llave para una mayor comodidad y cuando ellos les pegaban, la solución más práctica para ellas era marcharse y dejar que ellos que se quedaran con el piso.
– No -dijo, desenvolviendo su cena y arreglando el papel alrededor del plato-. El señor Gallagher, que vive enfrente, le abre la puerta -se sonrojó y cogió dos vasos de la Barbie del armario, descorchó la botella y llenó los vasos meticulosamente mientras Maureen la observaba.
– ¿Le has dado una copia, no?
– Sí -dijo Leslie, dejando la botella en la mesa dando un golpe-, le he dado una copia. ¿Contenta?
Maureen le sonrió.
– No te enfades conmigo, Leslie, no fui yo quien impuso tus ridículas normas.
– Vale, ¿por qué la has tomado conmigo?
– Leslie -dijo Maureen-, tú la has tomado contigo misma.
Leslie la emprendió con la comida.
– No sé. Te pasas años dando esos consejos y cuando te ocurre a ti, no sé, sólo sé que pierdo el control cuando se trata de él.
– Ya -dijo Maureen, desenvolviendo su ración-. Ya lo sé.
Leslie miró por la ventana y se cruzó de brazos. Parecía horrorizada.
– A veces -dijo, con la voz reducida a un susurro y sin que pudiera hacer nada para cambiarla-, le preparo la cena para cuando llegue.
– Uy, uy, uy -dijo Maureen-, eso es muy mala señal. Dentro de un mes, estarás muerta.
– ¿Es una mala señal? -dijo Leslie, nerviosa.
Maureen se dio cuenta de que no bromeaba.
– Sólo te has enamorado de un chico. Disfruta siendo tú misma.
– Pero no me siento yo misma.
– En eso consiste enamorarse. Tan sólo pierdes el control y te sientes rara. Se supone que es bonito. ¿No lo es?
– ¿Tú te sentiste así con Douglas?
Maureen apartó las patatas más marrones, las más pasadas que habían frito dos veces y que sabían a caramelo, y se quedó pensando. No recordaba demasiado bien la relación, toda la ternura y los buenos momentos se perdieron con el violento final, pero supuso que sí que debió de sentirse así, y su comportamiento debió de ser tan confuso como el de Leslie. Douglas estaba casado, era mayor y un poco rapaz. Cuando pensaba en ello, se imaginaba lo enfadada que debía de estar Leslie y empezaba a ser un poco más comprensiva con Cammy, pero entonces se acordaba de que a Leslie no le gustaba Douglas y de que nunca se había esforzado por ser ni siquiera un poco amable con él.
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