Denise Mina - Muerte en el Exilio

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Laureen O'Donnell trabaja en la Casa de Acogida para Mujeres de Glasgow, donde conoce a Anne Harris, una chica que llega al centro con dos costillas rotas y en plena batalla contra el alcoholismo. Dos semanas después, el cuerpo de Anne aparece en el río, grotescamente mutilado y envuelto en una manta. Todo apunta a que el marido de Anne es el asesino, pero ¿no puede haber un culpable menos evidente?
Maureen y su amiga Leslie tratan de romper con la indiferencia que rodea el asesinato de Anne, aunque, misteriosamente, Leslie mantiene la boca bien cerrada y no cuenta todo lo que sabe. En un intento por aclarar la confusión en la que se ve sumida su vida, Maureen viaja a Londres. Sin embargo, en lugar de solucionar sus problemas, pronto se verá inmersa en un mundo de violencia y drogadicción.

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Leslie se puso enfrente de Maureen.

– Oye, Siobhain, sólo hemos venido para ver si estás bien.

Siobhain frunció su bonita boca.

– Deberíais haberme llamado antes de venir -dijo-. Esto no es un salón de té.

– Intentamos llamarte -dijo Leslie-, pero has vuelto a apagar el móvil.

Como la mayoría de personas con algo de dinero ahorrado en Inglaterra aquellas Navidades, Siobhain había sentido la necesidad de llevar un teléfono en el bolsillo a todas horas y se había comprado un móvil, pero no soportaba el ruido que hacía. Se olvidaba de recargarlo y lo guardaba en un cajón de la cocina para no oírlo, si sonaba.

– Oh, supongo que sí.

Siobhain cerró la puerta, sacó la cadena y las dejó entrar, cerró la puerta y volvió a poner la cadena. Dibujó una sonrisi-ta complacida y reservada, como si fuera por ahí sin bragas, y les indicó con la mano que entraran en el salón.

Siobhain no cuidaba demasiado su imagen. En general, se ponía lo primero limpio que encontraba. Hoy llevaba un jersey de golfista rojo, ceñido en la cintura, y unos pantalones de chándal de nailon naranja que hacían ruido cuando andaba. Después de salir del psiquiátrico, había hecho todo lo posible por engordar. Una vez la vieron desayunar, media barra de pan mojada en un tazón de leche entera. Tampoco se preocupaba demasiado por la decoración de su piso. Unos asistentes sociales, con la mejor intención del mundo, habían decorado el piso, pintaron las habitaciones con pintura plástica de color beige, el suelo estaba forrado con alfombras beige y los muebles eran, básicamente, de color beige. Por lo general, Maureen no prestaba atención al significado espiritual de la decoración de una casa, pero el piso de Siobhain le marchitaba el alma. Lo único interesante del salón era el cuadro. Había utilizado el dinero de Douglas para encargar un óleo de su hermano muerto a partir de una fotografía y lo tenía colgado encima de la chimenea. Parecía exactamente una fotografía enmarcada, los gestos espontáneos del niño, levantando un dedo y medio guiñando un ojo, de repente cobraban un sentido indescriptible. El niño pequeño estaba de pie mirando a la cámara con una sonrisa triste, con las rodillas rosadas por de-bajo de los pantalones cortos, las botas de agua rojas llenas de barro.

Las condujo al salón e hizo sentar a Leslie en el sillón y a Maureen en el lado del sofá que estaba junto a la puerta, para que ella estuviera más cerca de la televisión y no se perdiera nada de lo que Quincy dijese. Leslie cruzó las piernas, apoyando una de las botas de motorista en el brazo del sillón. Siobhain le recriminó el gesto.

– Saca los pies de los muebles -le ordenó-. Por favor.

Leslie chasqueó la lengua y sacó la pierna. Se quedaron calladas, escuchando cómo Quincy le resumía el caso a su ayudante. Siobhain se inclinó sobre el sofá y cogió del suelo dos álbumes de fotos de plástico azul y se los puso encima de las piernas. Se sentó con ellos sobre las rodillas, dándoles golpes con las uñas esporádicamente, riendo cuando Quincy hacía alguna broma. Empezaron los anuncios.

– ¿Habéis traído algo para comer? -le dijo a Maureen.

– Creo que tengo unos chicles.

Maureen sacó un paquete de chicles aplastado del bolsillo trasero de los pantalones. Siobhain extendió la mano mientras Maureen sacaba a presión dos grageas brillantes y se quedaba con una. Leslie no quiso ninguna. Se quedaron sentadas, mascando chicle hasta que Siobhain se giró hacia Maureen, puso un álbum en su falda, se levantó lentamente, fue hacia Leslie y le dio el otro álbum.

– Echadles una ojeada -dijo, y se volvió a sentar.

Maureen lo abrió por la primera página. Debajo del papel de celofán, saltaba a la vista una cacofonía de color por toda la página. Eran fotos recortadas de revistas, de un papel muy fino. Eran fotos de bebés, de modelos y personas de la vida pública, fotos de tubos de pasta de dientes, botellas de ketchup, casas, coches nuevos y premios de competiciones deportivas.

Cada foto había sido recortada con mucho cuidado, ningún detalle era tan insignificante como para que fuera olvidado. Eran perfectas. En la página siguiente esperaba otro derroche de color, y en la siguiente y en la otra. Debió de tardar horas en hacerlo. Siobhain estaba encantada por sus caras de sorpresa.

– ¿Ves? -dijo, con una sonrisa en la cara.

– ¿Si veo el qué? -le preguntó Leslie.

– Mis cuadros -dijo Siobhain.

Maureen sabía que Siobhain se tomaba su medicación religiosamente y sabía que estaba en tratamiento por una depresión, pero no sabía cómo tomarse aquello.

– Están hechas por y para mí. ¿Os gustan?

Maureen sonrió, incómoda por la situación.

– Sí, pero ¿de qué tratan?

– Hablan de mi gente -dijo Siobhain-, de cuando era pequeña y de los mártires.

Leslie le enseñó una foto de un bebé en una bañera, con un gorro de espuma de jabón.

– ¿Esta habla de los mártires?

– De mi madre bañando bebés en Sutherland -dijo, y se quedó quieta.

– ¿Deberías de estar haciendo esto, Siobhain? -dijo Leslie, pasando la página y mirando un folleto turístico de Mallorca.

– Sí, sí, son de mis libros -dijo Siobhain, moviendo la cabeza hacia un montón de revistas sensacionalistas mutiladas detrás de la televisión-. Me los han dado en el centro de día. Puedo hacer con ellos lo que quiera. -Señaló la foto que Leslie estaba mirando-. Shangri-La.

– ¿Cuánto has tardado en hacer todo esto? -preguntó Maureen.

– Toda la noche de ayer y esta mañana -dijo solemnemente, como si hubiera batido un récord histórico. Señaló el álbum de Leslie-. Pasa unas cuantas páginas, esa, esa, mira esa.

Era la foto de un coche. Maureen miró a Siobhain. No parecía inestable ni cambiante pero estaba bastante agitada y las fotos eran muy raras. Puede que también recibiera cartas de Angus, debió de haberse aumentado la dosis de medicación si la perturbaban, eso explicaría por qué estaba tan agitada. Siobhain le sonrió, no la sonrisa somnolienta que Maureen conocía, sino una amplia sonrisa consciente.

– ¿Te gustan? -dijo, esperanzada.

– Para ser honesta, no las entiendo demasiado bien -contestó Maureen.

Siobhain asintió.

– No -dijo-. Ya lo sé. Hablan de una historia que tú no conoces, sobre mi casa y mi gente.

Maureen estaba completamente perpleja.

– ¿Estás pensando en volver a casa? -le preguntó.

– No. Mi casa ya no existe. -Le dio un golpecito al álbum de Maureen-. Ahora está todo aquí.

Leslie dejó su álbum en el suelo y se levantó.

– Necesito ir al baño -dijo, y se fue hacia el oscuro recibidor.

– Si olvidas de dónde vienes -dijo Siobhain, cuando Leslie hubo salido del salón-, si olvidas a tu gente, es como si los traicionases, ¿no crees?

Maureen se aclaró la garganta.

– ¿Recibes muchas cartas, Siobhain?

– No -dijo, y volvió a mirar el álbum de Maureen-. ¿Qué te parece esta?

– Es bonita -dijo Maureen-. Bueno, ¿y qué más has es-todo haciendo? ¿Has ido al centro de día?

– Sí.

Maureen se rascó el brazo.

– ¿Cómo está Tanya?-dijo.

– Bien.

Maureen no sabía cómo preguntarle por Angus sin asustarla.

– ¿Las entiendes ahora? -preguntó Siobhain.

– Un poco. ¿Recibes cartas?

– No muchas. -Siobhain mascó chicle un momento, mirando hacia el recibidor por si veía a Leslie-. ¿Por qué tarda tanto? Espero que no esté revolviendo mis cosas.

– ¿No has recibido ninguna carta últimamente?

Siobhain suspiró y miró a Maureen con insolencia.

– No. Ninguna carta. Cero -dijo, con rencor-. Y deja ya de preguntarme por eso.

– ¿Estás segura?

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