– ¿No creerás que también le escribe a Siobhain, verdad? Él sabe dónde vive, seguro.
– No lo sé -dijo Maureen-. No la he visto desde antes de Navidad.
– Deberíamos ir a verla.
Como la mayoría de mujeres de su sala, Siobhain había sido brutalmente violada por Angus. Era la única persona viva que podía explicar lo que Angus había hecho, al menos la única que podía hablar usando frases enteras, y seguro que si él salía a por alguien, saldría a por ella.
– Su escritura es más controlada -dijo Maureen pausadamente-. Creo que está mejorando.
– Aún así, ¿todavía está loco, no? -dijo Leslie.
– Las cartas parecen de un loco pero está fingiendo. Sé que está fingiendo.
– ¿Cómo lo sabes?
Maureen agitó la cabeza.
– Está todo demasiado planificado -dijo-. No son lo suficientemente espontáneas. No sé. Es difícil de explicar. Joe McEwan cree que es lo que quiere. Dice que Angus obtendrá una sentencia menor y que lo dejarán salir. ¿Crees que vendrá a por mí?
– No lo sé.
Maureen necesitaba desesperadamente palabras de ánimo y apoyo.
– ¿No creerás que estoy en peligro, no? -dijo, intentando provocar una respuesta.
– Tonterías -dijo Leslie, con una sonrisa incierta en la cara-. Intenta ser razonable respecto a esto. Si fuese a por ti, ¿por qué te escribiría poniéndote sobre aviso? Eso supone pruebas en su contra.
Maureen quería que Leslie tuviera razón, pero Angus era brillante, posiblemente mucho más brillante que ellas dos juntas, y todo lo que hacía tenía una razón de ser.
Cruzaron la ciudad hasta la biblioteca Mitchell, un edificio Victoriano imponente que estaba peligrosamente situado al borde de un pasaje subterráneo de la autopista. Era un edificio aparentemente grande, dentro había una gran biblioteca, una cafetería y un teatro. Había un portero obeso sentado en la recepción, jadeando ante el esfuerzo de estarse ahí quieto. Les indicó que fueran a la cuarta planta.
El Centro de Información Comercial era una sala tranquila con tres clientes desaliñados sentados equidistantes los unos de los otros en una gran mesa. La iluminación era suave y relajante y el chico de detrás del mostrador sonrió mientras se dirigían hacia él.
– Díganme, señoras, ¿en qué puedo ayudarlas? -dijo, con los ojos ansiosos por el deseo de ser de utilidad.
– Necesitamos utilizar una fotocopiadora, de color si es posible. -Maureen intentó no sonreír-. Y un listín telefónico de Londres.
– Nuestra fotocopiadora de color está ahí-dijo, señalando con el dedo la pared del fondo-, y cuesta cincuenta peniques por copia. Ahora, Londres, ¿norte o sur?
No tenían ni idea.
– Tengo un mapa -dijo el hombre amablemente, sacando un pequeño diagrama con las regiones postales de Londres y aguantándolo delante de él-. Por favor, tómense el tiempo que necesiten.
Apabullada por la cortesía del hombre, Leslie se fue hacia la fotocopiadora de color. Al cabo de un rato, Maureen localizó Streatham en el mapa, al sur del río, junto a Brixton. El hombre debía de tener los brazos doloridos.
– Sur -dijo Maureen, bajando el mapa para mirarlo a él-. Creo que está en el sur.
– Este lugar es como una convención de bichos raros -dijo Leslie con firmeza, cuando ya estaban en el ascensor.
– Sólo intentaba ayudar -dijo Maureen.
– ¿Conseguiste el número?
– Sí. Es la única Akitza del listín. También miré en Londres norte, para estar segura, pero sólo había una y estaba en alguna parte de Middlesex.
Maureen levantó la vista. Leslie se había girado hacia ella y estaba de pie, erguida. Parecía que estaba temblando.
– Siento haber intentado pelearme contigo, Mauri -dijo, y puso una cara como si fuera a llorar.
– Yo siento haberme portado como una imbécil -dijo Maureen-. Respecto a Cammy, Leslie me alegro por ti.
Leslie apartó la mirada y su respiración volvió a ser normal. Se quedó callada un momento, mirando al suelo.
– ¿Te importa hacer esto por Ann? -preguntó.
– No -dijo Maureen, pero ambas sabían por qué lo hacía, y ambas sabían que no lo hacía por Ann.
El sol invernal al amanecer era una viga horizontal abrasadora que recortaba el plano cuadriculado de la ciudad, dejando trozos irregulares de escarcha y charcos helados en los cruces de las calles. Las sombras de los peatones eran de casi cinco metros y los grandes edificios Victorianos se derretían en el suelo. Leslie giró la esquina, reduciendo la velocidad a medida que se iba acercando al semáforo.
Maureen iba sentada detrás, con la cabeza por encima de la de Leslie, los bajos de su abrigo rozaban los coches y el pelo que salía del casco flotaba en el viento. Se trasladó mentalmente al pasado, a la profunda calma y al torbellino del viento que la esperaba en el alféizar de la ventana. Aún estaba viva y tenía un día más, ocupándose de los problemas de Ann y de Jimmy y sintiéndose bien por momentos. Miró a la gente que paseaba por la calle y se dio cuenta de que el mundo debe estar lleno de personas que intentaron suicidarse la noche anterior, personas que hoy se habían levantado, con náuseas y decepcionadas, que tenían que ir a trabajar, viviendo el día después. Pensó en Pauline, y le vino a la cabeza la idea de que el suicidio nunca es la declaración definitiva; era un impulso, una coma, no un punto y aparte. Si ella hubiera saltado por la ventana, la coma hubiera sido eterna, como con Pauline, un silencio lleno de expectación que queda ahí para la eternidad sin la posibilidad de resolverlo.
Pensó en la mano menuda de Winnie y ya estaba otra vez. Estaba llorando debajo del casco, tan sentimental como una divorciada en Nochevieja. Y entonces, por un claro e iluminado momento, tuvo la imagen de cómo sería todo si ella estuviera equivocada. Michael sería un padre pródigo, que sería muy bienvenido tras su larga ausencia. Una y Marie serían sus pacientes hermanas, esperando que ella actuara como una hermana con ellas. Y Winnie, la madre generosa, luchando por el cariño de su hija trastornada a pesar de haber sido rechazada miles de veces. Todo era muy sencillo desde el otro lado.
Leslie se detuvo delante del semáforo en Woodlands Road y Maureen alzó la vista. En el escaparate de una tienda abandonada había dos pósteres de su campaña de Hogar Seguro. Leslie y Maureen se dieron un codazo, recordando aquella mañana a las seis y media, con las manos pegajosas después de estar encolando pósteres toda noche, mientras soplaba el viento del amanecer y los somnolientos trabajadores del turno de la mañana esperaban en la parada del autobús. El semáforo se puso en verde y Leslie aceleró calle arriba.
El pasillo del edificio de Siobhain olía a gato y a lejía y a comida caliente. En la puerta de enfrente, la televisión estaba muy alta y hablaba alguien con tono apremiante y en otro idioma. Leslie llamó a la puerta y retrocedió. Siobhain abrió la puerta con la cadena puesta y las miró por el hueco de unos cinco centímetros. Era muy guapa. Tenía la piel blanca como la luna, los labios de un rosa salmón, incluso las canas entre su melena negra parecían brillantes.
– Estoy mirando la televisión -dijo, con una voz susurrante aunque contundente, que parecía una orden para hablar más bajo.
– ¿Podemos entrar, de todas formas? -dijo Maureen-. Venimos desde la otra punta de la ciudad para verte.
– Pero es que están dando «Quincy».
Al otro lado del recibidor se oía la televisión monolítica, parloteando mientras Quincy hacía nuevos amigos, les solucionaba los problemas y luego no los volvía a ver jamás. Douglas le había dado a Siobhain un fajo de billetes antes de morir y ella se lo gastaba esporádicamente en cosas caras. La televisión de pantalla gigante era el deleite de Siobhain. Hablaba de ella como de un caballo nuevo, de lo bien que funcionaba, de lo bonita que era, de que no conocía a nadie con una televisión tan buena como la suya. A veces, cuando estaban sentadas viendo la tele, se giraba hacia Maureen con una sonrisa y le decía «escucha el sonido, mira el color, ¿no es genial?». También se había hecho socia de un videoclub y alquilaba comedias románticas y películas de terror de serie B cada noche. Como no tenían muchos temas de conversación durante sus visitas quincenales, Maureen le había hablado de las películas de Liam. No eran muy buenas y no contaban ninguna historia, pero pensó que quizá le gustaría ver una película y hablar con el director. A Siobhain no le gustaron nada. Liam estaba sentado en una punta del sofá beige cuando pasaron los veinte minutos de cinta y Siobhain se giró y le preguntó, sinceramente, por qué se había molestado en rodarla.
Читать дальше