– Supongo que sí -dijo, recogiendo el plato y el vaso y tapando la botella con la servilleta-. Se me está enfriando la cena.
Afuera, en la galería, pasaron por encima de los tiestos con plantas muertas y se sentaron en unas sillas de playa de colores, con los platos en las rodillas y comiendo con las manos. Se crearon unas nubes de vapor aromático cuando empezaron a comerse el pescado, llenando la galería con un tentador olor a vinagre.
La galería daba a una gran explanada. Los chicos del edificio se reunían allí; los mayores charlaban entre ellos en grupos, vigilando a sus hermanos pequeños mientras estos montaban por turnos la bicicleta de montaña alrededor de los montículos, y salpicando con los charcos de barro. Leslie tenía razón con lo de las cenas de Frattelli. El pescado era fresco y consistente y las patatas estaban crujientes.
– Bueno, ¿verdad? -dijo Leslie, clavando los dientes en le rebozado hasta llegar a la tierna carne del pescado.
– Delicioso -dijo Maureen.
Cada vez había menos luz. El cielo amarillo brillante estaba teñido con unas vetas de nubes naranjas y finas. Unos nubarrones negros acechaban en el horizonte. Maureen se reclinó y suspiró ante el plato lleno de comida.
– Dios, no sé si me lo podré acabar.
– Más te vale, porque si no te vas a quedar sin barrita de chocolate.
Maureen sonrió ante el paisaje de montículos embarrados y el cielo inmenso.
– La otra noche también dejaste la ensalada de queso -dijo Leslie, con calma-. ¿Comes bien?
Los hábitos alimenticios de Maureen siempre eran un buen medidor de su estado mental. Tragaba con dificultad siempre que tenía algún problema porque se le cerraba la garganta. Cuando tuvo la crisis, perdió casi veinte kilos y tuvieron que alimentarla a base de purés y cosas trituradas en el hospital.
– Sí, como bien -dijo.
– Bueno, pero ¿cómo estás?
Maureen sacó su paquete de cigarros.
– Triste. Estoy muy triste. No estoy enfadada ni alterada ni nada, sólo muy triste.
– Quizás estás sacando la pena por la muerta de Douglas.
– Siento como si estuviera sacando la pena por todo. -Le ofreció un cigarro a Leslie-. No dejo de llorar. No puedo controlarlo y siempre me pasa en los momentos más inoportunos, como en medio de una discusión, o en el supermercado o sitios por el estilo.
Leslie cogió un cigarro y dejó el plato en el suelo, subiéndose el cuello de su chaqueta de motorista para protegerse del frío.
– Si es pena, es bueno -dijo.
– ¿Por qué?
– Porque está curando y la pena no es infinita.
– Pero parece infinita.
En la calle, un chico muy pícaro vino corriendo, se montó en la bicicleta y se alejó pedaleando con todas sus fuerzas hacia las colinas. El grupo de niños, enfadados, corrió tras él, gritándole y llamando a sus hermanos y hermanas para que lo persiguieran. Los mayores lo miraron con los brazos cruzados, y ni se inmutaron.
– Eh -dijo Maureen, incorporándose en la silla-, ese chiquillo les acaba de robar la bici.
– Es su bici -dijo Leslie-. Se la regalaron por Navidad. Ese grupo de críos se la roban cada día de su casa. Tiene que venir por la noche para recuperarla.
Maureen se reclinó en la silla.
– ¿Tienes la Polaroid de Ann aquí?
– Sí -dijo Leslie, y la sacó del bolsillo interior de la chaqueta.
Maureen la miró aprovechando la luz que salía de la ventana de la cocina.
– Mira -dijo, señalando la mano del niño- ¿ves la tarjeta de Navidad que tiene en la mano? ¿Podría ser la que recibió por correo en el albergue?
– No sé, es más grande que el sobre que recibió.
– Pero sólo es un niño. Puede que parezca más grande en esa mano tan pequeña.
Leslie miró la tarjeta fijamente, tirando la ceniza del cigarro en el suelo.
– Sí, todavía más y tiene algodón en la portada. La tarjeta de Ann era blanda y delgada, era esponjosa. Y cuadrada.
– ¿Cómo de cuadrada?
Leslie estaba explicando que era tan cuadrada como la Polaroid y que pesaba lo mismo que la Polaroid cuando se calló y miró la foto.
– Hmm -dijo Maureen-. ¿Qué podría ser?
Leslie dibujó una pequeña sonrisa y miró la foto.
– Pero ¿por qué iba alguien a enviarle la foto de un niño? -dijo Maureen.
– Quizás era su preferido -dijo Leslie.
– Cierra los ojos y cógela otra vez.
Leslie lo hizo y aseguró que era de ese tamaño.
– Y era como resbaladizo en el interior -dijo-. Como una tarjeta brillante.
– O sea, que podría haber sido esta.
– Podría haberlo sido.
Maureen señaló al plato que había dejado en el suelo.
– ¿Ya he comido suficiente para la barrita de chocolate?
Leslie miró el plato.
– Mmm -dijo, a regañadientes-, vale. -Y sacó una barrita del bolsillo.
Estaban sentadas masticando las barritas dulces, fumando y mirando cómo las nubes negras ganaban terreno en el cielo y engullían el atardecer. Los niños del descampado empezaron a dispersarse y oían la lluvia acercarse en la distancia. Mau-reen pensó en lo que le había dicho Liam, que no debería recriminarle nada a Leslie.
– ¿Eres feliz con Cammy? -dijo Maureen, mirando al horizonte.
Leslie la miró.
– Sí -dijo-, soy feliz.
– Siento lo que dije en el Grove -dijo Maureen, pausadamente-. Últimamente estoy muy centrada en mí misma. Quiero que seas feliz, Leslie, eres la mejor persona que conozco. -Las palabras casi no le salían cuando se le inundaron los ojos de lágrimas. Se dio un golpe con la mano, nerviosa, en la frente y miró a Leslie-. ¿Ves? -dijo, señalándose los ojos mojados-, ya estamos otra vez con esto.
Sin embargo, Leslie también estaba llorando, mirando cómo una cortina de agua caía encima del descampado.
– En Millport me dio un ataque de pánico -dijo, con la voz temblorosa-. Tuve miedo y estaba decepcionada conmigo misma porque no podía hacerlo, simplemente no podía hacerlo.
Maureen se inclinó y acarició a Leslie en la mejilla, secando los rastros de las lágrimas con los dedos.
– Oh, pobrecita -dijo, dulcemente-. Creo que con Jimmy pasa lo mismo. Creo que él tampoco podría.
Se quedaron una junto a la otra un rato, llorando, con las cabezas inclinadas juntas, llorando y pensando.
– Entiendo cómo te sentiste en aquel momento -dijo Maureen-. Ahora mismo quisiera hacer las maletas, largarme y no volver nunca más.
– ¿En serio? -Leslie la miró-. Siempre pienso que no le temes a nada.
Maureen agitó la cabeza.
– Sólo quiero irme, lejos de Winnie y de Una. Incluso mi piso ha dejado de ser un lugar confortable.
Leslie nunca se había imaginado a ninguna de las dos mudándose. Siempre había dado por sentado que tendrían hijos, serían madres solteras, trabajarían y, de algún modo, se las arreglarían.
– Pero ¿qué ganarías con irte? -le dijo.
– No lo sé, pero no puedo estar peleándome con todo el mundo a todas horas, ¿no? Eso no es vida.
– No te estás pelando a todas horas.
Maureen suspiró hacia su pecho y levantó la mirada.
– Pues me siento como si lo hiciera.
– No puedes dejar de pelearte y desaparecer. No eres el tipo de persona que decide pasar de algo por el hecho de que vive en otro lugar. ¿Crees que lo que le hiciste en Millport te afectó?
– No lo sé. -Maureen se encogió de hombros-. Supongo. La violencia corrompe.
– ¿De veras?
– Tiene que corromper. Tienes que dejar de sentir empatia hacia alguien antes de hacerle daño deliberadamente, ¿no crees? Si no, sería como hacértelo a ti mismo y entonces no lo harías.
Leslie pensó en eso y dudó un poco antes de hablar.
– ¿Es necesario que corrompa? ¿No puedes dejar de sentir empatia de manera selectiva.
Читать дальше