Denise Mina - Muerte en el Exilio

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Laureen O'Donnell trabaja en la Casa de Acogida para Mujeres de Glasgow, donde conoce a Anne Harris, una chica que llega al centro con dos costillas rotas y en plena batalla contra el alcoholismo. Dos semanas después, el cuerpo de Anne aparece en el río, grotescamente mutilado y envuelto en una manta. Todo apunta a que el marido de Anne es el asesino, pero ¿no puede haber un culpable menos evidente?
Maureen y su amiga Leslie tratan de romper con la indiferencia que rodea el asesinato de Anne, aunque, misteriosamente, Leslie mantiene la boca bien cerrada y no cuenta todo lo que sabe. En un intento por aclarar la confusión en la que se ve sumida su vida, Maureen viaja a Londres. Sin embargo, en lugar de solucionar sus problemas, pronto se verá inmersa en un mundo de violencia y drogadicción.

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– Me voy a Londres -dijo Maureen.

– Si tiene que ver con Hutton, yo no lo haría -dijo Liam.

– No es eso -dijo Maureen, menos segura de lo que sonaba-. Sólo voy a ver a la hermana de esa mujer. Son familia de Leslie.

– Podrías ir a casa de Marie -dijo Liam, con aspereza.

Su hermana mayor, Marie, no dejaría que Liam o Maureen entraran en su casa. Marie estaba pasando una mala época. Se había ido a vivir a Londres justo después de la universidad, para alejarse de Winnie y vivir el sueño Thatcheriano. Ella y su marido, Robert, hicieron una fortuna como ejecutivos de bancos mercantiles y casi tenían pagada una casa unifamiliar en Holborn, cuando la quiebra de su sindicato Lloyd los dejó en la bancarrota, y los obligó a vivir en un apartamento alquilado todas las situaciones indignas que habían atribuido al resto del país durante una década. Pensaba que sus hermanos se regodearían con aquella situación y, para ser honestos, sí que lo harían.

– Conozco a más gente -dijo Liam-, pero no querrás quedarte con ellos.

– Amigos drogatas -le reprendió Lynn.

– Llamaré a Sarah Simmons -dio Maureen-. Me quedaré en su casa. Podría ir a Londres esta noche y volver el domingo. Serían como unas pequeñas vacaciones.

Maureen pensó en Sarah y el nombre y el frío la hicieron volver a su adolescencia, a un invierno de hace unos años cuando se sentía mucho más joven y nunca estaba sin su Vasari, cuando Otto Dix era un héroe y las pesadillas y los recuerdos sudorosos eran un secreto vergonzoso que parecía que nunca podría sacarse de encima. Sarah y Maureen solían estudiar juntas. Les interesaban los mismos temas, se intercambiaban los apuntes y hacían trabajos de estudio complementarios: una estudiaba una parte de la asignatura y la otra estudiaba el resto, y luego compartían la información. No tenían mucho en común pero las unía un largo y próspero vínculo, y Maureen estaba segura de que podría quedarse con ella unos días. Todo era mucho más claro en aquel entonces, más esperanzador y tranquilo, cuando no sabía nada de la sangre ni del armario, y cuando Michael sólo era un recuerdo lejano.

– Odio Londres -estaba diciendo Lynn-. Es muy sucio.

– Son todos unos cerdos ignorantes -dijo Liam, porque a Lynn no le gustaba Londres-. Y ellos nos odian a nosotros, odian a los escoceses. En concreto, a los de Glasgow.

– ¿Cómo se atreven? -dijo Leslie, sonriéndole a Maureen-. Menudos gilipollas racistas.

Leslie aparcó delante de la casa de Maureen y subieron a su apartamento para buscar el teléfono de Sarah Simmons. Estaban en la habitación, buscando la agenda, cuando Maureen se giró y vio que Leslie estaba mirando los condones usados que había en el suelo. Maureen no dio ninguna explicación, no quería hablar de Vik ni de su mal comportamiento, pero sentía una emoción deliciosa recorriéndole el estómago porque ella también escondía información.

Encontraron la agenda y se sentaron en el sofá del salón, buscando entre todos los papeles que Maureen tenía doblados en el bolsillo de la tapa. El montón de trozos de papel era tan grueso que la tapa de imitación de Filofax estaba abierta cuarenta y cinco grados. Eran números del trabajo, cambios de direcciones, amigos fugaces con los que había prometido que nunca jamás perdería el contacto, y algunos números misteriosos, sin título ni dueño, escritos con su letra hace mucho tiempo. Encontraron una Sara pero era un número de Glasgow y Sarah siempre había sido muy escrupulosa a la hora de escribir su nombre. Al final, Maureen encontró el número en la ese, el segundo de la lista.

Sarah dijo que sería genial volver a ver a Maureen pero que tenía mucho trabajo y muchos compromisos por la noche y que no podría estar mucho tiempo con ella. Maureen le aseguró que sólo necesitaba un sitio para pasar la noche y le dijo que estaba sorprendida de que todavía tuviera el mismo número. Sarah dijo que posiblemente estaría allí hasta que se muriera. Era una casa de la familia, dijo, dando por hecho que Maureen entendería de qué estaba hablando, pero ella no lo entendía. Le indicó a Maureen cómo llegar a su casa desde King's Cross y dijo que la vería por la mañana.

Maureen estaba metiendo a presión los misteriosos pedazos de papel en el bolsillo de la agenda Filofax cuando le llamó la atención el reflejo afilado de la luz del sol que había debajo del sofá. Era el encendedor del grupo de Vik. Estaba segura de que no se lo había dejado por equivocación. Cogió el objeto oval cromado y Leslie la miró mientras le sacaba el polvo.

– Es bonito -dijo.

Maureen se levantó y se lo metió en el bolsillo.

– Sí -dijo-. Sí que lo es.

24. Arthur Williams

Arthur Williams había elegido la hora punta para ir en coche hasta las afueras de Glasgow. La autopista de cuatro carriles iba colina abajo hacia el centro de la ciudad, dejando atrás un hospital gótico ennegrecido. Llevaban siete horas conduciendo, siete horas escuchando los grandes éxitos de Phil Collins porque a Bunyan le gustaba mucho. Bunyan estaba encantada con ese viaje al norte y estaba contenta de que Williams hubiese insistido en ir en coche, porque así el viaje era más largo que en avión. A Bunyan le pagaban el viaje como horas extra de trabajo y Williams, en cambio, quería un día de vacaciones, a lo mejor un día y medio. Había sido idea suya ir en coche. Lo iban a necesitar si arrestaban a Harris. No podían interrogarlo en una comisaría escocesa debido a la Ley Policial y de Pruebas Criminales, y tendrían que llevárselo a Carlisle. Sin embargo, Harris no parecía un posible sospechoso. El marido de la mujer asesinada número 14/2000 no tenía antecedentes, ni relación con criminales y vivía en un edificio seguro.

Les habían dicho que tenían que salir de la M 8 por el cruce dieciséis y girar dos veces a la derecha hasta llegar a Stewart Street. No querían ir allí directamente, tenían toda la inteligencia local que les hacía falta, pero era un acto de cortesía y Williams sabía, por propia experiencia, que más adelante tendrían que buscar más información.

– Sí -dijo Bunyan-. Y otra vez a la derecha. Debería ser esta.

La comisaría de Stewart Street estaba al final de una calle sin salida. Era un edificio grande, con el frontal de cristal, a dos minutos andando desde el centro de la ciudad. Detrás del edificio, el intenso tráfico de coches avanzaba lentamente por el paso elevado de la autopista. Sólo había coches de policía aparcados enfrente de la comisaría, todos en muy buen estado y con ruedas anchas, todos probados y algunos con luces de más. Williams se acercó al bordillo de la acera y tiró del freno de mano.

– Por Dios -suspiró Bunyan-. ¿Tienes que hacer eso?

Williams sonrió.

– Quisquillosa, quisquillosa, quisquillosa -dijo, y Bunyan le devolvió la sonrisa.

– Un coche no se conduce así -dijo ella.

– Te equivocas, detective Bunyan. Así es como yo conduzco un coche.

Salieron del coche y se abrigaron con las chaquetas. Era una noche seca y fría. Podían oír, en la distancia, el zumbido y el remolino de las gaitas.

– ¿Lo oyes? -preguntó Bunyan.

– Sí -dijo Williams.

– ¿Tocan esa música por todo el país?

– No -dijo Williams, pausadamente-. Alguien por aquí cerca está tocando la gaita.

Le dijeron al agente de la recepción que habían venido a ver al inspector Hugh McAskill. El agente llamó por teléfono.

– Les atenderá en un minuto -dijo.

– Hemos oído gaitas afuera -dijo Bunyan, inclinándose en el mostrador de recepción-. ¿Tocan las gaitas por todo el país?

El agente sonrió educado.

– No -dijo, con su acento claro y abierto, que hizo que Bunyan sonase como un alegre vendedor ambulante-. La Escuela de Gaiteros está al final de la calle. De allí salen gaiteros muy buenos.

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