– ¿No era lo suficientemente dramático?
Maureen asintió y bebió Coca-Cola.
– Sé a lo que te refieres -dijo Kilty-. Cuando yo empecé, quería entrar en edificios en llamas y luchar por los animales salvajes, no rellenar formularios con ese fin. La verdad, es bastante decepcionante. -Se terminó el último bocado de hamburguesa y se limpió las manos-. ¿Tienes un cigarro?
Maureen sacó su paquete y lo dejó encima de la mesa. Kilty cogió uno, mirando la punta mientras lo sostenía entre los labios, y lo encendió con el mechero de Vik, sacando elhumo y volviendo a inhalar inmediatamente. Maureen la observaba.
– ¿No fumas mucho, verdad?
Kilty asintió con su pequeña cabeza. Se quedó quieta y miró el cigarro.
– A mí me gustaría ser una fumadora empedernida. Lo intento constantemente pero no le acabo de coger el gusto.
Maureen alargó el brazo y le quitó el cigarro.
– Dame eso antes de que te hagas más daño. ¿A quién esperabas en el bufete de abogados?
– A un cliente -dijo Kilty, sentándose erguida y responsable-. Un chico joven. Un problemilla.
Maureen asintió.
– Oye, como asistenta social, tú debes de conocer muy bien el sistema de las ayudas económicas a las familias numerosas, ¿no?
Kilty la miró, cautelosa y comedida.
– ¿Por qué?
– En realidad, he venido a Londres a… -dijo Maureen, inclinándose hacia delante-. Estoy buscando a alguien.
Los ojos de Kilty la animaron a contárselo.
– Acudió a nosotros en Glasgow -continuó Maureen-, llegó a la casa de acogida en unas condiciones pésimas, y luego desapareció pero la vieron por esta zona.
– ¿Estás intentando asegurarte que no volvió con el hombre que la pegó?
– Sí -dijo Maureen, aliviada porque empezaban a hablar de su historia.
– Bueno -dijo Kilty-, ¿y qué hacías en el bufete de abogados preguntando por el cambio de socio y el señor Headie, entonces?
Maureen se había olvidado de todo eso.
– Ah, verás, mi amiga recibió una carta con el membrete equivocado…
Kilty la interrumpió.
– Pero si la buscas a ella, ¿quién es el menudo escocés?
Maureen no podía encontrar una mentira tonta para tapar las demás mentiras tontas.
– Creía que se suponía que los estudiantes de la escuela de arte eran tontos -dijo.
Kilty arqueó las cejas alternativamente, moviéndolas.
– No puedo contarte todas sus cosas -dijo Maureen, observando las cejas, deseando que lo volviera a hacer-. No estoy en posición de hacerlo.
Sin ningún motivo, Kilty puso cara de enfadada.
– Será mejor que vuelva -dijo, levantándose y recogiendo la chaqueta y la bolsa.
– ¿Qué haces mañana?
– Trabajo -dijo Kilty.
– ¿Y el sábado?
– Los sábados trabajo.
– ¿Quieres que quedemos para comer? -Maureen hablaba deprisa y parecía desesperada-. No conozco la zona y mi amiga desapareció por aquí cerca.
Kilty estaba de pie a su lado, desconfiada.
– Sólo pensé que quizás conocerías a gente -dijo Maureen-. No importa, olvídalo.
Kilty se puso el abrigo y se separó de la mesa. Cogió la correa del bolso y se la pasó por encima de la cabeza.
– Mañana, aquí, ¿ a las doce?
– Sí. -La mirada de Maureen recuperó el brillo-. A las doce.
– Parece que estás metida en una historia muy dramática. -Kilty pasó junto a Maureen, se fue hacia la pesada puerta de cristal y se sirvió de su peso para abrirla-. Te lo sonsacaré todo -dijo, y salió a la calle.
Maureen encontró el número de la hermana de Ann y se fue hacia un teléfono público. La cabina estaba forrada con fotografías pornográficas de chicas jóvenes y vulnerables. Los anuncios decían que las chicas eran estudiantes, chicas malas, chicas sucias, medio ilegales, francesas y suecas, llama.
– ¿Hola, señora Akitza?
– ¿Sí?
Maureen le dijo que había venido a Londres en nombre de la familia de Jimmy Harris y que estaría por allí unos días, quizás una semana. Quería ir a verla dentro de unos diez minutos pero no conocía la zona y no sabía cómo llegar a su casa. La voz dudó un segundo y, a continuación, le indicó cómo llegar desde la estación del tren. A la hermana de Ann no parecía entusiasmarle la idea de que la fuera a ver. Le colgó el teléfono a Maureen sin decirle adiós.
James Harris llevaba veinte minutos mirando al suelo. Una vena morada le latía debajo del ojo. Bunyan y Williams estaban de pie a su lado, haciéndole preguntas y esperando respuestas que no llegaban nunca. Las únicas veces que Harris pareció estar vivo fueron las cuatro veces que Alan había bajado, golpeando fuerte la puerta del salón antes de abrirla y entrar. Las primeras dos veces dijo que se había dejado algo y volvió a subir la escalera despacio, con un juguete roto o un bolígrafo. Luego empezó a bajar para llevarles cosas a los pequeños, un zumo y un trozo de pan. Harris se erguía recto cuando el niño entraba en el salón, despertándose, con la espalda recta y metiendo a su hijo mayor en problemas por bajar a salvarlo a él. En el último viaje, Alan se había puesto a llorar en la cocina y no quiso decirle a nadie por qué. Se subió a las rodillas de su padre y no quería bajarse. Williams se llevó a Bunyan al recibidor.
– Llame a la comisaría de Carlisle con el móvil -le susurró-. Dígales que puede que necesitemos una sala de interrogatorio. Intente traer a una asistenta social de urgencias, hábleles de los niños.
Bunyan miró hacia el salón.
– ¿Por qué no dirá nada?
– Dios, no lo sé, pero es obvio que tiene algo que decir, ¿no? -Volvió a entrar en el salón-. Señor Harris, vamos a llamar al departamento de asistencia social para que venga alguien a quedarse un rato con los niños, y nos gustaría llevarlo a la comisaría de Carlisle para interrogarle oficialmente.
Harris se levantó, dejando que Alan se deslizara por sus piernas.
– No -dijo, en voz baja-. No. No lo haga. Por favor.
– Necesitamos que hable con nosotros y no podemos hacerlo aquí con el niño entrando y saliendo.
– Hablaré -suspiró Harris-. Hablaré. Isa se quedará con ellos. Llame a Isa.
Se agachó y levantó el cojín de la silla. Debajo, en el hueco donde deberían estar los muelles, había un montón de cartas y trozos de papel. Harris levantó algunas páginas y encontró un paquete de tabaco abierto con un número escrito a lápiz.
– Este -dijo-. Ella vendrá.
Bunyan se fue al recibidor y llamó a ese número con el móvil, pero no lo cogía nadie. Levantó la mirada. Williams y Harris la estaban observando.
– ¿Conoce a alguien más? -dijo-. ¿Un vecino o a alguien?
– ¿No está?
– No contestan.
Alan se puso de pie en la silla y levantó los brazos.
– La señora Lindsay es una vecina -dijo-. También tiene bebés y le echaré una mano. Además, le gusta cómo dibujo -dijo, sonriendo hacia Williams.
– De acuerdo -dijo Williams-, ¿en qué puerta vive?
– Aquí al lado -dijo Alan, intentando colocarse entre su padre y el policía grande-. Yo iré a llamar a la puerta.
– Quizá debería hacerlo tu padre.
Todos miraron a Harris. Se dirigió a la puerta con la agilidad y la energía de un octogenario dormido.
– Le acompañaré -dijo Williams, intentando parecer de buen humor para no asustar al niño, cogiendo a Harris por el brazo cuando pasó por su lado.
Bunyan los oía en el pasillo, caminando hasta una puerta y llamando, esperando que abrieran. En la calle, alguien gritaba mientras un coche aceleraba furioso. La puerta contigua se abrió con una voz femenina muy áspera. Alan levantó la cara y le sonrió a Bunyan, un grupo de dientes afilados en una carita rosada.
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