Precisamente en ese momento apareció alguien debajo mismo de la cámara. Como si aquella persona hubiera estado escondida allí todo el tiempo.
Me incliné hacia delante.
Era una mujer. No podía decir otra cosa puesto que estaba de espaldas. Llevaba el cabello corto, pero era evidente que se trataba de una mujer. Desde el ángulo donde yo me encontraba no me era posible distinguir los rostros. Aquél era uno más. Pero sólo al principio.
La mujer se detuvo. Miré a la parte superior de su cabeza, casi como esperando que la levantara. Dio otro paso. Ahora estaba en el centro de la pantalla. Pasó alguien más. La mujer estaba inmóvil. De pronto dio media vuelta y levantó lentamente la barbilla hasta encararse con la cámara.
Se me paró el corazón.
Me llevé el puño a la boca y ahogué un grito. Me costaba respirar. No podía pensar. Se me llenaron los ojos de lágrimas y me resbalaron por las mejillas. No las enjugué.
La miré. Y ella me miró.
Otro grupo de peatones atravesó la pantalla. Algunos toparon con ella, pero ella no se movió. Tenía los ojos fijos en la cámara. Levantó una mano como si quisiera tocarme con ella. La cabeza me daba vueltas. Era como si alguien hubiera cortado el hilo que me unía a la realidad.
Me quedé flotando en el aire sin poder hacer nada.
Seguía con la mano levantada. Lentamente conseguí también levantar la mano. Rocé con los dedos la superficie cálida de la pantalla tratando de enlazar mi mano con la suya. Noté que mis ojos volvían a llenarse de lágrimas. Acaricié suavemente el rostro de aquella mujer hasta sentir que mi corazón se rompía en pedazos y al mismo tiempo se enardecía.
– Elizabeth -musité.
Todavía se quedó uno o dos segundos más. Después articuló unas palabras a la cámara. Aunque no podía oírlas, las leí en sus labios.
– Lo siento -dijeron los labios de mi esposa muerta.
Y después se alejó.
Vic Letty miró a uno y otro lado antes de entrar renqueando en la sala de Buzones de Correo Etc del centro comercial. Recorrió con la mirada toda la sala. No lo miraba nadie. Perfecto. Vic no pudo reprimir una sonrisa. El chanchullo que había urdido no podía fallar. Habría sido imposible descubrirlo, lo que le permitiría hacerse rico de golpe.
Vic había comprendido que la clave de todo estaba en los preparativos. Los preparativos eran lo que marcaba la diferencia entre los buenos y los excelentes. Los buenos se limitaban a tapar sus huellas. Los excelentes se preparaban para todas las eventualidades.
Lo primero que hizo Vic fue hacerse con un carnet de identidad falso del desgraciado de su primo, Tony. Después, sirviéndose del carnet falso, Vic alquiló un buzón de correos bajo un nombre supuesto: UYS Enterprises. Ingenioso o no, usaba un carnet de identidad falso y un seudónimo. O sea que aun en el supuesto de que alguien hubiera pretendido sobornar al tío del mostrador, aunque alguien hubiera descubierto quién había alquilado el buzón a nombre de UYS Enterprises, lo único que habría averiguado habría sido que era un tal Roscoe Taylor, el nombre del carnet falso del que se había servido Vic.
No había posibilidad de dar con Vic.
Desde un extremo de la habitación, Vic trató de atisbar el contenido del buzón número 417 a través de la pequeñísima abertura del mismo. No acertó a ver demasiado, pero habría podido jurar que dentro había algo. ¡Magnífico! Vic sólo aceptaba dinero contante o giros postales. Nada de cheques, eso por descontado. Nada que pudiera dejar rastro. Además, cuando iba a recoger el dinero, iba siempre disfrazado. Como en ese momento. Llevaba una gorra de béisbol y un bigote postizo. Y fingía cojera. Había leído en alguna parte que la gente reparaba en los cojos, o sea que si preguntaban a un testigo que describiese al individuo que abría el buzón número 417, simplemente habría dicho que era cojo y que llevaba bigote. Por consiguiente, en caso de sobornar al imbécil del empleado, lo que habría sacado en limpio quien se encargase de hacerlo es que un sujeto llamado Roscoe Taylor era cojo y llevaba bigote.
Pero el auténtico Vic Letty no era cojo ni llevaba bigote.
Vic tomaba también otras precauciones. Jamás abría el buzón si había alguien por los alrededores. Nunca. En cuanto veía a alguien recogiendo su correo o merodeando por las inmediaciones, hacía como que abría un buzón que no era el suyo o que estaba rellenando un formulario de correos o cualquier cosa parecida. Cuando no había moros en la costa, y sólo cuando no había moros en la costa, se iba directo al buzón número 417.
Porque Vic sabía que todas las precauciones eran pocas.
También había tomado precauciones para llegar a los buzones. Había aparcado su furgoneta de trabajo -Vic se ocupaba de hacer reparaciones e instalaciones para CableEye, la empresa de televisión por cable más importante de la costa este- a cuatro manzanas de distancia. Y para llegar al sitio, había pasado por dos callejones. Sobre el mono de uniforme llevaba una cazadora negra a fin de que nadie pudiera leer su nombre, «Vic», que llevaba cosido en el bolsillo derecho de la pechera.
Ya había empezado a hacer cábalas en torno a la importante cantidad que probablemente le esperaba en el buzón número 417, a menos de tres metros de distancia del lugar donde ahora se encontraba. Notaba la ansiedad en los dedos. Volvió a echar una ojeada a la sala.
Vio a dos mujeres abriendo sus buzones. Una se volvió hacia él y le sonrió con aire ausente. Vic se acercó a los buzones del otro lado de la habitación y, con el manojo de llaves que colgaba de la cadena en una mano -una de esas cadenas para llaves que se sujetan al cinturón-, hizo como que buscaba la adecuada. Mantenía la cabeza baja, lejos de las mujeres.
Más precauciones.
A los dos minutos las dos mujeres ya habían recogido su correspondencia y se habían marchado. Vic estaba solo. Atravesó rápidamente la habitación y abrió el buzón.
¡Vaya!
Dentro había un paquete dirigido a UYS Enterprises. Envuelto en papel de estraza. Sin remitente. Y era lo bastante voluminoso para contener una sustanciosa cantidad de billetes verdes.
Vic sonrió y se preguntó: ¿abultarán así cincuenta de los grandes?
Con manos temblorosas cogió el paquete. Sintió en la mano su reconfortante peso. El corazón empezó a latirle con fuerza. ¡Dios bendito! Llevaba cuatro meses con aquella treta. Desde el primer día que había preparado las redes no paraba de atrapar sustanciosos pececillos. Pero ahora, ¡Jesús, había pescado una puta ballena!
Tras volver a inspeccionar los alrededores, Vic se embutió el paquete en el bolsillo de la cazadora y salió rápidamente. Esta vez, para volver a la furgoneta e ir a la empresa, tomó un camino diferente. Durante el trayecto, sus dedos buscaron el paquete en el bolsillo y lo acariciaron. Cincuenta de los grandes. Cincuenta mil dólares. La cabeza le daba vueltas al pensar en aquella cantidad.
Cuando Vic llegó a la factoría de CableEye ya era de noche. Aparcó la furgoneta en la parte trasera y atravesó a pie el puente que lo separaba de su propio coche, un desvencijado Honda Civic de 1991. Mientras lo contemplaba, frunció el entrecejo y pensó: «Te queda poco tiempo».
La zona de aparcamiento destinada a los empleados estaba tranquila. Sentía sobre su cuerpo el peso de la oscuridad. Oía sus pasos, el ruido pesado de sus botas de trabajo pisando el asfalto. El frío penetraba en su cuerpo a través de la cazadora. Cincuenta de los grandes. Tenía cincuenta de los grandes en el bolsillo.
Vic encorvó la espalda y apretó el paso.
La verdad era que esta vez Vic estaba asustado. Quería poner punto final a aquel chanchullo. Era un buen asunto, no cabía la más mínima duda. Casi genial. Pero acababa de meterse con peces gordos. Había puesto en tela de juicio la posibilidad del golpe, sopesado los pros y los contras y decidió finalmente que los grandes -los que dan realmente un viraje a sus vidas- son los que se lo juegan todo a una carta.
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