Harlan Coben - No Se Lo Digas A Nadie

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Durante trece años,Elizabeth y David Beck han acudido al lago Charmaine para dejar testimonio,en la corteza de un árbol, de un año más de felicidad. Ya no es así. Fue la trece su última cita.Una tragedia difícil de superar. Han pasado ocho años, pero el doctor David Beck no consigue sobreponerse al horror de semejante desgracia porque, aunque Elizabeth esté muerta y su asesino en el corredor de la muerte, aquella última cita puso fin a algo más que a una vida.

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El otro, el que bloqueaba la puerta, era el reverso de la moneda: un muchacho de veintitantos años, asiático, achaparrado, con músculos de granito y una estructura corporal cúbica, cabello rubio teñido, uno o dos aros en la nariz y los auriculares amarillos de un walkman pegados a las orejas. El único sitio donde cabía imaginar juntos a aquellos dos hombres era el metro: el tipo entrado en carnes enfrascado en la lectura del periódico, cuidadosamente doblado, y el muchacho asiático mirándote y balanceando suavemente la cabeza al compás de la atronadora música que estaba escuchando.

Vic trató de pensar. Quería descubrir cuáles eran sus intenciones, razonar con ellos. «Eres un artista del chanchullo -se recordó a sí mismo-. Un tipo listo. Saldrás de ésta.» Vic irguió el cuerpo.

– ¿Qué queréis? -les preguntó.

El hombre corpulento peinado de manera extraña apretó el gatillo.

Vic oyó un estampido y a continuación su rodilla derecha estalló. Abrió mucho los ojos. Gritó y cayó desplomado en el suelo, las manos agarradas a la rodilla. La sangre se le iba escurriendo entre los dedos.

– Es una veintidós -dijo el hombre fornido señalando la pistola-. Un calibre pequeño. Lo que más me gusta de ella, como podrás comprobar, es que permite hacer muchos disparos y no llega a matarte.

Sin sacar los pies de encima de la mesilla, el hombretón volvió a disparar. Esta vez el tiro penetró en el hombro de Vic. Vic notó cómo se le astillaba el hueso. El brazo quedó como desarticulado, parecía la puerta de un establo con la bisagra rota. Vic se derrumbó boca arriba y su respiración se transformó en un jadeo. Estaba poseído por un espantoso cóctel de miedo y dolor. Seguía con los ojos desencajados, sin parpadear y, a través de la niebla en que ahora estaba sumido, ató cabos.

El plástico del suelo.

Había caído sobre él. Es más, sangraba sobre él. Para eso estaba el plástico donde estaba. Aquellos dos hombres lo habían puesto en el suelo para ensuciar menos.

– ¿Quieres hacer el favor de decirme lo que quiero oír o prefieres que siga disparando? -preguntó el hombretón.

Vic comenzó a hablar. Lo contó todo. Les dijo dónde tenía el dinero restante. Les dijo dónde tenía las pruebas. El hombretón le preguntó si tenía algún cómplice. Les dijo que no. El hombre corpulento disparó a Vic en la otra rodilla. Volvió a preguntarle si tenía cómplices. Vic volvió a decir que no. El hombre entonces le disparó en el tobillo derecho.

Pasada una hora, Vic le suplicó al hombretón que le disparara en la cabeza.

Dos horas más tarde, le complació.

5

Estaba con la mirada fija, sin parpadear, ante la pantalla del ordenador.

No podía moverme. Mis sentidos habían sobrepasado el límite de carga soportable. Tenía entumecidas todas las partes del cuerpo.

Era imposible. Lo sabía. Elizabeth no se había caído de un yate y se la había dado por ahogada al no descubrir el cadáver. Elizabeth no había muerto abrasada y su cuerpo había quedado irreconocible. Encontraron su cuerpo en una cuneta de la carretera 80. Magullado, tal vez, pero había sido identificado.

«Tú no lo identificaste…»

Lo admito, pero lo identificaron dos familiares próximos: su padre y su tío. En realidad, fue mi suegro, Hoyt Parker, quien me notificó la muerte de Elizabeth. Fue a verme a la habitación del hospital donde yo estaba ingresado, acompañado de su hermano Ken, poco después de que yo recuperara la conciencia. Hoyt y Ken eran hombres fornidos, tenían el cabello entrecano y una cara que parecía esculpida en piedra. Uno era policía de Nueva York; el otro, agente federal; los dos, veteranos de guerra, hombres fornidos con los músculos grandes y poco definidos. Se quitaron el sombrero y, con esa compasión algo distante de los profesionales, intentaron darme la noticia pero, como no quise darles crédito, no insistieron demasiado.

¿Qué era lo que acababa de ver?

En la pantalla seguían desfilando oleadas de viandantes. Yo los escudriñaba, deseoso de volver a verla. Pero no había manera. ¿Qué sitio era aquél, además? Una ciudad muy bulliciosa, no podía decir más. Quizá fuera Nueva York.

¡Busca indicios, idiota!

Traté de concentrarme. Vamos a ver, la ropa. Sí, había que fijarse en la indumentaria. La mayoría llevaban abrigos o chaquetas. En conclusión, seguramente era algún sitio del norte o por lo menos no particularmente caluroso. Fantástico. Por lo menos se podía descartar Miami.

¿Qué otra cosa? Observé a la gente. ¿Y los peinados? No, esto no me serviría de ayuda. Podía ver la esquina de un edificio de ladrillo. Busqué unas características que me permitieran identificarlo, algo que diferenciase aquel edificio de otros parecidos. Pero nada. Escudriñé la pantalla buscando alguna cosa que se saliera de lo habitual.

Bolsas de tiendas.

Algunas personas llevaban bolsas comerciales. Intenté leerlas, pero circulaban demasiado aprisa. Habría querido reducir la velocidad. No era posible. Seguí observando con la mirada a nivel de las rodillas. El ángulo de la cámara me era desfavorable. Acerqué tanto la cara a la pantalla que hasta notaba el calor que emitía.

Una R mayúscula.

Era la primera letra de una de las bolsas. Las restantes aparecían desdibujadas y confusas. No era posible descifrarlas. El tipo de escritura era elegante. Bien, ¿qué más? ¿Qué otras claves podía…?

El alimentador quedó en blanco.

¡Maldita sea! Pulsé la tecla para recargarlo. En la pantalla volvió a aparecer un aviso de error. Volví al mensaje electrónico original y pulsé con el ratón en el hipervínculo. Otro error.

El material había desaparecido.

Contemplé la pantalla en blanco y la verdad me golpeó de nuevo: acababa de ver a Elizabeth.

Intenté racionalizar los hechos. Pero no, no era un sueño. Algunas veces había soñado que Elizabeth estaba viva. Demasiadas veces. En la mayoría de los casos había aceptado que había vuelto de la tumba y esto hacía que me sintiera tan agradecido que no lo cuestionaba ni lo ponía en duda. Recuerdo un sueño en particular en el que estábamos juntos; no recuerdo qué hacíamos ni siquiera dónde estábamos, pero, mientras soñaba y nos reíamos juntos, tuve de pronto la aplastante certidumbre de que estaba soñando y de que no tardaría en despertarme y encontrarme solo. Recuerdo el sueño: me agarraba a ella e intentaba acercarla a mí, trataba desesperadamente de arrastrarla hacia mí.

Sabía qué era soñar. Pero lo que había visto en la pantalla del ordenador no era un sueño.

Tampoco era un fantasma. No es que crea en ellos pero, en caso de duda, mejor mantener la mente abierta. Los fantasmas no tienen edad. El de Elizabeth que había visto en la pantalla la tenía. Aunque no eran muchos, habían pasado ocho años. Los fantasmas tampoco se cortan el pelo. Pensé en la larga trenza que le caía sobre la espalda aquella noche a la luz de la luna. Pensé en la melenita corta y tan moderna que acababa de verle en el ordenador. Y pensé en sus ojos, aquellos ojos que no había dejado nunca de mirar desde mis siete años.

Era Elizabeth. Y estaba viva.

Sentí que volvían las lágrimas a mis ojos, pero esta vez las reprimí. Era extraño. A mí siempre me había costado poco llorar, pero desde que había llorado la muerte de Elizabeth era como si ya me fuera imposible volver a llorar. No era que se me hubieran secado las lágrimas ni que me sintiera impotente de llorar de nuevo. No, no se trataba de ninguna de estas tonterías. No era tampoco que, después de tanto sufrimiento, me hubiera quedado embotado, aunque tal vez había algo de esto. Creo que lo que había ocurrido en realidad era que yo, instintivamente, estaba a la defensiva. Cuando murió Elizabeth, abrí las puertas de par en par y dejé entrar la pena. Me empapé de ella. Sufrí mucho. Fue tanto lo que sufrí que ahora consideraba primordial no volver a sufrir.

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