En su rostro ocurrió algo, como si unas minúsculas explosiones hubieran acabado de socavar sus cimientos.
– ¡Por el amor de Dios! ¿Por qué me haces esta pregunta?
– Lo he estado pensando -dije torpemente-, será por el aniversario y demás.
Se levantó bruscamente y se secó las palmas de las manos en las perneras de los pantalones.
– ¿Quieres beber algo?
– Sí, claro.
– ¿Va bien un bourbon?
– Me parece magnífico.
Se acercó a un viejo carro de bebidas cerca de la chimenea y cerca, por tanto, de las fotos. Miré al suelo.
– ¿Hoyt? -insistí.
Abrió una botella.
– Eres médico -dijo, señalándome con un vaso-. Has visto cadáveres.
– Sí.
– Entonces ya puedes hacerte una idea.
Me la hacía.
Me pasó el vaso. Lo cogí con exagerada avidez y tomé un sorbo. Me miró y se llevó el suyo a los labios.
– Sé que no te había preguntado nunca por los detalles -empecé-. Es más, había evitado a propósito que me los dieras. Otros «familiares de las víctimas», según se referían a ellos los medios de comunicación, se empaparon de ellos. Estuvieron presentes todos los días en el juicio de KillRoy, escucharon lo que se dijo y lloraron. Yo no. Supongo que esto les ayudó a canalizar sus sufrimientos hacia fuera. Yo opté por canalizar los míos hacia dentro.
– No querrás conocer los detalles, Beck.
– ¿Tenía huellas de golpes?
Hoyt pareció estudiar el contenido del vaso.
– ¿Por qué me lo preguntas?
– Necesito saberlo.
Me miró por encima del vaso. Recorrió mi rostro con los ojos. Tuve la sensación de que me taladraba la piel. Sostuve su mirada.
– Tenía huellas de golpes, sí.
– ¿Dónde?
– David…
– ¿En la cara?
Entrecerró los ojos como si acabara de descubrir algo inesperado.
– Sí.
– ¿También en el cuerpo?
– No vi el cuerpo -dijo-. Pero sé que la respuesta es sí.
– ¿Por qué no viste el cuerpo?
– Fui en calidad de padre, no de policía. La finalidad era identificarla.
– ¿No te costó? -pregunté.
– ¿A qué te refieres?
– Identificarla. Has dicho que tenía la cara desfigurada por los golpes.
Se puso tenso. Dejó el vaso y sentí que me invadía el temor de haber ido demasiado lejos. Habría debido ceñirme al plan establecido. Habría debido callar.
– ¿De veras quieres saberlo?
«No», pensé. Pero asentí.
Hoyt Parker apartó el vaso, se cruzó de brazos y se puso de pie.
– Elizabeth tenía el ojo izquierdo hinchado, cerrado. La nariz rota y aplastada como si fuera de arcilla mojada. Tenía un navajazo en la frente, hecho probablemente con un cortaplumas. Su mandíbula estaba desencajada, con los tendones a la vista -hablaba con voz totalmente monocorde-. En la mejilla derecha tenía la letra K marcada a fuego. Todavía era perceptible el olor a carne chamuscada.
Se me hizo un nudo en el estómago.
Los ojos de Hoyt se posaron en los míos.
– ¿Quieres saber lo peor, Beck?
Lo miré y esperé.
– Que, pese a todo, tardé muy poco -dijo-. Supe al momento que era Elizabeth.
Las copas de champán tintineaban en armonía con la sonata de Mozart. Un arpa subrayaba el tono discreto de los comentarios de los invitados. Griffin Scope se movía, serpenteante, entre los negros esmóquines y los deslumbrantes trajes de noche. La gente empleaba siempre la misma palabra para calificar a Griffin Scope: multimillonario. A continuación podían añadir que era un empresario o un pez gordo o comentar de paso que era alto, que estaba casado, que era abuelo o que tenía setenta años. Podían también añadir algunos datos sobre su personalidad o su árbol genealógico o sobre la ética de sus actividades. Pero la primera palabra -en los periódicos, en la televisión, en los cotilleos- era siempre aquella que empezaba por la letra «eme»: multimillonario. El multimillonario Griffin Scope.
Griffin había nacido rico. Su abuelo había sido industrial desde los primeros tiempos, su padre había acrecentado la fortuna familiar, Griffin la había multiplicado por varias cifras. La mayoría de imperios económicos familiares se derrumban antes de la tercera generación. No así el imperio Scope. La razón, en gran parte, tenía relación con la educación que había recibido Griffin. Éste, por ejemplo, no había frecuentado instituciones educativas prestigiosas como Exeter o Lawrenceville como muchos de sus iguales. Su padre había insistido no sólo en que Griffin fuera a una escuela pública sino, además, en que lo hiciera en la ciudad grande más próxima, Newark. Su padre tenía oficinas allí, por lo que dar una residencia falsa no supuso ningún problema.
La zona este de Newark no era en aquellos tiempos un mal barrio, hoy sin embargo nadie en sus cabales se atrevería a cruzarla ni siquiera en coche. Entonces había sido una zona de clase trabajadora, de gente obrera, es decir, más dura que peligrosa.
A Griffin le encantó el barrio.
Sus mejores amigos de los tiempos del instituto seguían siéndolo después de cincuenta años. La fidelidad es una virtud que no abunda por lo que, cuando Griffin se tropezaba con ella, se aseguraba de recompensarla debidamente. Muchos de los invitados de esta noche eran amistades de los tiempos de Newark. Entre ellos había algunas personas que trabajaban para él, si bien tenía el prurito de no actuar con ellos como un jefe convencional.
La gala de esa noche conmemoraba la causa que Griffin Scope distinguía en lo más profundo de su corazón: la obra benéfica en memoria de Brandon Scope, que llevaba el nombre del hijo de Griffin, el que había muerto asesinado. Griffin había iniciado el fondo con una contribución de cien millones de dólares. Sus amigos se apresuraron a aumentar aquel fondo. Griffin no tenía un pelo de tonto. De sobra sabía que la contribución de muchos pretendía ganarse sus favores. Pero había algo más. Durante su corta vida, Brandon Scope había sabido llegar al corazón de la gente. Había disfrutado de una suerte y un talento que parecían innatos, poseía un carisma casi sobrenatural. La gente se sentía atraída hacia él.
Su otro hijo, Randall, no era más que un buen chico camino de convertirse en un buen hombre. Pero Brandon… Brandon tenía magia.
El dolor surgió de nuevo. Ni que decir tiene que estaba presente siempre a través de los apretones de manos y las palmadas en el hombro; aquella profunda pena permanecía junto a él, tan pronto en la mano posada en la espalda como en las palabras murmuradas al oído recordándole que la amistad era de por vida.
– ¡Magnífica fiesta, Griff!
Griffin daba las gracias y continuaba saludando a la gente. Las mujeres, maravillosamente peinadas y con vestidos de noche que hacían resaltar sus bellos hombros desnudos, armonizaban con las esculturas de hielo -la afición favorita de la esposa de Griffin, Allison- y que iban derritiéndose lentamente sobre los manteles de lino importados. La sonata de Mozart se trocó por una de Chopin. Camareros con guantes blancos hacían la ronda con bandejas de plata cargadas de gambas de Malasia, solomillo de Omaha y un popurrí de entremeses rellenos indefectiblemente de tomates secos.
Se acercó a Linda Beck, la muchacha que estaba al frente de la obra benéfica de Brandon. El padre de Linda era uno de sus antiguos compañeros de Newark y ella, como tantas otras personas amigas, se había incorporado a las poderosas empresas de los Scope. Había empezado a trabajar para varias empresas Scope cuando todavía iba al instituto y tanto ella como su hermano se habían costeado su educación gracias a becas Scope.
– Estás deslumbrante -le dijo Scope, pese a que le notó aspecto de cansancio.
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