Harlan Coben - No Se Lo Digas A Nadie

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Durante trece años,Elizabeth y David Beck han acudido al lago Charmaine para dejar testimonio,en la corteza de un árbol, de un año más de felicidad. Ya no es así. Fue la trece su última cita.Una tragedia difícil de superar. Han pasado ocho años, pero el doctor David Beck no consigue sobreponerse al horror de semejante desgracia porque, aunque Elizabeth esté muerta y su asesino en el corredor de la muerte, aquella última cita puso fin a algo más que a una vida.

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– ¿Y bien? -dijo Gandle.

Wu se quitó los auriculares de las orejas y plegó sobre el pecho aquellos brazos suyos que eran como columnas de mármol.

– Estoy hecho un lío -contestó.

– Cuéntame.

– Pues que el doctor Beck rara vez guarda sus mensajes. Sólo unos pocos que se refieren a pacientes. Nada de tipo personal. Pero en los dos últimos días ha recibido dos mensajes muy raros.

Sin apartar los ojos de la pantalla, Eric Wu tendió a Larry dos trozos de papel por encima de la enorme pelota que era su hombro. Larry Gandle echó una ojeada a los mensajes y preguntó, frunciendo el ceño:

– ¿Qué significan?

– No lo sé.

Gandle pasó por encima del mensaje que hablaba de pulsar algo con el ratón a «la hora del beso». No entendía de ordenadores… ni quería entender, por otra parte. Sus ojos se desplazaron a la parte superior de la hoja y leyó el asunto.

E.P.+D.B. y toda una serie de rayas.

Gandle se quedó pensando en D.B. ¿Sería David Beck? Y E.P…

De pronto, como si acabase de caerle un piano encima, vio claro el sentido. Con un gesto lento, devolvió el papel a Wu.

– ¿Quién lo ha enviado? -preguntó Gandle.

– No lo sé.

– Entérate.

– Imposible -dijo Wu.

– ¿Por qué?

– El remitente hizo un reenvío anónimo.

Wu hablaba con una monotonía paciente y casi de otro mundo. Empleaba el mismo tono de voz cuando hablaba de un informe meteorológico que para pegar un navajazo en la mejilla de alguien.

– No utilizaré la jerga informática, pero sí te diré que no hay manera de averiguarlo.

Gandle desvió la atención hacia el otro mensaje, el de la Calle del Murciélago y Adolescencia. No le encontraba pies ni cabeza.

– ¿Y éste? ¿Éste lo puedes rastrear?

Wu movió negativamente la cabeza.

– También un reenvío anónimo.

– ¿Están enviados por la misma persona?

– Sé lo mismo que tú.

– ¿Y el contenido? ¿Tienes idea del sentido?

Wu pulsó algunas teclas y en la pantalla apareció el primer mensaje.

– ¿Ves esas letras azules? Pues es un hipervínculo. El doctor Beck tenía que pulsar aquí e iba directamente a algún lugar, puede que a un sitio de la red.

– ¿Qué sitio?

– Es un vínculo roto. No se puede retroceder.

– ¿Y eso tenía que hacer Beck a «la hora del beso»?

– Eso dice aquí.

– ¿No es un término informático eso de la hora del beso?

Wu esbozó una media sonrisa.

– No.

– O sea que no sabes a qué hora se refiere el mensaje, ¿verdad?

– Exactamente.

– Ni tampoco si esa hora ha pasado ya, ¿verdad?

– Ha pasado -dijo Wu.

– ¿Cómo lo sabes?

– El navegador de la red está programado para dejar ver los últimos veinte sitios que él visitó. Hizo clic en el vínculo. Más de una vez.

– Pero ¿tú no puedes seguirlo hasta donde vaya?

– No. El vínculo no sirve.

– ¿Qué me dices de este otro mensaje?

Wu volvió a pulsar más teclas. Cambió la pantalla y en ella apareció el otro mensaje.

– Éste es más fácil de desentrañar. Es muy básico, además.

– Te escucho.

– El remitente anónimo ha abierto una cuenta electrónica para el doctor Beck -explicó Wu-. Ha dado al doctor Beck un nombre de usuario y una contraseña y vuelve a mencionar la hora del beso.

– Déjame ver si lo entiendo -dijo Gandle-. Beck va a un sitio de la red, escribe su nombre de usuario, da la contraseña y encuentra un mensaje para él, ¿no es eso?

– En teoría es eso.

– ¿Y no podemos hacer lo mismo nosotros?

– ¿Servirnos de ese nombre de usuario y de esa contraseña?

– Sí. Y leer el mensaje.

– Lo intenté, pero la cuenta ya no existe.

– ¿Por qué?

Eric Wu se encogió de hombros.

– El remitente anónimo podría programar la cuenta para más tarde. Para un momento más próximo a la hora del beso.

– Por tanto, ¿qué conclusión podemos sacar de todo esto?

– Para decirlo en pocas palabras -la luz de la pantalla dejó de danzar en los ojos ausentes de Wu-, hay alguien que se toma una gran cantidad de molestias para mantenerse en el anonimato.

– ¿Cómo sabremos entonces quién es?

Wu tenía en la mano un pequeño artilugio parecido a los que se ven en las radios transistores.

– Hemos instalado uno de estos aparatitos en el ordenador de su casa y en el del trabajo.

– ¿Y eso qué es?

– Un rastreador digital de la red. Ese rastreador envía señales digitales desde sus ordenadores al mío. Si el doctor Beck recibe algún mensaje o visita algún sitio de la red, incluso si escribe una carta, nos enteraremos de todo en tiempo real.

– Por tanto, no nos queda más que esperar y mirar -dijo Gandle.

– Sí.

Gandle se quedó reflexionando sobre lo que Wu le acababa de decir acerca de que alguien se estaba tomando muchísimas molestias para mantenerse en el anonimato, y sintió que una sospecha terrible se agitaba en la boca de su estómago.

9

Aparqué en una zona situada a dos manzanas de la clínica. Nunca era posible hacerlo a menos de una manzana.

Ante mí se materializaron el sheriff Lowell y dos hombres con un corte de pelo moderno y trajes grises. Los hombres trajeados estaban apoyados en un gran Buick marrón. Físicamente eran distintos. Uno era alto, delgado y blanco, el otro bajo, gordo y negro. Juntos eran como la bola un momento antes de derribar el último bolo. Los dos hombres me sonrieron. Lowell, no.

– ¿El doctor Beck? -preguntó el bolo, o sea el alto y blanco.

Su aspecto era impecable: cabello engominado, pañuelo doblado en el bolsillo, corbata anudada con precisión sobrenatural, gafas de diseño con montura de concha como las que llevan los actores cuando quieren estar elegantes.

Miré a Lowell. No dijo nada.

– Sí.

– Soy el agente especial Nick Carlson de la Oficina Federal de Investigación -prosiguió el de aspecto impecable-. Y éste es el agente especial Tom Stone.

Los dos hicieron fulgurar sus relucientes insignias. Stone, el más bajo y arrugado de los dos, se subió bien los pantalones y me saludó con un movimiento de la cabeza. Al abrir la puerta trasera del Buick, dijo:

– ¿Le importaría acompañarnos?

– Dentro de quince minutos me esperan mis pacientes -dije.

– Nos hemos ocupado de este extremo -puntualizó Carlson, indicándome la puerta con su largo brazo como quien muestra el premio al que puede aspirar el concursante en caso de acertar-. Tenga la bondad.

Me senté en la parte de atrás. Carlson se puso al volante. Stone se comprimió en el asiento frontal de pasajero. Lowell no subió al coche. No nos movimos de Manhattan, pero el trayecto duró casi cuarenta y cinco minutos. Llegamos al centro comercial de Broadway, cerca de la calle Duane. Carlson detuvo el coche delante de un edificio de oficinas en el que se leía: 26 Federal Plaza.

El interior era el típico de los edificios de oficinas. Hombres sorprendentemente bien trajeados se movían de un lado a otro con tazas de café de diseño. También había mujeres, pero en franca minoría. Entramos en una sala de juntas. Me invitaron a que me sentara, lo que hice enseguida. Me disponía a cruzar las piernas, pero no me pareció oportuno hacerlo.

– ¿Pueden decirme qué pasa? -inquirí.

Carlson, el bolo blanco, tomó la palabra.

– ¿Le servimos algo? -me preguntó-. Hacemos el peor café del mundo, si le interesa probarlo.

Quedaban explicadas las tazas de diseño. Me sonrió. Yo también le sonreí.

– Es tentador, pero no, gracias.

– ¿Y un refresco? ¿Hay refrescos, Tom?

– ¡Claro, Nick! Hay Coca, Sprite, lo que el doctor desee.

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