Harlan Coben - No Se Lo Digas A Nadie

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Durante trece años,Elizabeth y David Beck han acudido al lago Charmaine para dejar testimonio,en la corteza de un árbol, de un año más de felicidad. Ya no es así. Fue la trece su última cita.Una tragedia difícil de superar. Han pasado ocho años, pero el doctor David Beck no consigue sobreponerse al horror de semejante desgracia porque, aunque Elizabeth esté muerta y su asesino en el corredor de la muerte, aquella última cita puso fin a algo más que a una vida.

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– No, nunca -dije.

– ¿Ni una vez siquiera?

– Ni una vez siquiera.

– ¿Ni un empujón siquiera?

– No, nunca.

– ¿No la atacó nunca de alguna forma en un momento de enfado? ¿Qué quiere que le diga? Lo hemos hecho todos, doc. Un sopapo que se te escapa… No es ningún crimen. Es algo natural en cuestiones de corazón, ya sabe a qué me refiero.

– Jamás en la vida pegué a mi mujer -dije-. No le di nunca ningún empujón, no le di nunca ninguna bofetada, no la ataqué de ningún modo movido por la ira. ¡Nunca!

Carlson miró a Stone.

– ¿Te basta con esto, Tom?

– Por supuesto, Nick. Acaba de decir que no le pegó nunca y a mí me basta con esto.

Carlson se rascó la barbilla.

– A menos que…

– ¿A menos que qué, Nick?

– A menos que pueda ofrecer al doctor Beck otro catalizador.

Los ojos de los dos volvieron a clavarse en mí. La respiración me resonaba en los oídos, trabajosa e irregular. Me sentía aturdido. Carlson aguardó un momento antes de coger el gran sobre de papel manila. Se concedió un buen rato y desató parsimoniosamente el cordel con que estaba atado con sus dedos largos y elegantes y a continuación levantó la solapa, alzó el sobre y dejó caer su contenido sobre la mesa.

– ¿Qué le parece esto como catalizador, doc?

Eran fotografías. Carlson las empujó hacia mí. Al mirarlas, sentí que el agujero de mi corazón iba en aumento.

– ¿Doctor Beck?

Clavé los ojos en las fotos. Extendí los dedos con gesto inseguro y las toqué.

Elizabeth.

Eran fotos de Elizabeth. La primera era una ampliación de su rostro. Estaba de perfil y con la mano derecha se apartaba el cabello de la oreja. Tenía un ojo hinchado y amoratado. En el cuello, debajo de la oreja, tenía un corte profundo y más magulladuras.

Parecía haber llorado.

En otra foto aparecía de cintura para arriba. La única prenda que llevaba era el sujetador y señalaba con la mano una gran mancha que tenía en las costillas. Sus ojos también estaban bordeados de rojo. La luz era extrañamente dura, como si el foco tratara de poner de relieve el cardenal y hacerlo más evidente a la lente.

Había tres fotos más, todas tomadas desde diversos ángulos y que presentaban diversas partes del cuerpo. En todas eran visibles otros cortes y moretones.

– ¿Doctor Beck?

Levanté bruscamente los ojos. Casi me sobresaltó verlos en la habitación. Sus expresiones eran neutras, pacientes. Miré a Carlson, después a Stone, después de nuevo a Carlson.

– ¿Se figuran que esto se lo hice yo?

Carlson se encogió de hombros.

– Usted nos lo dirá.

– Por supuesto que no.

– ¿Sabe usted cómo se hizo su mujer estas contusiones?

– En un accidente de automóvil.

Se miraron el uno al otro como si acabase de decirles que mi perro se me había comido los deberes.

– Se pegó un batacazo terrible -expliqué.

– ¿Cuándo fue eso?

– No lo recuerdo exactamente. Tres o cuatro meses antes… -las palabras se me atragantaron un momento- antes de morir.

– ¿Fue al hospital?

– No, no creo.

– ¿No cree?

– Yo no estaba con ella.

– ¿Dónde estaba usted?

– Estaba haciendo un taller de pediatría en Chicago. Me dijo lo del accidente cuando regresé.

– ¿Cuánto tiempo tardó en decírselo?

– ¿Después del accidente?

– Sí, doc, después del accidente.

– Pues no sé. Al cabo de dos o tres días seguramente.

– ¿Ya estaban ustedes casados?

– Hacía unos meses.

– ¿Por qué no se lo dijo enseguida?

– Me lo dijo enseguida. Quiero decir que me lo dijo en cuanto llegué. Supongo que no quería preocuparme.

– Ya comprendo -dijo Carlson. Miró a Stone. No se molestaron en disfrazar su incredulidad-. O sea que fue usted quien sacó las fotos, ¿verdad, doc?

– No -dije, y en cuanto lo hice deseé no haberlo dicho.

Intercambiaron otra mirada, sedientos de sangre. Carlson inclinó la cabeza y se acercó un poco más.

– ¿Había visto usted esas fotografías? -preguntó.

No dije nada. Se quedaron esperando. Pensé en la pregunta. La respuesta era no, pero… ¿de dónde las habían sacado? ¿Por qué no estaba enterado yo de su existencia? ¿Quién había sacado aquellas fotos? Miré a los dos hombres a la cara, pero su expresión no dejaba traslucir nada.

Es muy sorprendente, sobre todo cuando uno se detiene a reflexionar sobre la cuestión, que las lecciones más importantes sobre la vida nos lleguen a través de la televisión. La inmensa mayoría de conocimientos que tenemos sobre interrogatorios, derechos Miranda, autoacusaciones, contrainterrogaciones, listas de testigos, sistemas de jurado, han llegado hasta nosotros a través de Policías de Nueva York , Ley y Orden y otras producciones semejantes. Ahora mismo, si yo le arrojase a usted una pistola y le ordenase disparar, usted haría lo que ha visto hacer en la televisión a otras personas en las mismas circunstancias. Y si yo le dijese que buscase un «sabueso», sabría de qué le estoy hablando en caso de haber visto Mannix o Magnum.

Les miré e hice la pregunta clásica:

– ¿Sospechan de mí?

– ¿En qué aspecto?

– En cualquier aspecto -contesté-. ¿Sospechan que he cometido algún delito?

– Es una pregunta muy vaga, doc.

La respuesta también era vaga. No me gustaba nada el cariz que estaba tomando el asunto. Por eso me decidí por algo que también había aprendido en la televisión.

– Quiero llamar a mi abogado -dije.

10

No tengo un abogado penalista particular -¿lo tiene alguien?-, por lo que llamé a Shauna desde un teléfono público del pasillo y la puse al corriente de la situación. Shauna no se anduvo por las ramas.

– Tengo la persona que necesitas -dijo-. Espera y no te pongas nervioso.

Esperé, pues, en la sala de interrogatorios. Carlson y Stone tuvieron la amabilidad de esperar conmigo. Mataban el tiempo conversando en voz baja. Transcurrió media hora. Aquel silencio me ponía nervioso. Pero sabía que eso querían ellos. No podía más. Después de todo, yo era inocente. Si tomaba precauciones, no podía perjudicarme.

– A mi esposa la encontraron marcada con la letra K -les dije.

Los dos levantaron la cabeza.

– Usted perdone -dijo Carlson, estirando el cuello hacia mí-. ¿Hablaba con nosotros?

– A mi esposa la encontraron marcada con la letra K -repetí-. Yo estaba en el hospital por los golpes que sufrí en el ataque. No pensarán que… -me aventuré a decir.

– ¿Qué? -dijo Carlson.

Como suele ocurrir siempre, todo es empezar.

– Que yo tengo algo que ver con la muerte de mi esposa.

Fue entonces cuando se abrió la puerta e irrumpió en la habitación una mujer que reconocí enseguida, la había visto en televisión. Carlson, al verla, echó el cuerpo bruscamente hacia atrás. Oí que Stone murmuraba por lo bajo:

– ¡Lo que faltaba!

Hester Crimstein no se entretuvo en presentaciones.

– ¿Mi cliente ha solicitado asesor? -preguntó.

No hay nadie como Shauna para hacer favores. Aunque yo no había tenido ocasión de conocer personalmente a mi abogada, la reconocí por haberla visto en la tele en sus intervenciones como «experta en cuestiones jurídicas» de diversas tertulias, como había visto también su propio programa titulado Crimstein contra el crimen. En la pantalla, Hester Crimstein era rápida y expeditiva y solía hacer papilla a sus invitados. Vista al natural, se percibía en ella una curiosísima aura de poder, era una de esas personas que miran a los demás como si ellas fueran tigres famélicos y ellos gacelillas cojas.

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