Harlan Coben - No Se Lo Digas A Nadie

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Durante trece años,Elizabeth y David Beck han acudido al lago Charmaine para dejar testimonio,en la corteza de un árbol, de un año más de felicidad. Ya no es así. Fue la trece su última cita.Una tragedia difícil de superar. Han pasado ocho años, pero el doctor David Beck no consigue sobreponerse al horror de semejante desgracia porque, aunque Elizabeth esté muerta y su asesino en el corredor de la muerte, aquella última cita puso fin a algo más que a una vida.

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Hubo un tiempo -ahora esto parece risible- en que me preocupaba por los clubes a los que pertenecía, por los coches que conducía, por los títulos universitarios que colgaría en la pared de mi casa. Todas esas monsergas relacionadas con la posición social. Quería ser cirujano porque es una profesión que fascina a la gente. Quería impresionar a mis supuestos amigos. Quería ser un gran hombre.

Como he dicho antes, risible.

Alguien diría que si ahora soy mejor, es porque he madurado. En parte tendría razón. Y gran parte del cambio obedece a que ahora estoy solo. Elizabeth y yo formábamos una pareja, una única entidad. Era tan estupenda que yo podía permitirme el lujo de valer menos que ella, como si su excelencia nos elevara a los dos, como si fuera una especie de nivelador cósmico.

Sigo diciendo que la muerte es una gran maestra. La muerte es implacable.

Me gustaría poder decir que, gracias a la tragedia, he conseguido penetrar verdades absolutas que hasta ahora no había descubierto, verdades capaces de alterar mi vida y que ahora podría transmitir. Pero no, no lo digo. Los tópicos al uso, tales como «lo importante son las personas, la vida es preciosa, el materialismo está sobrevalorado, lo que cuenta son las pequeñas cosas, hay que vivir el momento…» podría repetírselos indefinidamente. Y usted podría escuchar, pero sin asimilar lo que yo le dijese. La tragedia llama a la puerta. La tragedia se queda grabada en el alma. Uno podrá ser menos feliz, pero es mejor.

Lo más irónico de todo es que he pensado muchas veces que ojalá Elizabeth pudiera verme ahora. Pero por mucho que lo haya deseado, no creo que los muertos puedan observarnos ni creo en ninguna de las fantasías que nos forjamos para consolarnos. Creo que los muertos se van para siempre. No obstante, esto no me impide pensar: «quizá ahora yo sea digno de ella».

Un hombre más religioso que yo podría preguntarse si es por eso por lo que ella ha vuelto.

Rebecca Schayes era una fotógrafa muy buena que trabajaba por su cuenta. Publicaban sus fotografías las revistas más prestigiosas si bien, por extraño que parezca, estaba especializada en hombres. Hombres, por ejemplo, como los atletas profesionales que aceptaban aparecer en la cubierta de GQ , solían pedir que fuera ella quien hiciera la foto. Rebecca acostumbraba a decir en tono de broma que su especial habilidad para retratar cuerpos masculinos obedecía a que había dedicado toda su vida a estudiarlos a fondo.

Encontré su estudio en la calle Treinta y dos Oeste, no lejos de Penn Station. El edificio era una especie de almacén espantoso que apestaba a los coches de caballos de Central Park que estaban alojados en la planta baja del edificio. Prescindí del montacargas y subí a pie la escalera.

Rebecca atravesaba a toda prisa el pasillo. La seguía un ayudante flaco, vestido de negro, con brazos como cañas y un vello en la cara que parecía pintado a lápiz carbón. Arrastraba dos maletas de aluminio. Rebecca seguía teniendo los mismos pelos rebeldes como pinchos de cactus que yo le recordaba, una cabellera bravía que se retorcía furiosamente y que crecía a su aire. Tenía unos ojos verdes muy separados. Si había cambiado en el curso de los últimos ocho años, yo no pude verlo.

Apenas redujo la marcha al verme.

– Llegas en mal momento, Beck.

– ¡Mala suerte! -dije.

– Tengo sesión. ¿No podemos dejarlo para más tarde?

– No.

Se paró, murmuró algo al ceñudo ayudante vestido de negro y dijo:

– De acuerdo. Ven.

Su estudio tenía el techo alto y las paredes de cemento pintadas de blanco. Había muchos paraguas-pantalla, filtros negros y cables serpenteando por todas partes. Rebecca se puso a manipular un rollo de película y a hacer como que estaba muy ocupada.

– Háblame del accidente de coche -dije.

– No lo entiendo, Beck -abrió un bote, lo dejó, volvió a taparlo, volvió a abrirlo-. Hace ocho años que no nos vemos, ¿verdad? Y ahora, de pronto, me sales con esta obsesión por un accidente de coche que ocurrió hace un montón de tiempo.

Me crucé de brazos en actitud de espera.

– ¿Por qué, Beck? Después de tanto tiempo. ¿A qué vienen esas ganas de saber?

– Contéstame.

Rebecca seguía rehuyendo la mirada. La cabellera indómita le tapaba la mitad de la cara, pero no se molestaba en apartarla.

– La echo de menos, Beck -dijo-. Y a ti también.

No le respondí.

– Te llamé.

– Lo sé.

– Traté de establecer contacto contigo. Quería estar a tu lado.

– Lo siento -dije.

Y era verdad. Rebecca había sido la mejor amiga de Elizabeth. Habían compartido un piso cerca de Washington Square Park antes de que yo me casara con Elizabeth. Habría debido contestar a sus llamadas, invitarla, hacer algo. Pero no hice nada.

El dolor puede ser muy egoísta.

– Elizabeth me dijo que habíais tenido un accidente de coche sin importancia -proseguí-. Por culpa de ella, según me dijo. Apartó los ojos de la carretera. ¿Es verdad?

– ¿Qué puede eso arreglar?

– Alguna cosa.

– ¿Cómo?

– ¿De qué tienes miedo, Rebecca?

Ahora le tocó a ella el turno de callarse.

– ¿Hubo accidente o no?

Se le vencieron los hombros como si acabaran de segarle alguna cosa por dentro. Hizo unas cuantas inspiraciones profundas y mantuvo baja la cabeza.

– No lo sé.

– ¿Por qué dices que no lo sabes?

– También a mí me dijo que había sido un accidente de coche.

– ¿No ibas con ella?

– No, tú estabas fuera de la ciudad, Beck. Una noche, al llegar a casa, encontré a Elizabeth. Tenía todo el cuerpo magullado. Al preguntarle qué le había pasado, me dijo que había tenido un accidente de coche y que, en caso de que alguien me hiciera alguna pregunta, dijese que el accidente había sido con mi coche.

– ¿Si alguien te hacía alguna pregunta?

Rebecca levantó por fin los ojos.

– Creo que se refería a ti, Beck.

Hice un esfuerzo para asimilar las palabras.

– ¿Qué ocurrió, en realidad?

– No me lo dijo.

– ¿La llevaste a un médico?

– No me dejó -Rebecca me dirigió una mirada extraña-. Sigo sin saber nada. ¿Por qué me haces estas preguntas ahora?

«No se lo digas a nadie.»

– Sólo porque quiero tener detalles más precisos.

Asintió, pero vi que no se tragaba mis palabras. Ninguno de los dos era particularmente mentiroso.

– ¿Sacaste fotos?

– ¿Fotos?

– De las heridas que había sufrido en el accidente.

– ¡Dios, no! ¿Por qué iba a sacar fotos?

Una pregunta realmente lógica. Me quedé sentado reflexionando sobre todo aquello. No sé cuánto rato.

– ¿Beck?

– Sí.

– Tienes muy mal aspecto.

– Tú no -dije.

– Estoy enamorada.

– Te sienta bien.

– Gracias.

– ¿Es buen chico?

– No podría ser mejor.

– Entonces, quizá te merece.

– Quizá -echó hacia delante el cuerpo para besarme en la mejilla. Me agradó, me sentí reconfortado-. Ha ocurrido algo, ¿verdad?

Esta vez opté por la verdad.

– No lo sé -contesté.

13

Shauna y Hester Crimstein estaban sentadas en el despacho del elegante gabinete jurídico que Hester tenía en el centro de la ciudad. Hester finalizó una conversación telefónica y dejó el aparato en su sitio.

– No quieren hablar -dijo Hester.

– Pero ¿lo han detenido?

– No, todavía no.

– ¿Qué pasa, entonces? -preguntó Shauna.

– Si quieres saber mi opinión, se figuran que Beck mató a su mujer.

– Están como chotas -dijo Shauna-. Si él estaba en el hospital por haber gritado. Y el chalado de KillRoy está ahora en el corredor de la muerte.

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