– En efecto -dijo Carlson.
– Y sin embargo, aquí están ustedes, amables y tranquilitos, y a la carga con las preguntas.
– Ha sido él quien ha hablado con nosotros.
– Sí, claro -Hester Crimstein abrió la cartera con un chasquido, sacó bolígrafo y papel y los arrojó sobre la mesa-. Escriban sus nombres.
– ¿Cómo?
– Sus nombres, amigos. Saben escribirlos, ¿verdad?
Aunque era una pregunta retórica, Crimstein se quedó en actitud de esperar respuesta.
– Sí -dijo Carlson.
– ¡Faltaba más! -añadió Stone.
– Pues bien, escríbanlos. Cuando explique por televisión cómo han pisoteado los derechos constitucionales de mi cliente, quiero asegurarme de dar los nombres correctos. Con letras mayúsculas, por favor.
Finalmente, me miró a mí.
– ¡Vamos! -dijo.
– Un momento -intervino Carlson-. Nos gustaría hacer unas preguntas a su cliente.
– No.
– ¿No? ¿Así de claro?
– Exactamente, así de claro. No hablarán con él. Ni él hablará con ustedes. Nunca. ¿Lo han entendido los dos?
– Sí -dijo Carlson.
Crimstein se volvió a Stone.
– Sí -dijo Stone.
– Perfecto, compañeros. ¿Van a detener al doctor Beck?
– No.
Se volvió hacia mí.
– Vamos, ¿qué espera? -me espetó-. Vámonos de aquí.
Hester Crimstein no volvió a decir palabra hasta que nos encontramos a salvo en la limusina.
– ¿Dónde quiere que le deje? -preguntó.
Di al chófer la dirección de la clínica.
– Hábleme del interrogatorio -dijo Crimstein-. Con detalle.
Le di cuenta lo mejor que pude de la conversación que había sostenido con Carlson y Stone. Hester Crimstein apenas me miraba. Había sacado una agenda más gruesa que mi cintura y empezó a hojearla.
– Esas fotos de su mujer -dijo cuando terminé-, ¿las hizo usted?
– No.
– ¿Se lo ha dicho a Hansel y Gretel?
Asentí.
Con unos movimientos de la cabeza, dijo:
– ¡Médicos! Siempre los peores clientes -se echó hacia atrás un mechón de cabellos-. Pues ha sido una tontería por su parte, pero no irremediable. ¿Dice que no había visto nunca esas fotografías?
– Nunca.
– Pero cuando ellos se lo han preguntado, al final se ha quedado usted con la boca cerrada.
– Sí.
– Mejor -dijo asintiendo con la cabeza-. ¿Es verdad esa historia que les ha contado sobre que todas esas marcas en el cuerpo eran resultado de un accidente de coche?
– ¿Cómo dice?
Crimstein cerró su agenda.
– Mire… se llama Beck, ¿verdad? Shauna me ha dicho que todo el mundo le llama Beck o sea que supongo que no le importa que yo también le llame Beck.
– No, no me importa.
– Muy bien. Mire, Beck, usted es médico, ¿no es así?
– Sí.
– ¿Le gusta que lo cuiden cuando está enfermo?
– Me dejo cuidar.
– Pues a mí no me va. No me va nada. A usted le gustan los mimos, que le den sopitas, que alquilen a Richard Simmons. Bien, pues nosotros vamos a saltarnos todos los «usted perdone» y todos «lo siento mucho» y toda esta basura que no sirve para nada, ¿de acuerdo? Y usted limítese a contestar mis preguntas. ¿Es verdad la historia del accidente de coche que les ha contado? ¿Sí o no?
– Sí.
– Se lo digo porque los federales comprobarán todos los detalles. Esto ya lo sabe, ¿verdad?
– Lo sé.
– Perfecto, entonces hemos dejado aclarado este punto -Crimstein hizo una profunda aspiración-. A lo mejor su esposa tenía algún amigo y fue éste quien sacó las fotos -dijo a manera de tanteo-. Supongamos que lo hiciera por el seguro o por alguna otra razón. Por si por ejemplo, se le ocurría, poner una demanda. Esto cuadraría en el caso de que necesitáramos dilucidar este detalle.
A mí no me cuadraba en absoluto, pero me guardé la opinión.
– Por fin, pregunta número uno: ¿Dónde estaban estas fotografías, Beck?
– No lo sé.
– Preguntas dos y tres: ¿Cómo las han conseguido los federales? ¿Por qué aparecen ahora?
Moví negativamente la cabeza.
– Y lo más importante de todo: ¿Qué quieren cargarle? Su mujer murió hace ocho años. Me parece un poco tarde para querer cargar las baterías conyugales. -Se recostó en el asiento y se quedó uno o dos minutos pensativa, después levantó la vista y se encogió de hombros-. No importa. Haré unas cuantas llamadas y descubriré qué pasa. Entretanto, no cometa ninguna tontería. No diga nada a nadie. ¿Me ha comprendido?
– Sí.
Volvió a recostarse hacia atrás y se quedó pensativa un momento más.
– Esto no me gusta -dijo-, no me gusta ni pizca.
El 12 de mayo de 1970, Jeremiah Renway y tres de sus compañeros radicales provocaron una explosión en el departamento de química de la universidad Eastern State. Del Weather Underground surgieron rumores que aseguraban que unos científicos militares utilizaban los laboratorios de la universidad para fabricar una forma de napalm mucho más potente. El grupo de cuatro estudiantes, que en un arranque de originalidad se adjudicaron el nombre de «Grito de Libertad», decidieron emprender una acción pública y al mismo tiempo espectacular.
En aquel entonces, Jeremiah Renway no sabía si el rumor era cierto. Ahora, transcurridos más de treinta años, lo ponía en duda. Pero no importaba. La explosión no provocó ningún daño en los laboratorios, pero dos agentes de seguridad de la universidad tropezaron con el paquete sospechoso y, cuando uno lo recogió, le estalló en las manos y mató a los dos hombres.
Ambos eran padres de familia.
Uno de los compañeros de Jeremiah, o sea un «luchador por la libertad», fue detenido dos días después. Aún seguía en la cárcel. El segundo murió de cáncer de colon en 1989. La tercera, Evelyn Cosmeer, fue detenida en 1996. Seguía en la cárcel cumpliendo una condena de siete años de reclusión.
Jeremiah se perdió en el bosque aquella misma noche y ya no se aventuró a abandonarlo nunca más. Rara vez topaba con seres humanos, no escuchaba la radio ni veía la televisión. Durante aquel tiempo sólo utilizó el teléfono una vez… y fue porque se trataba de una urgencia. Su única conexión real con el mundo exterior eran los periódicos, aunque lo que publicaron con respecto al suceso ocurrido en aquel bosque hacía ocho años no tenía nada que ver con la realidad.
El padre de Jeremiah, que había nacido y se había criado al pie de las montañas del noroeste de Georgia, había enseñado a su hijo todo tipo de técnicas de supervivencia, aunque la lección fundamental que quiso inculcarle fue simplemente ésta: confía en la naturaleza, no en el hombre. Jeremiah la olvidó durante breve tiempo. Y ahora lo pagaba.
Temiendo que lo buscasen en su tierra natal, Jeremiah se refugió en los bosques de Pensilvania. Estuvo merodeando durante un tiempo y acampando en un sitio diferente cada noche o cada dos noches hasta descubrir la comodidad y seguridad relativas del lago Charmaine. En el lago estaban las viejas literas del campamento en donde se podía descansar cuando el tiempo era muy malo. El lago era muy poco frecuentado, los pocos visitantes acudían en verano y, aun entonces, sólo lo hacían los fines de semana. Cazaba ciervos y se alimentaba con su carne sin grandes problemas. En los contados días del año en que la gente acudía al lago, Jeremiah se escondía o se trasladaba más al oeste.
O se dedicaba a observar.
Para los niños que solían visitar el lago, Jeremiah Renway era el coco.
Jeremiah permaneció inmóvil vigilando a los agentes que se movían en la oscuridad vestidos con sus anoraks oscuros. Los anoraks del FBI. La visión de aquellas letras en grandes caracteres amarillos seguía helándole el corazón.
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