Harlan Coben - No Se Lo Digas A Nadie

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Durante trece años,Elizabeth y David Beck han acudido al lago Charmaine para dejar testimonio,en la corteza de un árbol, de un año más de felicidad. Ya no es así. Fue la trece su última cita.Una tragedia difícil de superar. Han pasado ocho años, pero el doctor David Beck no consigue sobreponerse al horror de semejante desgracia porque, aunque Elizabeth esté muerta y su asesino en el corredor de la muerte, aquella última cita puso fin a algo más que a una vida.

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Linda Beck le sonrió.

– Gracias, señor Scope.

– ¿Cuántas veces te he dicho que me llames Griff?

– Centenares -dijo ella.

– ¿Cómo está Shauna?

– Un poco pachucha.

– Dale recuerdos.

– Lo haré, gracias.

– Tendríamos que vernos la semana que viene.

– Llamaré a su secretaria.

– De acuerdo.

Griffin le pellizcó la mejilla y en aquel mismísimo momento descubrió en el vestíbulo a Larry Gandle. Larry iba despeinado y tenía cara de sueño, aunque a decir verdad era su aspecto de siempre. Aunque se hubiera puesto un traje cortado por Joseph Abboud, una hora después habría tenido la pinta de haberse peleado con alguien.

A Larry Gandle no se le esperaba en la fiesta.

Los ojos de los dos hombres se encontraron. Larry hizo un gesto de asentimiento y se alejó. Griffin aguardó un momento y siguió después a su joven amigo por el pasillo.

También el padre de Larry, Edward, había sido un viejo compañero de Griffin en los tiempos de Newark. Hacía doce años que Edward Gandle había muerto a consecuencia de un repentino ataque cardíaco. ¡Lástima! Edward era un tipo excelente. Desde entonces su hijo ocupaba su puesto como asesor de máxima confianza de los Scope.

Los dos hombres entraron en la biblioteca de Griffin. La biblioteca había sido en otro tiempo una estancia maravillosa con muebles de roble y caoba y con las paredes cubiertas de estanterías y globos terráqueos antiguos desde el suelo hasta el techo. Hacía un par de años que Allison, cediendo a un antojo posmoderno, había decidido que la sala precisaba una radical remodelación. Así pues, se habían retirado de ella las estanterías de madera y la habitación era ahora blanca, elegante y funcional, aunque sin perder el calor propio de un cubículo de trabajo. Allison se sentía tan orgullosa de su obra que Griffin no había tenido valor para confesarle lo mucho que aquella habitación le desagradaba.

– ¿Ha habido algún problema esta noche? -preguntó Griffin.

– No -respondió Larry.

Griffin indicó a Larry que se sentara, pero Larry no le obedeció y comenzó a pasearse de un lado a otro.

– ¿No ha ido bien? -preguntó Griffin.

– Teníamos que asegurarnos de que no quedaran cabos sueltos.

– Eso por supuesto.

Como Randall, el hijo de Griffin, había sido objeto de un ataque, Griffin se veía obligado a devolver el golpe. Aquélla era una lección que no olvidaría nunca. No es posible quedarse sentado si tú o uno de los tuyos es objeto de una agresión. No había que actuar como el gobierno, con sus «respuestas proporcionales» y otras monsergas. Si alguien te ataca, hay que dejar a un lado la misericordia y la piedad y acabar con él. Y hasta abrasar la tierra si se tercia. Y asunto concluido. Los que rechazaban esta filosofía por considerarla excesivamente maquiavélica eran los que normalmente provocaban mayores destrucciones.

En resumidas cuentas, que si uno se apresuraba a eliminar el problema, había mucho menos derramamiento de sangre.

– ¿Qué hay de malo, pues? -preguntó Griffin.

Larry seguía paseándose de aquí para allá. Se frotó la parte frontal de la calva. A Griffin no le gustó ni pizca su actitud. Larry no era de los que pierden fácilmente las riendas de la situación.

– Sabes que no te he mentido nunca, Griff -dijo.

– Lo sé.

– Pero a veces es preciso el… aislamiento.

– ¿El aislamiento?

– Me refiero, por ejemplo, a la gente que contrato. A ti no te doy nunca nombres. Tampoco a ellos.

– Eso no son más que detalles.

– Sí.

– ¿Qué pasa, Larry?

Éste dejó de pasear.

– Recordarás que hace ocho años contratamos a dos hombres para un determinado trabajo.

A Griffin se le fue el color de la cara. Tragó saliva.

– Y lo hicieron de maravilla.

– Sí, lo hicieron bien, diría yo.

– No te entiendo.

– Hicieron bien el trabajo. O por lo menos en parte. Aparentemente, se eliminó la amenaza.

A pesar de que cada semana se hacía un barrido de la casa para detectar micrófonos ocultos, los dos hombres se abstenían de mencionar nombres en sus conversaciones. Era una de las normas de Scope. Larry Gandle no había logrado dilucidar si la norma obedecía a medidas de precaución o a un afán de despersonalizar las acciones que a veces se veían obligados a llevar a cabo. Sospechaba que se trataba más bien de lo último.

Por fin Griffin se desplomó en una butaca casi como si acabasen de empujarlo.

– ¿Se puede saber por qué ahora me sales con esto? -preguntó en voz baja.

– Sé que es doloroso para ti.

Griffin no respondió.

– Pagué bien a los dos -continuó Larry.

– Eso creía yo.

– Sí -se aclaró la garganta-. Pues bien, yo suponía que después del incidente se mantendrían un tiempo calladitos. Como medida de precaución.

– Continúa.

– Y no volvimos a saber de ellos.

– Cobraron su dinero, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Qué te sorprende, pues? A lo mejor se largaron con aquella riqueza caída del cielo. A lo mejor se dedicaron a viajar por el país o cambiaron de identidad.

– Eso supusimos nosotros -dijo Larry.

– ¿Pero no lo hicieron?

– La semana pasada encontraron sus cadáveres. Están muertos.

– Sigo sin ver dónde está el problema. Eran hombres violentos, no es extraño que tuvieran un final violento.

– Muertos hace mucho tiempo.

– ¿Mucho tiempo?

– Llevaban muertos por lo menos cinco años. Los encontraron enterrados junto al lago donde… donde ocurrió el incidente.

Griffin abrió la boca, la cerró y volvió a intentar decir algo.

– No comprendo.

– Ni yo, si quieres que te hable con franqueza.

Aquello era demasiado. Demasiado. Griffin había porfiado toda la noche para reprimir las lágrimas que sentía brotar a causa de la conmemoración en honor de Brandon. Y de pronto volvía a aflorar a la superficie la tragedia del asesinato de su hijo. Hizo lo imposible para no derrumbarse.

Y mirando a su hombre de confianza, Griffin dijo:

– No podemos volver sobre lo mismo.

– Lo sé, Griff.

– Tenemos que descubrir qué ha pasado. Me refiero a todo lo que ha pasado.

– He hecho pesquisas sobre los hombres que hubo en la vida de ella. Y de manera especial sobre su marido. Por si acaso. He puesto todo mi empeño en el asunto.

– Muy bien -dijo Griffin-. Hay que mantener el asunto enterrado al precio que sea. Y me importa un comino si hay que enterrar con él a quien sea.

– Te entiendo.

– Una cosa, Larry.

Gandle esperó a que siguiera.

– Sé cómo se llama uno de los hombres que contrataste -se refería a Eric Wu.

Mientras se secaba los ojos y volvía junto a sus invitados, Griffin Scope añadió:

– Utilízalo.

8

Shauna y Linda vivían en un piso alquilado de tres dormitorios en Riverside Drive y la calle Ciento dieciséis, no lejos de la universidad de Columbia. Conseguí encontrar un sitio donde aparcar a una manzana de distancia, proeza normalmente equiparable a separar las aguas del mar o a bajar de una montaña cargado con unas tablas de piedra.

Shauna me llamó. Linda seguía en la fiesta. Mark se había dormido. Entré de puntillas en su habitación y le di un beso en la frente. Mark seguía colgado de la moda del Pokémon, como era muy evidente. Dormía envuelto en sábanas Pikachu y tenía acurrucada en sus brazos una muñeca Squirtle de peluche. La gente suele criticar este tipo de modas, pero a mí me recuerdan las obsesiones de mi niñez: Batman y el Capitán América. Lo contemplé unos segundos. Sé que no es original decirlo, pero las pequeñas cosas son las que más cuentan.

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