Harlan Coben - No Se Lo Digas A Nadie
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Y Vic aspiraba a entrar en el grupo de los grandes.
El chanchullo era simple, precisamente lo que lo hacía más extraordinario. Todas las casas con cable tenían instalada una caja de mandos en la línea telefónica. Cada vez que alguien solicitaba un canal importante, por ejemplo HBO o Showtime, el simpático encargado del cable asignado al barrio iba a la casa y accionaba determinadas clavijas. Era la caja de mandos, el corazón que daba vida al cable. Y lo que daba vida al cable daba vida a tu yo auténtico.
Las empresas dedicadas a la televisión por cable, así como los hoteles cuyas habitaciones disponen de televisión de circuito cerrado, declaran siempre que en la factura no figurará la lista de las películas que has visto. Es posible, pero esto no quiere decir que ellos no sepan cuáles son. Haga una reclamación y verá. Entonces le detallarán los títulos de todas las películas hasta sacarle a usted los colores.
Lo que Vic aprendió enseguida -y para ello no se precisaban grandes conocimientos técnicos- fue que la selección que uno hace por cable se cursa mediante unos códigos que sirven para conectar el pedido a través de la caja de clavijas con los ordenadores que la empresa tiene en la estación principal. Vic sólo debía encaramarse a los palos de teléfono, abrir las cajas y leer los números. Cuando volvía a la oficina, no tenía más que descifrar los códigos para estar al tanto de lo que sucedía en la calle.
Se enteraba, por ejemplo, de que el día 2 de febrero a las seis de la tarde usted y su familia vieron El rey león con el sistema pay-per-view o, para poner un ejemplo más elocuente, a las diez y media del 7 de febrero, usted pidió un programa doble que constaba de La cacería de la señorita Octubre y Sobre la rubia de oro por medio de Sizzle TV.
¿Ven el chanchullo?
Al principio Vic escogía las casas al azar. Escribía una carta al cabeza de familia. La carta tenía que ser breve y clara. En ella figuraban todas las películas porno que el interesado había visto, así como la hora y el día. Anunciaba que distribuiría copias de la lista entre todos los miembros de la familia del interesado y que las enviaría también a sus vecinos y a su jefe. Vic acababa pidiendo quinientos dólares por mantener cerrada la boca. No era una cantidad muy alta, pero Vic estimaba que era la justa: lo bastante alta para proporcionar un buen dinero a Vic, pero no tanto para que los interesados se negasen a pagarla.
Sin embargo -y esto hubo de sorprender al principio a Vic-, únicamente respondía a la carta el diez por ciento. Vic no entendía por qué. A lo mejor lo de ver películas porno no era ya un estigma como lo fuera en otros tiempos. O quizá la mujer del sujeto en cuestión sabía ya que su marido las veía. Y hasta, ¡qué demonios!, a lo mejor la mujer las veía con él. Pero el problema real era que el asunto de Vic era excesivamente incierto.
Tenía que concentrarse. Tenía que seleccionar los golpes.
Fue entonces cuando se le ocurrió la idea de centrarse en personas de determinadas profesiones, las que tenían más que perder si se divulgaba la información. Una vez más, los ordenadores de la televisión por cable disponían de toda la información que necesitaba. Al principio atacó a los maestros de escuela, a los empleados de centros de beneficencia, a los ginecólogos. A todos los que podían resultar más perjudicados en caso de difundir un escándalo de esas características. Los que más se asustaban eran los maestros, pero también eran los que disponían de menos dinero. Aprendió, además, a hacer más específicas las cartas que enviaba. Al referirse a la esposa, la mencionaba por su nombre. En el caso de los maestros, juraba que se chivaría a la Junta Educativa y a los padres de los alumnos y que lo denunciaría con «pruebas de su perversión», frase que se le ocurrió a Vic sin ayuda de nadie. En cuanto a los médicos, amenazaba a éstos con enviar «las pruebas» a las entidades que velan por la moral, a los periódicos locales, a los vecinos y a los pacientes.
El dinero entraba en sus bolsillos cada vez con mayor rapidez.
Hasta la fecha, Vic había conseguido recaudar cerca de cuarenta mil dólares. Y acababa de conseguir el pez gordo, tan gordo era que en un primer momento Vic consideró la posibilidad de abandonar aquel juego. Pero no, no podía. No podía tirar por la borda el negocio más provechoso de su vida.
Sí, acababa de dar en el blanco. En el mismísimo blanco: Randall Scope. Joven, guapo, rico, mujer despampanante, dos hijos y medio, aspiraciones políticas, supuesto heredero de la fortuna familiar de los Scope. Y además, resultaba que Scope no había pedido sólo una película. O dos.
En el curso de un mes, Randall Scope había pedido veintitrés películas porno.
Casi nada.
Vic dedicó dos noches a hacer un borrador de sus exigencias, pero acabó ciñéndose a lo básico y se limitó a ser breve, frío y muy específico. Pidió a Scope cincuenta de los grandes. Y le pidió, además, que se los enviase a su apartado de correos aquel día. A menos que Vic se equivocara, aquellos cincuenta de los grandes estaban quemándole el bolsillo de la cazadora.
Vic se moría de ganas de ver los billetes. Habría querido verlos en aquel mismísimo momento. Pero si alguna cualidad tenía Vic era la disciplina. Esperaría a llegar a casa. Abriría la puerta, se sentaría en el suelo, desenvolvería el paquete y desparramaría a su alrededor todos los billetes verdes.
Vaya golpe magnífico.
Vic dejó el coche aparcado en la calle y emprendió a pie el camino de entrada hasta su casa. La visión de su vivienda -un piso sobre un asqueroso garaje- era deprimente. No viviría allí mucho más. Cogería los cincuenta grandes y los añadiría a los casi cuarenta grandes que tenía escondidos en casa, más los diez grandes que tenía ahorrados…
Al percatarse de la cantidad de dinero que había reunido, no pudo por menos de quedarse boquiabierto. Tenía cien mil dólares en dinero contante y sonante. ¿Sería posible?
Ahuecaría el ala rápidamente. Cogería el dinero y se iría directo a Arizona. Allí tenía un amigo, Sammy Viola. Él y Sammy emprenderían un negocio propio, a lo mejor abrían un restaurante o un club nocturno. Vic estaba hasta las narices de Nueva Jersey.
Había llegado el momento de emprender el vuelo. Y de empezar a partir de cero.
Vic se dirigió a la escalera que conducía a su piso. Dicho sea de paso, Vic no había cumplido nunca sus amenazas. No había enviado cartas a nadie. Si el aludido no pagaba, la cosa terminaba allí. De nada habría servido insistir en perjudicarlo. Vic era un artista del chanchullo. Vivía de su cerebro. Amenazaba, eso sí, pero no llevaba adelante sus amenazas. No sólo habría enfurecido al interesado sino que habría corrido el riesgo de ponerse en evidencia.
De hecho, nunca había hecho daño a nadie. ¿Para qué?
Llegó al rellano y se paró ante la puerta de su casa. La noche era oscura como boca de lobo. La maldita bombilla que tenía junto a la puerta se había vuelto a fundir. Suspiró y sacó la cadena de las llaves. Entrecerró los ojos intentando distinguir la llave en la oscuridad. La identificó por el tacto. Buscó a tientas la cerradura hasta que la llave dio con ella. Abrió la puerta de par en par y, en cuanto entró, notó alguna cosa extraña.
Algo se arrugó bajo sus pies.
Vic frunció el ceño. «¿Plástico?», dijo para sí. Lo que pisaba era plástico. Uno de esos plásticos que los pintores colocan en el suelo para protegerlo. Accionó el interruptor y entonces vio al hombre. Iba armado.
– Hola, Vic.
Vic soltó un bufido y retrocedió un paso. El hombre que tenía ante él debía de tener unos cuarenta años. Era alto y gordo, con una barriga prominente enzarzada en una lucha con los botones de la camisa, de la cual, por lo menos en un sitio, había salido victoriosa. Llevaba aflojada la corbata e iba peinado de la peor manera que pueda imaginarse: ocho mechones entrelazados de oreja a oreja, grasientos y pegados a la calva. Sus facciones eran blandas, la barbilla se le desmoronaba en pliegues adiposos. Descansaba los pies en el baúl que Vic utilizaba como mesilla para el café. De haber sustituido en su mano el arma por el mando a distancia del televisor, se habría tomado fácilmente al hombre por un padre de familia cansado después de una jornada de trabajo.
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