– ¿Creen que puede haber más cadáveres?
– No podría asegurarlo.
Volví a sentarme. Linda seguía centrada en el asunto.
– ¿Ha venido a pedirnos permiso para excavar en la zona del lago Charmaine?
– En parte, sí.
Esperamos a que añadiera algo más. Se aclaró la garganta y volvió a mirarme.
– Doctor Beck, si no me equivoco, usted pertenece al grupo sanguíneo B positivo, ¿verdad?
Abrí la boca, pero Linda me puso una mano protectora en la rodilla.
– ¿Se puede saber qué tiene que ver eso con el caso? -preguntó.
– Hemos encontrado otras cosas -dijo Lowell-. En el sitio donde estaban enterrados.
– ¿Qué cosas?
– Lo siento pero es confidencial.
– Entonces váyase al cuerno -dije.
Lowell no pareció particularmente sorprendido ante mi salida de tono.
– Lo único que quiero es tratar de…
– Ya se lo he dicho, váyase.
El sheriff Lowell no se movió de su sitio.
– Sé que el asesino de su esposa compareció ante la justicia -dijo- y sé que debe de ser muy doloroso para usted tener que remover todas estas cosas.
– No quiera protegerme -dije.
– No es mi intención.
– Hace ocho años usted creía que yo la había matado.
– Eso no es verdad. Usted era su marido. En casos como éste, las probabilidades de que un miembro de la familia esté involucrado…
– Si no hubiera perdido tanto tiempo con aquel tipejo, quizá la habría encontrado antes… -me eché hacia atrás, sentí que me ahogaba.
Salí. ¡Maldito hombre! Linda salió corriendo detrás de mí, pero yo no me detuve.
– Mi deber era agotar todas las posibilidades -continuó con su monótona cantilena-. Las autoridades federales nos secundaban. Incluso su suegro y el hermano de él estaban al tanto de todas las novedades. Nosotros hicimos todo cuanto estaba en nuestra mano.
No podía soportar ni una palabra más.
– ¿Qué demonios quiere, Lowell?
Se levantó y se arregló los pantalones sobre la tripa. Creo que quería aprovechar la ventaja que le daba la estatura. Seguramente para intimidarme.
– Una muestra de sangre -dijo-. De su sangre.
– ¿Por qué?
– Cuando secuestraron a su esposa, también lo atacaron a usted.
– ¿A qué viene eso?
– Lo atacaron con un objeto de punta roma.
– Es cosa sabida.
– Sí -dijo Lowell. Volvió a sonarse, se metió el pañuelo en el bolsillo y empezó a pasearse de un lado a otro-. Cuando encontramos los cadáveres, encontramos también un bate de béisbol.
Volví a sentir aquel latido doloroso dentro de la cabeza.
– ¿Un bate?
Lowell asintió.
– Enterrado junto con los cadáveres. Un bate de madera.
– No entiendo qué tiene que ver esto con mi hermano -intervino Linda.
– El bate tenía manchas de sangre seca. Hemos descubierto que pertenece al grupo B positivo -volvió la cabeza hacia mí-. Su mismo grupo, doctor Beck.
Una vez más, volvíamos sobre lo mismo. El aniversario de la inscripción en el árbol, el baño en el lago, el ruido de la puerta de un coche, mi frenética carrera hasta la orilla.
– ¿Recuerda haber caído en el lago? -me preguntó Lowell.
– Sí.
– ¿Y haber oído gritar a su mujer?
– Sí.
– ¿Y luego se desmayó? ¿Y se cayó en el agua?
Asentí con la cabeza.
– ¿Qué profundidad diría usted que tiene el lago? Me estoy refiriendo al lugar donde usted cayó.
– ¿No la comprobaron hace ocho años? -pregunté.
– Sea indulgente conmigo, doctor Beck.
– No lo sé. Es profundo.
– ¿No se hace pie?
– No.
– Muy bien. ¿Qué recuerda de lo ocurrido después?
– El hospital -dije.
– ¿No recuerda nada entre el momento en que cayó al agua y el momento en que se despertó en el hospital?
– Nada en absoluto.
– ¿No recuerda haber salido del agua? ¿No recuerda haberse acercado a la cabina ni haber llamado una ambulancia? Sin embargo, lo hizo, ¿sabe? Lo encontramos tendido en el suelo de la cabina. El teléfono seguía descolgado.
– Lo sé, pero no consigo recordarlo.
Linda tomó la palabra.
– ¿Cree usted que estos dos hombres son otras víctimas de… -titubeó-… de KillRoy?
Lo dijo en un hilo de voz. KillRoy. Su solo nombre inundó de frío la habitación.
Lowell tosió dentro del puño.
– No lo sabemos con seguridad, señora. Las víctimas de KillRoy son siempre mujeres. No nos consta que hubiera escondido nunca un cadáver… por lo menos no tenemos conocimiento de ningún caso. Y como la piel de esos dos hombres está descompuesta tampoco podemos asegurar si fueron marcados o no.
«Marcados»… La cabeza había empezado a darme vueltas. Cerré los ojos y me esforcé en no oír nada más.
Al día siguiente, por la mañana, volé a mi despacho. Llegué dos horas antes de la hora programada para mi primer paciente. Me lancé al ordenador, busqué el extraño mensaje electrónico que había recibido y pulsé el hipervínculo. De nuevo apareció un error. En realidad, no fue para mí ninguna sorpresa. Me quedé mirando fijamente el mensaje y lo leí una y otra vez buscando en él algún significado oculto. Pero no lo encontré.
Anoche me sacaron sangre. Tardarán semanas en obtener el resultado de la prueba del ADN, pero el sheriff Lowell dijo que habría un resultado preliminar. Traté de sacarle más datos, pero no abrió la boca. Sabía que nos ocultaba algo, pero no tenía idea de lo que podía ser.
Sentado en la sala de reconocimiento y mientras esperaba a mi primer paciente, estuve rememorando la visita de Lowell. Pensé en los dos cadáveres que habían encontrado. Y en el bate de madera ensangrentado. Y hasta me permití pensar en las marcas.
El cadáver de Elizabeth fue hallado en la carretera 80 cinco días después del secuestro. El forense dictaminó que llevaba dos días muerta, lo que significaba que había estado tres días viva con Elroy Kellerton, alias KillRoy. ¡Tres días sola con un monstruo! Tres amaneceres y tres atardeceres aterrada en la oscuridad y sometida a terribles sufrimientos. Hago enormes esfuerzos para no pensar. Hay lugares de la mente que no deben visitarse, bastante presentes se hacen.
Tres semanas más tarde detuvieron a KillRoy. Confesó que había matado a catorce mujeres, una lista que se iniciaba con una colegiala de Ann Arbor y terminaba con una prostituta del Bronx. Las catorce mujeres se encontraron tiradas a un lado de la carretera, como si fuesen basura. Todas llevaban marcada la letra K. Como cabezas de ganado. En otras palabras, Elroy Kellerton cogió un atizador de metal, lo puso a calentar al fuego para lo cual se protegió la mano con un mitón, hasta que estuvo al rojo vivo y después quemó con él la suavísima piel de mi Elizabeth, que emitió un sibilante siseo.
Mi mente se extravió por extraños vericuetos y comenzaron a fluir las imágenes. Cerré con fuerza los ojos y quise apartarlas. Pero el procedimiento no surtió efecto. Dicho sea de paso, el asesino sigue vivo. Me refiero a KillRoy. Gracias al procedimiento de apelación, ese monstruo tiene la oportunidad de respirar, leer, hablar, conceder entrevistas a la CNN, recibir visitas de benefactores, sonreír. Y mientras tanto sus víctimas se pudren bajo tierra. Como ya he dicho, Dios tiene sentido del humor.
Me eché agua fría en la cara y me miré en el espejo. Mi aspecto era espantoso. Los pacientes empezaron a llegar a las nueve en punto. Eso me distrajo, por supuesto. Mantuve un ojo en el reloj de la pared, esperando que llegase «la hora del beso», las seis y cuarto. Las manecillas avanzaban penosamente, como si estuviesen empapadas en un jarabe espeso.
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