Harlan Coben - No Se Lo Digas A Nadie

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Durante trece años,Elizabeth y David Beck han acudido al lago Charmaine para dejar testimonio,en la corteza de un árbol, de un año más de felicidad. Ya no es así. Fue la trece su última cita.Una tragedia difícil de superar. Han pasado ocho años, pero el doctor David Beck no consigue sobreponerse al horror de semejante desgracia porque, aunque Elizabeth esté muerta y su asesino en el corredor de la muerte, aquella última cita puso fin a algo más que a una vida.

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– ¡No, claro! La que iba a espiarlas era yo. Anda, ponte la chaqueta.

Ya de vuelta en el consultorio, una de las madres me dijo con una enorme sonrisa, llevándome aparte:

– Vista al natural todavía es más guapa que en las fotos -murmuró en voz baja.

– ¿Qué? -respondí.

– Usted y ella… -y la madre juntó las manos en un gesto elocuente.

– No, ella ya está comprometida -dije.

– ¿De veras? ¿Con quién?

– Con mi hermana.

Comimos en un restaurante chino de mala muerte con un camarero chino que sólo hablaba español. Shauna, impecable con un traje azul de escote más bajo que el Lunes Negro, frunció el entrecejo:

– ¿Cerdo Mu shu en tortilla?

– Arriésgate -le aconsejé.

Nos conocíamos desde el día que ingresamos en la universidad. Por error de la oficina de registro, donde se figuraron que su nombre era Shaun, nos pusieron en la misma habitación. Ya nos disponíamos a informar de la equivocación cuando empezamos a charlar. Shauna me pagó una cerveza. Y a mí me empezó a gustar. A las pocas horas decidimos no reclamar ya que pensamos que a lo mejor nos adjudicaban a unos imbéciles por compañeros de habitación.

Yo fui al Amherst College, una institución exclusivista no de la Liga de la Hiedra pero casi, enclavada al oeste de Massachusetts. No sé si hay en el mundo lugar más pijo que éste, en todo caso yo no lo conozco. Elizabeth, que pronunció el discurso de despedida en el instituto, escogió Yale. Habríamos podido ir a la misma universidad, pero lo hablamos y decidimos que aquélla podía ser una prueba decisiva para lo nuestro. Una vez más, hicimos lo que correspondía que hicieran las personas sensatas que éramos. ¿Cuál fue el resultado? Pues que nos echábamos de menos como locos. La separación no hizo más que consolidar nuestro compromiso y dar a nuestro amor aquella dimensión que demuestra que no siempre la distancia es el olvido.

Es vomitivo, lo sé.

Entre bocado y bocado, Shauna me preguntó:

– ¿Podrías hacer de canguro de Mark esta noche?

Mark era mi sobrino de cinco años. En el último curso Shauna comenzó a salir con mi hermana mayor, Linda. Hace siete años que celebraron su unión con una ceremonia de compromiso. Mark es el producto secundario de su amor, por supuesto con ayuda de la inseminación artificial. Linda se encargó de gestarlo y Shauna de adoptarlo. Como eran un poco anticuadas, querían que su hijo tuviera un modelo masculino en su vida. Y aquí es donde entro yo.

Hablamos al estilo de Ozzie and Harriet.

– No hay problema -dije-, no quiero perderme la nueva película de Disney.

– La nueva chica de Disney es una chica y media -dijo Shauna-. Desde Pocahontas no habían hecho nada tan bueno.

– Me alegra saberlo -dije-. ¿Se puede saber dónde vais tú y Linda?

– Salir me pega tres patadas. Desde que las lesbianas estamos de moda, tenemos una agenda muy apretada. Casi añoro los tiempos en que estábamos en el armario.

Pedí una cerveza. Seguramente no debí hacerlo, pero por una no llegaría la sangre al río.

Shauna también pidió una.

– O sea que has roto con aquella como se llame -comentó.

– Brandy.

– Eso. ¡Vaya nombrecito, dicho sea de paso! ¿No tendrá una hermana que se llama Whisky?

– No salimos más que dos veces.

– De acuerdo, pero era una bruja y, además, flaca. Te tengo reservada una que te iría como anillo al dedo.

– Gracias, pero no -dije.

– Tiene un cuerpo asesino.

– No quieras dirigir mi vida, Shauna, te lo pido por favor.

– ¿Por qué no?

– ¿Te acuerdas de la última vez que lo intentaste?

– Sí, con Cassandra.

– Ni más ni menos.

– ¿Qué tiene de malo?

– Para empezar, era lesbiana.

– ¡Por el amor de Dios, Beck, hay que ver lo estrecho que eres!

Sonó su móvil. Respondió echando el cuerpo hacia atrás y sin apartar los ojos de mí. Tras gruñir unas palabras, cerró el móvil.

– Tengo que irme -dijo.

Le indiqué la nota.

– Ven mañana por la noche -dictaminó.

Fingí un suspiro.

– ¿Es que las lesbianas no tienen planes?

– Yo no, pero tu hermana sí. Piensa asistir a la ceremonia extraordinaria Brandon Scope.

– ¿No vas con ella?

– No.

– ¿Por qué?

– Pues porque no queremos que Mark esté dos noches seguidas sin una de las dos. Y Linda tiene que salir. Ahora la que manda es ella. En cuanto a mí, tengo la noche libre. O sea que ven mañana por la noche, ¿de acuerdo? Yo me encargo de todo, veremos vídeos con Mark.

«Mañana» era el aniversario. Si Elizabeth hubiera vivido, «mañana» habríamos grabado la inscripción número veintiuno en aquel árbol. Pero por extraño que pudiera parecer, «mañana» no será para mí un día particularmente triste. Estoy pertrechado para afrontar aniversarios, vacaciones o cumpleaños de Elizabeth, generalmente los vivo sin problema alguno. Lo que me cuesta son los días «normales». Los problemas surgen al enfrentarme con cosas antiguas, cuando tropiezo accidentalmente con algún episodio clásico del programa de The Mary Tyler Moore Show o de Cheers. O cuando entro en una librería y veo de pronto un nuevo libro de Alice Hoffman o de Anne Tyler. O cuando escucho a los O'Jays o a los Four Tops o a Nina Simone. Cosas tan corrientes como éstas.

– Prometí a la madre de Elizabeth que iría a verla -expliqué.

– ¡Ah, Beck!… -iba a decir algo pero se contuvo-. ¿Y después?

– Sí, claro -dije.

Shauna me agarró por el brazo.

– Vuelves a hacerte el huidizo, Beck.

No respondí.

– Te quiero, ya lo sabes. Quiero decir, si tuvieras alguna clase de atractivo sexual, del tipo que fuera, probablemente habría ido a por ti en lugar de dirigirme a tu hermana.

– Es muy halagador -dije-, de veras.

– No me rehúyas. Si me rehúyes, rehúyes a todo el mundo. Habla conmigo, ¿quieres?

– De acuerdo -contesté.

Lo que pasa es que no puedo hablar.

A punto estuve de borrar el mensaje.

Es tanta la basura que llega con el correo electrónico, la propaganda, la avalancha de misivas, que el dedo se va automáticamente a la tecla de suprimir. Lo primero que hago es leer la dirección del remitente. Si es alguna persona conocida o alguien del hospital, estupendo. En caso contrario, pulso la tecla borradora con gran entusiasmo.

Me senté ante mi escritorio y revisé el plan de la tarde. Una tarde llena a rebosar, lo que no era ninguna sorpresa para mí. Hice girar la silla, preparando el dedo borrador. Sólo un mensaje. El que había hecho soltar un alarido a Homer hacía un momento. Hice una lectura rápida y mis ojos se detuvieron en las dos primeras letras del asunto.

¿Qué era aquello…?

La ventana de la pantalla estaba formateada de tal manera que lo único que podía ver eran aquellas dos letras y la dirección electrónica del remitente. La dirección me resultaba desconocida: una serie de números@comparama.com.

Entrecerré los ojos y pulsé la tecla de avance a la derecha. El contenido del mensaje fue apareciendo carácter por carácter. Tras cada uno iba acelerándose el ritmo de las pulsaciones de mi corazón. Mantuve el dedo en la tecla y esperé.

Una vez terminado, cuando habían aparecido todas las letras, volví a leer el asunto y sentí un golpe sordo y profundo en el pecho.

– ¿Doctor Beck?

Mi boca se negó a hablar.

– ¿Doctor Beck?

– Un minuto, Wanda.

Wanda vaciló. Siguió un momento en el interfono. Después la oí desconectar.

Yo seguía con la mirada fija en la pantalla.

Para: dbeckmd@nyhosp.com

De: 13943928@comparama.com

Asunto: E.P.+D.B./////////////////////

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