Una vez más.
Me recosté en el asiento y me pregunté si volvería a verla. Primero había fingido confianza, pero sabía cuáles eran los riesgos. Elizabeth había querido disuadirme. Yo le había explicado que debía hacerlo. Esta vez me tocaba a mí hacer el papel de protector. A Elizabeth no le había gustado la idea, pero me había comprendido.
Hacía pocos días que me había enterado de que estaba viva. ¿Iba a regatear mi vida a cambio de aquella verdad? No, hacía lo que hacía de buena gana. Sentí que me invadía una sensación de bienestar sentado en aquel coche junto al hombre que había traicionado a mi padre. El remordimiento que desde hacía tanto tiempo pesaba en mi conciencia me estaba abandonando y dejaba en mí una sensación de alivio. Ahora sabía qué tenía que hacer, qué tenía que sacrificar. Me dije si existía acaso otra alternativa, si no estaría previsto para que ocurriera tal y como estaba ocurriendo.
Me volví hacia Hoyt y dije:
– Elizabeth no mató a Brandon Scope.
– Lo sé -contesto y luego dijo algo que me hirió como un trallazo-. Lo maté yo.
Me quedé helado.
– Brandon pegaba a Elizabeth -prosiguió atropelladamente-. Iba a matarla. O sea que me lo cargué cuando iba a entrar en su casa. Después cargué el muerto a González, como ya te he contado. Elizabeth estaba al corriente y no quería que un inocente pagase por lo que no había hecho. Por eso presentó aquella coartada. La gente de Scope se enteró del asunto y esto les obligó a pensar. Cuando comenzaron a sospechar que tal vez Elizabeth era la asesina… -se paró y, con los ojos clavados en el asfalto, articuló unas palabras salidas de lo más profundo- ¡que Dios me ayude!, yo les dejé hacer.
Le tendí el móvil.
– ¡Llama! -le dije.
Llamó. Habló con un tal Larry Gandle. Había visto varias veces a Larry Gandle. Su padre había sido compañero de instituto de mi padre.
– Tengo a Beck -le dijo Hoyt-. Nos encontraremos en los establos, pero tenéis que soltar al niño.
Larry Gandle dijo algo que no llegué a entender.
– En cuanto sepamos que el niño está sano y salvo, estaremos allí -oí que decía Hoyt-. Y dile a Griffin que tengo lo que quiere. Así daremos esto por terminado sin que yo ni ninguno de mi familia resulte perjudicado.
Gandle dijo algo y oí que cortaba la comunicación. Hoyt me devolvió el teléfono.
– ¿Pertenezco a tu familia, Hoyt?
Volvió a apuntar a mi cabeza con el arma.
– Saca despacio la Glock, Beck. Lentamente. Con dos dedos.
Hice lo que me pedía. Accionó el pulsador eléctrico para bajar el cristal.
– Tírala por la ventana.
Vacilé. Me apretó el ojo con el cañón. Lancé el arma por la ventana, pero no la oí caer.
Ahora íbamos en silencio, esperando que volviera a sonar el teléfono. Cuando lo hizo, respondí yo. Tyrese me dijo en voz baja.
– Está bien.
Colgué, aliviado.
– ¿Dónde me llevas, Hoyt?
– Lo sabes muy bien.
– Griffin Scope nos matará a los dos.
– No -respondió, pero siguió apuntándome con el arma-. A los dos, no -añadió.
Dejamos la autopista y enfilamos por una carretera rural. Las farolas iban espaciándose hasta que la única iluminación fue la de los faros del coche. Hoyt se sentó en el asiento trasero y sacó un sobre de papel manila.
– Está todo aquí, Beck. Todo.
– ¿Qué es todo?
– Lo de tu padre con Brandon. Lo de Elizabeth con Brandon.
Por un momento me desorientó. Había tenido el sobre con él todo el tiempo. Después me dije: «¿Por qué en el coche? ¿Qué hacía Hoyt metido en el coche?».
– ¿Dónde están las copias? -le pregunté.
Sonrió como si le alegrara que se lo hubiera preguntado.
– No las hay. Está todo aquí.
– Sigo sin entender.
– Ya lo entenderás, David. Lo siento, pero ahora tú eres la cabeza de turco. No hay otra salida.
– Scope no se lo tragará -dije.
– Sí, seguro que se lo traga. Como has dicho, hace mucho tiempo que trabajo para él. Sé qué quiere oír. Y hoy es el final.
– ¿Hablas de mi muerte? -pregunté.
No respondió.
– ¿Qué explicación darás a Elizabeth?
– Es posible que me odie -contestó-, pero por lo menos ella vivirá.
Vi enfrente la reja de la entrada trasera de la finca. «Fin del juego», pensé. El guarda de seguridad uniformado nos indicó con el gesto que entrásemos. Hoyt seguía apuntándome con el arma. Avanzamos a través del camino y de pronto, sin previo aviso, Hoyt pisó el freno.
Y se volvió hacia mí.
– ¿Llevas micrófono, Beck?
– ¿Cómo? No.
– No me engañes. Déjame ver.
Acercó la mano a mi pecho y yo me aparté.
Levantó más el arma y, eliminando el espacio que quedaba entre los dos, me palpó la parte inferior del cuerpo. Satisfecho, se recostó en el asiento.
– Estás de suerte -dijo en tono burlón.
Volvió a meterse en el camino. A pesar de la oscuridad, se detectaba la opulencia del lugar. La silueta de los árboles se recortaba contra la luna y, aunque no había viento, las ramas cimbreaban. Descubrí a distancia una explosión de luces. Hoyt siguió avanzando a través del camino en dirección a las mismas. Un letrero gris descolorido nos anunció que acabábamos de llegar a Freedom Trails Stables. Aparcamos en el primer espacio a la izquierda. Miré por la ventana. No sé mucho de instalaciones hípicas, pero el lugar era impresionante. Había un edificio en forma de hangar donde habrían cabido doce pistas de tenis. Los establos propiamente dichos estaban dispuestos en forma de V y se extendían hasta donde alcanzaba la vista. En el centro del terreno había un surtidor, además de pistas para correr y de obstáculos y vallas para saltar.
También había unos hombres esperándonos.
Apuntándome todavía con el arma, Hoyt me ordenó:
– Sal del coche.
Bajé. Al cerrar la puerta, el golpe arrancó ecos al silencio. Hoyt dio la vuelta al coche para situarse a mi lado y me pegó el arma a los riñones. Había olores que me traían la grata reminiscencia de las ferias del campo. Pero cuando descubrí a los cuatro hombres delante de mí, a dos de los cuales reconocí, se desvaneció la imagen.
Los otros dos, que no había visto en mi vida, iban armados con una especie de fusil semiautomático con el que nos apuntaron. Apenas me estremecí. Supongo que ya comenzaba a acostumbrarme a ver armas apuntándome. El hombre situado más a la derecha estaba junto a la entrada del establo. El otro se apoyaba en un coche que había a la izquierda.
Los dos hombres a los que identifiqué estaban juntos debajo de un foco de luz. Uno era Larry Gandle. El otro, Griffin Scope. Hoyt me empujó con el arma para obligarme a avanzar. Cuando nos encontramos cerca de ellos, vi que la puerta del gran edificio estaba abierta.
Eric Wu salió por ella.
Mi corazón se alborotó y sentí los golpes de los latidos en las costillas. La respiración me resonaba en los oídos. Me flaquearon las piernas. Podía ser inmune a la intimidación de las armas pero mi cuerpo, en cambio, recordaba los dedos de Wu. Involuntariamente, aminoré la marcha. Wu apenas me miró. Se fue hacia Griffin Scope y le entregó algo.
Hoyt me obligó a detenerme cuando todavía estábamos a unos doce metros de distancia.
– Buenas noticias -exclamó.
Todos los ojos se volvieron hacia Griffin Scope. Yo sabía quién era, como es natural. Después de todo, yo era el hijo de un viejo amigo suyo y el hermano de una empleada de la máxima confianza. Como la mayoría de los demás, sentía un gran respeto por el hombre fornido cuyos ojos despedían un extraño brillo. Pertenecía a esa clase de hombres que habrías querido que se fijase en ti, que te diera una palmada en la espalda, que te invitara a beber, un hombre que poseía la rara habilidad de saber caminar por esa cuerda floja que media entre el amigo y el patrón, combinación que no ha funcionado nunca. Ni el patrón se hace respetar igual cuando se convierte en amigo ni el amigo lo es tanto cuando de pronto tiene que adoptar el papel de patrón. Pero eso no suponía un problema para aquella dínamo que era Griffin Scope. Él había sabido imponerse siempre.
Читать дальше