– ¿Y qué más? -dije, reprimiendo un temblor.
– ¿De qué estás hablando, si se puede saber?
– Si ella hubiese continuado escarbando, habría podido tropezar con un delito más grande -retuve el aliento-. ¿Me equivoco, Hoyt?
Advertí que, cuando dije esto, se quedó demudado. Volvió la cabeza y fijó la mirada en un punto detrás del parabrisas.
– Un asesinato -añadí.
Quise seguir su mirada, pero lo único que vi fueron unas herramientas de Sears colgadas ordenadamente de sus clavos. Los destornilladores, con sus mangos negros y amarillos, estaban alineados por orden riguroso de tamaños, los planos a la izquierda, los de estrella a la derecha. Entre las dos modalidades, tres llaves inglesas y un martillo.
– Elizabeth no fue la primera que quiso derribar a Brandon Scope -dije.
Me callé y esperé, esperé a que me mirara. Tardó unos momentos, pero al final lo hizo. Lo vi en sus ojos. No parpadeó ni trató de esconderse. Lo vi. Y él supo que yo lo había visto.
– ¿Mataste a mi padre, Hoyt?
Echó un largo trago, se enjuagó la boca con él y se lo tragó de golpe. Parte del whisky le salpicó la cara. No se molestó en secarse.
– Peor que eso -dijo cerrando los ojos-, lo que hice fue traicionarlo.
Sentí que la rabia me hervía en el pecho, pero mi voz sonó extrañamente tranquila.
– ¿Por qué?
– ¡Vamos, David! A estas horas ya deberías saber por qué.
Sentí un nuevo arrebato de furia.
– Mi padre trabajaba con Brandon Scope -comencé.
– Más que eso -me cortó-. Griffin Scope tenía a tu padre como mentor. Trabajaban juntos.
– Como Elizabeth.
– Sí.
– Y trabajando con él, mi padre descubrió qué clase de monstruo era en realidad Brandon. ¿Me equivoco?
Hoyt se limitó a echar otro trago.
– No sabía qué hacer -continué-. Le daba miedo contarlo, pero se daba cuenta de que tampoco podía dejarlo pasar. Por eso estaba tan reservado en los meses que precedieron a su muerte.
Me callé y pensé en mi padre, asustado, solo, sin saber hacia dónde volverse. ¿Por qué no me había dado cuenta? ¿Por qué no había dejado a un lado mi mundo y no había prestado atención a sus preocupaciones? ¿Por qué no me había acercado a él? ¿Por qué no le había echado una mano?
Miré a Hoyt. Yo llevaba un arma en el bolsillo. ¡Qué poco me habría costado disparar! No tenía más que sacar la pistola y apretar el gatillo. ¡Bam! ¡Final! Sabía, sin embargo, por experiencia, que no habría resuelto nada. En realidad, más bien habría conseguido lo contrario.
– Continúa -dijo Hoyt.
– En un determinado momento, mi padre decidió contarlo todo a un amigo. Pero no a un amigo cualquiera. Se lo contó a un poli, un poli que trabajaba en la ciudad, precisamente donde se cometían los delitos -la sangre había empezado a hervir en mis venas y amenazaba con hacerlas estallar-. A ti, Hoyt.
Su expresión experimentó un cambio.
– ¿Hasta aquí voy bien?
– Bastante bien -replicó.
– Tú se lo dijiste a los Scope, ¿verdad?
Asintió.
– Me figuré que lo trasladarían a otro sitio, que harían algo. Que lo apartarían de Brandon. No podía imaginar… -Su cara revelaba a las claras que odiaba el intento de justificación que dejaba traslucir su voz-. ¿Cómo lo has sabido?
– Para empezar, está el nombre de Melvin Bartola. Fue el testigo que presenció el supuesto accidente que costó la vida a mi padre, pero resulta que también él, como es natural, trabajaba para Scope. -Ante mis ojos vi en un destello a mi padre sonriendo y apreté las manos, convertidas en puños-. Está después la mentira que contaste sobre que me salvaste la vida -proseguí-. Una vez hubiste disparado a Bartola y a Wolf, volviste al lago. Pero no para salvarme la vida. Me miraste, viste que no me movía, creíste que estaba muerto.
– Creí que estabas muerto -repitió-. No quería que estuvieras muerto.
– Semántica -dije.
– No quería que sufrieras ningún daño.
– Pero no te impresionó tampoco mucho -dije-. Volviste al coche y dijiste a Elizabeth que me había ahogado.
– Lo que yo quería era convencerla de que debía desaparecer -dijo-. Y eso ayudaba.
– Debiste sorprenderte cuando te enteraste de que yo estaba vivo.
– Quedé de una pieza. ¿Cómo pudiste sobrevivir?
– Eso ahora no importa.
Hoyt se recostó de nuevo en el asiento como si estuviera agotado.
– Supongo que no -dijo. Su expresión volvió a cambiar y me sorprendió oírle decir-: ¿Qué más quieres saber?
– ¿No niegas nada de lo que he dicho?
– No.
– Conocías a Melvin Bartola, ¿verdad?
– Así es.
– Bartola se fue de la lengua y te contó lo de la paliza a Elizabeth -dije-. No puedo imaginar qué ocurrió exactamente. Quizá le remordió la conciencia. Quizá no quería que ella muriese.
– ¿Bartola conciencia? -soltó una risita burlona-. ¡Por favor! Era el peor desecho que ha salido del mundo del crimen. Si vino a mí fue porque creía que sacaría doble tajada. Que los Scope aflojarían y yo también. Le dije que estaba dispuesto a doblar la cantidad y que le ayudaría a salir del país si él me ayudaba a simular que Elizabeth estaba muerta.
Asentí, ahora lo veía claro.
– O sea que Bartola y Wolf dijeron a la gente de Scope que, después de las muertes, desaparecerían por un tiempo. Me sorprendió que su desaparición no provocara más sorpresas pero, gracias a ti, dieron por sentado que Bartola y Wolf se habían marchado.
– Sí.
– ¿Qué ocurrió, pues? ¿Les traicionaste?
– La palabra de hombres como Bartola y Wolf no vale nada. Por mucho que yo les pagase, sabía que vendrían a por más. Igual podían hartarse de vivir en el campo o emborracharse el día menos pensado y empezar a farolear en un bar cualquiera contando lo que habían hecho. A lo largo de mi vida he tenido que tratar con esta clase de basura. No podía correr ese riesgo.
– O sea que te los cargaste.
– Sí -respondió sin sombra de remordimiento.
Ahora ya lo sabía todo. Lo único que me quedaba por saber era cómo terminaría.
– Tienen retenido a un niño -le dije-. Les he prometido que me entregaría si lo soltaban. Llámalos. Ayúdame a que acepten el trato.
– Ya no confían en mí.
– Has estado mucho tiempo trabajando para Scope -dije-. Inventa algo.
Hoyt se sentó y se quedó pensando. Volvió a fijar los ojos en la pared de las herramientas. Me pregunté qué estaría mirando. De pronto, con gesto lento, levantó el arma y me apuntó a la cara.
– Creo que lo tengo -dijo.
– Abre la puerta del garaje, Hoyt -dije sin parpadear.
No se movió.
Alcancé la visera y pulsé el control remoto del garaje. La puerta cobró vida con un zumbido. Hoyt contempló cómo se levantaba. Elizabeth apareció de pie al otro lado, sin moverse. Una vez abierta del todo, la mirada de Elizabeth se fijó con dureza en su padre.
Hoyt se derrumbó.
– ¿Hoyt? -dije.
Volvió con brusquedad la cabeza hacia mí. Con una mano me agarró por los cabellos y me apretó el arma contra un ojo.
– Dile que se aparte -me ordenó.
Me quedé inmóvil.
– Hazlo o morirás.
– No lo harás. Delante de ella, no.
Se me acercó más.
– ¡Hazlo, coño! -el tono de voz tenía más de implorante ruego que de orden conminatoria.
Al mirarlo, sentí que me recorría una sensación extraña. Hoyt puso el contacto. Miré al frente e indiqué a Elizabeth con el gesto que se apartara. Vaciló, pero al final se hizo a un lado. Hoyt esperó a que dejara el paso libre. Pisó el gas. Pasamos, con una fuerte sacudida, junto a ella. Mientras nos alejábamos, me volví a mirar a través de la ventana trasera y vi cómo Elizabeth se iba desdibujando, empalideciendo hasta que finalmente desapareció.
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