– Ando buscando al doctor Beck, Tyrese. TJ y yo esperamos que nos ayudes a encontrarlo.
– No sé dónde está.
– Pues es una lástima.
– Te juro por Dios que no lo sé.
– Ya comprendo -dijo Wu, Y después añadió-: Espera un momento, Tyrese, ¿quieres? Me gustaría que oyeras una cosa.
Soplaba el viento, se cimbreaban los árboles, los colores anaranjados y purpúreos de la puesta de sol empezaban a dar paso a un cielo de bruñido peltre. Me asustó ver que el aire de la noche era exactamente el mismo de ocho años antes, la última vez que me había aventurado por aquellos lugares sagrados.
Me pregunté si la gente de Griffin Scope seguiría vigilando el lago Charmaine. Pero en realidad no importaba. Elizabeth era demasiado inteligente para eso. Ya he dicho anteriormente que, antes de que mi abuelo comprara la propiedad, había habido allí un campamento de verano. La palabra en clave de Elizabeth, Dolphin, era el nombre de una de las cabañas, la reservada para dormitorio de los chicos mayores, situada en lo más profundo del bosque, la que rara vez nos atrevíamos a visitar.
El coche de alquiler subió hasta lo que en otro tiempo había sido la entrada de los servicios del campamento, ahora prácticamente inexistente. Apenas era visible desde el camino principal, puesto que la ocultaba la altura de la hierba. Parecía la entrada de una cueva de murciélagos. Seguíamos bloqueando el paso con una cadena para que a nadie se le ocurriera aventurarse hasta allí y había un letrero que decía: Prohibido el paso. Tanto la cadena como el letrero seguían en su sitio, pero eran visibles los años de abandono. Paré, desenganché la cadena y la enrollé alrededor del árbol.
Me deslicé de nuevo en el asiento del conductor y me dirigí hacia la desoladora entrada del viejo campamento. Los restos eran escasos. Todavía se veían los residuos oxidados y desperdigados de lo que en otro tiempo habían sido fogones y estufas. El suelo estaba cubierto de ollas y pucheros, la mayoría enterrados bajo el polvo de los años. Salí y aspiré el olor limpio de la hierba. Traté de no pensar en mi padre, sino en el claro del bosque, y cuando me atreví a mirar hacia el lago y vi el fulgor plateado de la luna que brillaba en la superficie rizada volví a oír la voz del viejo fantasma y me pregunté si no estaría reclamando venganza a gritos.
Empecé a subir por el camino prácticamente inexistente. Era extraño que Elizabeth hubiera elegido aquel lugar para encontrarnos. Ya he mencionado que a ella no le gustaba jugar en las ruinas de aquel antiguo campamento de verano. A Linda y a mí, en cambio, nos encantaba encontrar sacos de dormir o latas de conserva que acababan de vaciar, nos preguntábamos qué vagabundo las habría tirado y si todavía seguiría merodeando por aquellos andurriales. A Elizabeth, mucho más lista que nosotros dos, no le gustaban ni pizca aquellos juegos. Los lugares desconocidos, la incertidumbre, le daban mucho miedo.
Tardamos diez minutos en llegar. Sorprendentemente, la cabaña estaba en muy buen estado. El techo y las paredes seguían en su sitio, aunque los peldaños de madera que accedían a la puerta estaban desvencijados. El letrero con la palabra Dolphin seguía allí, aunque colgaba verticalmente sostenido por un único clavo. La construcción no había podido disuadir al musgo, ni a las enredaderas, ni a toda una mezcla de vegetación de nombre desconocido que se abría camino hacia el interior, abrazaba la cabaña, se introducía por las aberturas y ventanas y se apoderaba de ella hasta convertirla en un elemento natural del paisaje.
– Has vuelto -dijo una voz que me sobresaltó.
Una voz de hombre.
Reaccioné sin pensármelo dos veces. Salté a un lado, me arrojé al suelo, di un par de vueltas, saqué la Glock y apunté al hombre con ella. El hombre se limitó a levantar las manos. Lo miré sin dejar de apuntarlo con la Glock. No era lo que yo esperaba. Su espesa barba era un nido de gorriones después del ataque del cuervo. Tenía el cabello largo y enmarañado. Sus ropas, hechas jirones, le servían de camuflaje. Por un momento tuve la impresión de haber vuelto a la ciudad y de encontrarme delante de uno de tantos pordioseros. Pero sus modales no eran los mismos. El hombre estaba muy erguido y muy firme. Y me miraba directamente a los ojos.
– ¿Quién diablos es usted? -le pregunté.
– Ha pasado mucho tiempo, David.
– Yo a usted no le conozco.
– No, en realidad no me conoces. Pero yo sí -con un gesto de la cabeza indicó un camastro detrás de mí-. A ti y a tu hermana. Solía miraros mientras jugabais.
– No entiendo nada.
Sonrió. Sus dientes sanos y de un blanco deslumbrante asomaron entre la barba.
– Soy el coco.
Oí graznar a distancia a una familia de gansos que se disponían a aterrizar en la superficie del lago.
– ¿Qué quiere? -pregunté.
– Absolutamente nada -dijo sonriendo aún-. ¿Puedo bajar las manos?
Asentí. Bajó las manos. Yo bajé el arma, pero no la solté. Me quedé pensando en lo que el hombre acababa de decirme y de preguntarme.
– ¿Cuánto tiempo lleva aquí escondido?
– Poco más o menos… -hizo una especie de cálculos moviendo los dedos-… unos treinta años. -Sonrió al ver la expresión de estupor pintada en mi rostro-. Sí, llevo vigilándote desde que eras así de alto. -Puso la mano a nivel de la rodilla-. Te he visto crecer y… -se calló-. Hace mucho tiempo que no venías por aquí, David.
– ¿Y usted quién es?
– Me llamo Jeremiah Renway -dijo.
El nombre no me decía nada.
– Huyo de la ley.
– Entonces, ¿por qué da la cara ahora?
Se encogió de hombros.
– Supongamos que me alegro de verte.
– No sabe si lo denunciaré a las autoridades.
– Me debes un favor.
– ¿Qué favor?
– Te salvé la vida.
El suelo se movió bajo mis pies.
– ¿Cómo?
– ¿Quién te sacó del agua? -preguntó.
Quedé mudo de asombro.
– ¿Quién crees que te llevó a rastras hasta la casa? ¿Quién crees que avisó a la ambulancia?
Abrí la boca, pero de ella no salió palabra alguna.
– ¿Y… -su sonrisa se hizo más amplia-… y quién te figuras que enterró aquellos cadáveres para que nadie pudiera encontrarlos?
Tardé un rato en encontrar la voz.
– ¿Por qué? -conseguí preguntar.
– No lo sé muy bien -dijo-. Hace muchísimo tiempo hice una cosa que no estaba bien. Me pareció que esto podía ser una oportunidad de redención o algo parecido.
– ¿Quiere decir que usted vio…?
– Lo vi todo -dijo Renway-. Vi cómo cogían a tu chica. Vi cómo te daban con el bate. Vi cómo le prometían que te sacarían si les decía dónde estaba escondida una cosa. Vi cómo tu chica les daba una llave. Vi cómo se reían y cómo la obligaban a entrar en el coche mientras tú todavía estabas en el agua.
Tragué saliva.
– ¿Viste cómo los mataban?
Renway volvió a sonreír.
– Ya hemos hablado bastante, hijo. Te está esperando.
– No comprendo.
– Que te está esperando -repitió mientras se alejaba-. Junto al árbol.
Sin que mediara aviso, se lanzó como una flecha hacia el bosque, era un ciervo huyendo entre la maleza. Me quedé un momento observando cómo se desvanecía en los matorrales.
El árbol.
Eché a correr. Las ramas me azotaban el rostro. Pero no me importaba. Las piernas me imploraban que les diera un respiro. Pero tampoco les hice caso. Los pulmones protestaban. Pero yo les dije que aguantaran. Cuando, por fin, doblé a la derecha al encontrar aquella roca semifálica y seguí la curva del camino, vi que el árbol seguía en su sitio. Al acercarme un poco más, sentí que los ojos se me humedecían.
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