Harlan Coben - No Se Lo Digas A Nadie

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Durante trece años,Elizabeth y David Beck han acudido al lago Charmaine para dejar testimonio,en la corteza de un árbol, de un año más de felicidad. Ya no es así. Fue la trece su última cita.Una tragedia difícil de superar. Han pasado ocho años, pero el doctor David Beck no consigue sobreponerse al horror de semejante desgracia porque, aunque Elizabeth esté muerta y su asesino en el corredor de la muerte, aquella última cita puso fin a algo más que a una vida.

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Y entonces lo vi. Y mi mundo, bastante desmoronado ya a aquellas alturas, volvió a sacudirse.

En realidad, no leí el artículo. Me limité a dejar resbalar los ojos por la página. Pero vi los nombres. Por vez primera. Los nombres de los hombres cuyos cadáveres habían encontrado en el lago. Uno de los nombres me era familiar.

Melvin Bartola.

Era imposible.

Dejé el periódico, eché a correr y fui abriendo puertas correderas hasta que encontré al revisor a dos vagones de distancia.

– ¿Cuál es la parada más próxima? -le pregunté.

– Ridgemont, Nueva Jersey.

– ¿Hay alguna biblioteca cerca de la estación?

– No tengo ni idea.

Pese a todo, me apeé.

Eric Wu flexionó los dedos. De un leve pero certero empujón, violentó la puerta.

No había tardado mucho en averiguar quiénes eran los dos negros que habían ayudado a escapar al doctor Beck. Larry Gandle tenía amigos en el departamento de policía. A Wu le bastó con describírselos y luego revisar álbumes de fotografías. Después de varias horas de rastreo, Wu localizó la imagen de un sujeto llamado Brutus Cornwall. Tras hacer unas llamadas, averiguaron que Brutus trabajaba para un traficante de drogas llamado Tyrese Barton.

No podía ser más sencillo.

La cadena saltó con un golpe seco. Se abrió la puerta de par en par y la manija golpeó la pared. Latisha levantó los ojos, sobresaltada. Iba a gritar, pero Wu se le adelantó. La amordazó con la mano y bajó los labios hasta su oreja. Otro hombre, alguien contratado por Gandle, entró tras él.

– Ssssss -dijo Wu casi suavemente.

En el suelo, TJ se entretenía jugando. Ladeó la cabeza al oír el ruido y dijo:

– ¿Mamá?

Eric Wu le sonrió. Soltó a Latisha y se arrodilló en el suelo. Latisha intentó impedírselo, pero el otro hombre la sujetó. Wu posó una manaza en la cabeza del niño. Y, volviéndose a Latisha, acarició los cabellos de TJ.

– ¿Sabes dónde puedo encontrar a Tyrese? -le preguntó.

Tras apearme, pedí un taxi en un mostrador de alquiler de coches. El empleado de chaqueta verde que estaba detrás del mostrador me indicó dónde estaba la biblioteca. Tardé tres minutos en llegar. La biblioteca Ridgemont era un edificio moderno de ladrillo de estilo nouveau colonial con grandes ventanales, estanterías de haya, terrazas, torres, cafetería. En el mostrador de información del segundo piso encontré una bibliotecaria a la que pregunté si podía utilizar el servicio de Internet.

– ¿Lleva el carnet de identidad? -me preguntó.

Lo llevaba. Lo examinó.

– Hay que ser residente del condado.

– Por favor -le dije-, es muy importante.

Esperaba una negativa rotunda, pero la mujer se suavizó.

– ¿Cuánto rato será?

– Unos minutos.

– Ese ordenador -me indicó un terminal situado detrás de mí-. Es el de urgencias. No puede utilizarse más de diez minutos.

Le di las gracias y me acerqué al ordenador. Yahoo! me localizó el sitio del New Jersey Journal , el periódico más importante de los condados de Bergen y Passaic. Sabía muy bien la fecha exacta que necesitaba. El 12 de enero de doce años atrás. Localicé el archivo de búsqueda y tecleé la información.

La página web no guardaba más que seis años.

¡Maldita sea!

Acudí corriendo a la bibliotecaria.

– Necesito un artículo que se publicó en el New Jersey Journal hace doce años -dije.

– ¿No está en el archivo de la web?

Negué con la cabeza.

– Microficha -dijo golpeando los brazos del sillón para levantarse-. ¿Qué mes?

– Enero.

Era una mujer corpulenta de andar trabajoso. Buscó el rollo en el cajón del archivo y me ayudó a insertar la cinta en el aparato. Me senté.

– Buena suerte -dijo.

Me puse a jugar con el mando como si fuera una válvula de una moto nueva. La microficha chirrió al pasar por el mecanismo. Cada pocos segundos me paraba a ver dónde estaba. Me costó menos de dos minutos encontrar la fecha que buscaba. El artículo estaba en la página tres.

En cuanto leí el titular, sentí un nudo en la garganta.

Juro que a veces aún oigo el chirriar de los neumáticos, aunque cuando ocurrió yo estaba durmiendo a muchos kilómetros de distancia. Todavía sigue doliéndome, tal vez no tanto como la noche en que perdí a Elizabeth, pero aquél fue mi primer encuentro con la muerte y la tragedia, algo que nunca se llega a superar del todo. Han pasado doce años y aún se me hacen presentes todos los detalles de aquella noche aunque vuelvan ahora a mí a través de la nebulosa de un tornado: la llamada a la puerta antes del amanecer, el rostro solemne de los agentes de policía en la puerta, Hoyt con ellos, palabras cautelosas musitadas en voz baja, nosotros queriendo negarlas, la lenta imposición de la verdad, el rostro demudado de Linda, mis propias lágrimas, mi madre aún sin aceptarlo, imponiéndome silencio, pidiéndome que dejase de llorar, su frágil cordura cuarteándose de nuevo, diciéndome que no me portase como un niño pequeño, insistiendo en repetir que no pasaba nada y después acercándose de pronto a mí y sorprendiéndose de que mis lágrimas fueran tan grandes, demasiado grandes, decía ella, aquellas eran lágrimas de niño pequeño no de persona mayor, tocando una lágrima, restregándola entre el índice y el pulgar… ¡No llores más, David! Y enfadándose porque yo no podía dejar de llorar, hasta que por fin entraron Linda y Hoyt y la apaciguaron y alguien le dio un sedante, no por primera ni tampoco por última vez. Todo aquello volvió a hacerse presente como un borbotón horroroso. Y entonces leí el artículo y noté que el impacto me llevaba en una dirección totalmente nueva:

UN AUTOMÓVIL SE DESPEÑA POR UN BARRANCO

Un muerto. Se desconocen las causas.

Anoche, aproximadamente a las tres de la madrugada, un Ford Taurus conducido por Stephen Beck de Green River, en Nueva Jersey, cayó de un puente de Mahwah, no lejos de la frontera con el estado de Nueva York. El terreno estaba resbaladizo debido a la reciente tormenta de nieve, pero las autoridades todavía no se han pronunciado respecto a las causas del accidente. El único testigo del mismo, Melvin Bartola, es un camionero de Cheyenne, Wyoming…

Dejé de leer. Suicidio o accidente. La gente se preguntaba cuál de los dos. Ahora yo sabía que no había sido ninguna de las dos cosas.

Brutus dijo:

– ¿Qué pasa?

– No sé, tío -y, después de reflexionar un momento, Tyrese añadió-: No quiero volver.

Brutus no replicó. Tyrese dirigió una mirada furtiva a su viejo amigo. Habían empezado a salir juntos en tercero. Brutus ya entonces no era muy hablador. Seguramente porque tenía demasiado trabajo esquivando los golpes en el trasero, en casa y en la escuela, hasta que un día comprendió que la única manera de sobrevivir era convirtiéndose en el peor hijo de puta del barrio. Empezó por llevar una pistola a la escuela cuando tenía once años. Mató por primera vez a los catorce.

– ¿No estás harto de todo, Brutus?

Brutus se encogió de hombros.

– No sabemos hacer otra cosa.

Era la verdad, una verdad de peso, fría, impasible.

Graznó el móvil de Tyrese. Lo cogió y dijo:

– Sí.

– Hola, Tyrese.

Tyrese no reconoció la extraña voz.

– ¿Quién es?

– Nos vimos ayer. En una furgoneta blanca.

Se le heló la sangre. «Bruce Lee -pensó Tyrese-. ¡Joder!»

– ¿Qué quieres?

– Tengo aquí a alguien que quiere decirte hola.

Hubo un breve silencio y después TJ dijo:

– ¿Papi?

Tyrese se arrancó las gafas de sol. El cuerpo se le puso rígido.

– ¿TJ? ¿Estás bien?

Pero Eric Wu ya volvía a estar al habla.

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