Harlan Coben - No Se Lo Digas A Nadie

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Durante trece años,Elizabeth y David Beck han acudido al lago Charmaine para dejar testimonio,en la corteza de un árbol, de un año más de felicidad. Ya no es así. Fue la trece su última cita.Una tragedia difícil de superar. Han pasado ocho años, pero el doctor David Beck no consigue sobreponerse al horror de semejante desgracia porque, aunque Elizabeth esté muerta y su asesino en el corredor de la muerte, aquella última cita puso fin a algo más que a una vida.

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– Seguro que te estás preguntando por el cadáver del depósito.

Me permití asentir con la cabeza.

– Esto fue muy sencillo. Disponemos siempre de cadáveres de mujeres que nadie reclama. Permanecen almacenados en el departamento de patología hasta que llega un día en que alguien se harta de verlos. Entonces los trasladamos a un cementerio de pobres de la isla de Roosevelt. Así es que no tuve más que esperar a que apareciera una nueva desconocida caucásica con rasgos similares a los de Elizabeth. Tardó más de lo que había supuesto. Una chica cosida a navajazos, probablemente por su chulo aunque, naturalmente, no podía asegurarse. Tampoco podíamos dejar abierto el asesinato de Elizabeth. Necesitábamos una cabeza de turco, Beck. Así quedaría cerrado el asunto. Escogimos a KillRoy. Era cosa sabida que KillRoy marcaba las caras de sus víctimas con la letra K. Así pues, marcamos el cadáver. El único problema que quedaba pendiente era el de la identificación. Barajamos la idea de quemarlo, pero esto habría significado pruebas dentarias y otras cosas por el estilo. O sea que corrimos el riesgo. El cabello cuadraba. El color de la piel y la edad eran más o menos los mismos. Trasladamos el cadáver a un pueblo con un modesto laboratorio forense. Nosotros mismos nos encargamos de hacer la llamada anónima a la policía. Nos aseguramos de llegar al despacho del forense a la misma hora que el cadáver. Lo único que quedaba era la comedia de las lágrimas en el momento de la identificación. Así se identifican la gran mayoría de víctimas de un asesinato. El encargado es un miembro de la familia. Así pues, la identifiqué yo y Ken corroboró la identificación. ¿Quién podía ponerla en duda? ¿Por qué iban a mentir el padre y el tío de la víctima?

– Corriste un riesgo muy grande -dije.

– ¿Qué alternativa nos quedaba?

– Seguramente había otras posibilidades.

Se acercó más. Le olí el aliento. Debajo de los ojos le colgaban los pliegues de las ojeras.

– Te lo repito, Beck, sitúate en aquel camino polvoriento delante de los dos cadáveres… ¡Coño, tú ahora estás aquí sentadito y ves las cosas en perspectiva! Anda, dímelo: ¿qué podíamos hacer?

Pero yo no tenía respuesta.

– Había otros problemas además -añadió Hoyt, recostándose ligeramente en el respaldo-. No podíamos estar totalmente seguros de que la gente de Scope se tragaría todo aquel montaje. Por suerte para nosotros, se había planeado que los dos granujas abandonasen el país después de cometido el asesinato. Encontramos en su ropa unos pasajes para Buenos Aires. Eran unos facinerosos de mucho cuidado. Todo ayudaba. La gente de Scope se lo tragó, pero nos tenían vigilados, no tanto porque pensasen que ella seguía viva sino porque les preocupaba que nos hubiera podido pasar material comprometedor.

– ¿Qué clase de material comprometedor?

Pasó la pregunta por alto.

– Tu casa, tu teléfono, probablemente tu consultorio. Seguro que durante todos estos años te han puesto escuchas y vigilancias por todas partes. Y en lo que a mí respecta, lo mismo.

Ahora se explicaba el porqué de tanta cautela en los mensajes que yo había recibido. Paseé los ojos por la habitación.

– Ayer inspeccioné toda la casa -dijo-. Está limpia.

Cuando calló uno momento, me arriesgué a hacerle una pregunta:

– ¿Por qué Elizabeth ha decidido volver de pronto?

– Porque es estúpida -dijo y percibí indignación por vez primera en su voz. Le di un tiempo para que se calmase. Se calmó y la repentina rubicundez de su rostro fue atenuándose paulatinamente-. Enterramos los dos cadáveres -dijo con voz tranquila.

– ¿Qué ha pasado con ellos?

– Elizabeth se enteraba de las noticias por Internet. Cuando supo que los habían descubierto, se figuró, al igual que yo, que los Scope sabrían la verdad.

– ¿Que ella seguía viva?

– Sí.

– Pero si se encontraba al otro lado del mar, difícilmente habrían podido encontrarla.

– Eso le dije yo. Pero ella me respondió que nada les detendría. Se lanzarían contra mí. O contra su madre. O contra ti. Pero… -y volvió a callar, bajó la cabeza-. No sé hasta qué punto es importante todo este asunto.

– ¿Qué quieres decir?

– A veces pienso que ella tenía ganas de que ocurriera. -Movió el vaso, hizo sonar el hielo-. Ella tenía ganas de volver a tu lado, David. Me parece que los cadáveres sólo fueron una excusa.

Esperé de nuevo. Entretanto bebió un poco más. Se levantó para atisbar de nuevo por la ventana.

– Ahora te toca a ti -me dijo.

– ¿Qué?

– Quiero que me respondas ahora -dijo-. Quiero que me digas cosas como, por ejemplo, cómo se puso en contacto contigo. Cómo huiste de la policía. Dónde crees que puede estar.

Titubeé, pero sólo un momento. ¿Qué alternativas tenía, en realidad?

– Elizabeth se puso en contacto conmigo mediante mensajes electrónicos anónimos. Utilizó un código que sólo yo podía entender.

– ¿Qué clase de código?

– Referencias a nuestro pasado en común.

Hoyt asintió con la cabeza.

– Sabía que podían vigilarla.

– Sí -dije moviéndome en el asiento-. ¿Qué sabes sobre el personal de Griffin Scope? -pregunté.

Pareció confuso.

– ¿El personal?

– ¿Hay un asiático muy musculoso que trabaja para él?

El poco color que tenía Hoyt en el rostro se le escapó como a través de una herida abierta. Me miró con expresión aterrada, tuve la impresión de que iba a persignarse.

– Eric Wu -dijo sin atreverse casi a levantar la voz.

– Sí, ayer me tropecé con el señor Wu.

– Imposible -dijo.

– ¿Por qué?

– No habrías salido vivo.

– Tuve suerte.

Le conté la historia. Parecía estar al borde de las lágrimas.

– Si Wu la hubiera encontrado a ella, si la hubiera encontrado a ella antes que a ti… -Cerró los ojos intentando apartar la imagen.

– Pero no la encontró -dije.

– ¿Cómo lo sabes?

– Wu quería saber qué hacía yo en el parque. Si se la hubiera encontrado antes, ¿para qué habría querido saberlo?

Asintió con la cabeza. Apuró el vaso y se sirvió más bebida.

– Pero ahora saben que está viva -dijo-. Y eso quiere decir que se lanzarán detrás de nosotros.

– Pues tendrán que pelear -dije con más valor del que sentía.

– No me has escuchado bien. A la bestia mítica le nacen otras cabezas.

– Pero al final el héroe siempre mata a la bestia.

Se echó a reír ante mis palabras. No era para menos, pensé. Yo no apartaba de él los ojos. El reloj del abuelo desgranó unas horas. Me quedé pensativo un momento.

– Tienes que contarme el resto -dije.

– No tiene importancia.

– ¿Guarda relación con el asesinato de Brandon Scope?

Negó con la cabeza, pero con escaso convencimiento.

– Sé que Elizabeth proporcionó una coartada a Helio González -insistí.

– Eso no tiene ninguna importancia, Beck. Confía en mí.

– Estuvo allí, lo hizo, lo jodieron -dije.

Tomó otro trago.

– Elizabeth tenía una caja de seguridad a nombre de Sarah Goodhart -dije-. Fue allí donde encontraron las fotos.

– Lo sé -dijo Hoyt-. Aquella noche todo fue muy precipitado. Yo no sabía que Elizabeth ya les había dado la llave. Les vaciamos los bolsillos, pero no miramos en los zapatos. En cualquier caso, no tenía gran importancia. Yo no creía que los encontrasen nunca.

– En aquella caja había más cosas aparte de las fotografías -continué.

Hoyt dejó con mucho cuidado el vaso sobre la mesa.

– Estaba también la vieja pistola de mi padre. Una treinta y ocho. ¿La recuerdas?

Hoyt miró hacia otro lado y de pronto se le dulcificó la voz.

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