Harlan Coben - No Se Lo Digas A Nadie

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Durante trece años,Elizabeth y David Beck han acudido al lago Charmaine para dejar testimonio,en la corteza de un árbol, de un año más de felicidad. Ya no es así. Fue la trece su última cita.Una tragedia difícil de superar. Han pasado ocho años, pero el doctor David Beck no consigue sobreponerse al horror de semejante desgracia porque, aunque Elizabeth esté muerta y su asesino en el corredor de la muerte, aquella última cita puso fin a algo más que a una vida.

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«No se lo digas a nadie…»

¿Habría cometido un error yendo allí?

Una vez más, no. Aquel mensaje había sido enviado antes de que ocurriera todo aquello, prácticamente en otra era. Me correspondía tomar una decisión. Debía empujar, hacer algo.

– ¿La has visto? -me preguntó.

– No.

– ¿Dónde está?

– No lo sé -dije.

Hoyt bajó la cabeza de pronto. Llevándose un dedo a los labios, me indicó que guardara silencio. Se levantó y se acercó sigilosamente a la ventana. Las persianas estaban subidas. Atisbó por uno de los lados.

Yo seguía de pie.

– Siéntate.

– Dispara ya, Hoyt.

Me miró.

– Ella está en apuros -dije.

– ¿Y crees que puedes ayudarla? -Soltó una risita burlona-. Aquella noche os salvé la vida a los dos. ¿Qué hiciste tú?

Sentí que algo se me contraía dentro del pecho.

– Me golpearon y quedé inconsciente -contesté.

– Exacto.

– ¿Tú… -me costaba articular las palabras- nos salvaste la vida?

– Siéntate.

– Si supieras dónde está…

– Entonces no estaríamos hablando -terminó.

Di otro paso hacia él. Y otro más. Me estaba apuntando con el arma. Pero no me detuve. Seguí adelante hasta sentir la presión del cañón contra el esternón.

– ¿Piensas decírmelo? -le dije-. ¿O piensas matarme?

– ¿Quieres hacer una apuesta?

Le miré directamente a los ojos y, quizá por vez primera en nuestra larga relación, le sostuve la mirada. Algo circuló entre los dos, aunque no sabría decir qué fue. ¿Fue su capitulación? Quizá, no lo sé muy bien. Pero yo me mantuve firme.

– ¿Tienes idea de lo mucho que echo de menos a tu hija?

– Siéntate, David.

– No hasta que…

– Te lo contaré -dijo bajando la voz-. Siéntate.

Seguí mirándole a los ojos al tiempo que retrocedía hacia el sofá. Me senté en el cojín. Y él dejó el arma sobre la mesita auxiliar.

– ¿Quieres beber algo?

– No.

– Mejor será que tomes algo.

– Ahora no.

Se encogió de hombros y se acercó a uno de esos mueble-bares de mal gusto que se abren hacia abajo, un artilugio viejo y medio desvencijado. Dentro, los vasos estaban desordenados y tintinearon al golpear unos contra otros. Pensé que aquélla no era la primera incursión del día en el armario de los licores. Se sirvió lentamente la bebida. Habría querido darle prisa, pero pensé que ya había precipitado bastante las cosas. Creí que lo necesitaba. El hombre estaba ordenando las ideas, clasificándolas, estudiando los ángulos. No esperaba otra cosa.

Cogió el vaso con ambas manos y se dejó caer en el asiento.

– Nunca me gustaste demasiado -empezó-. No se trataba de nada personal. Eres de buena familia. Tu padre era un hombre distinguido y, en cuanto a tu madre, bueno, creo que intentó estar a la altura, ¿no te parece? -Sostenía el vaso con una mano y con la otra se alisó los cabellos-. Pero yo siempre pensé que tu relación con mi hija era para ella… -se paró tratando de buscar las palabras adecuadas- un obstáculo para su realización personal. Ahora… ahora me doy cuenta de lo increíblemente afortunados que fuisteis los dos.

La habitación se había enfriado unos cuantos grados. Procuré no moverme, traté de aquietar la respiración, lo que fuera con tal de no molestarlo.

– Empezaré hablando de la noche en el lago -dijo-, la noche que la secuestraron.

– ¿Quién la secuestró?

Hundió la mirada en el vaso.

– No me interrumpas -dijo-. Limítate a escuchar.

Asentí, pero él no me miró. Seguía con los ojos perdidos en el fondo del vaso, literalmente como si buscara allí una respuesta.

– Ya sabes quién la secuestró -dijo- o deberías saberlo a estas alturas. Fueron los dos hombres que encontraron enterrados.

Su mirada, de pronto, hizo un barrido de la sala. Cogió el arma, se levantó y volvió a mirar por la ventana. Habría querido preguntarle qué esperaba ver, pero no quería alterar el ritmo de sus actos.

– Mi hermano y yo llegamos tarde al lago. Demasiado tarde. Queríamos pararles los pies a medio camino. Ya sabes, donde hay aquellas dos rocas.

Echó una ojeada a la ventana, después me miró de nuevo a mí. Sabía de qué rocas me hablaba. Estaban en el camino de tierra, a casi un kilómetro de distancia del lago Charmaine. Eran enormes las dos, redondeadas, de dimensiones casi exactas, perfectamente situadas a uno y otro lado del camino. Se contaban muchas leyendas sobre cómo habían llegado allí.

– Ken y yo nos escondimos detrás de ellas. Cuando se acercaron, les reventé un neumático de un tiro. Bajaron a ver qué pasaba. Cuando bajaron les disparé un tiro en la cabeza.

Tras mirar otra vez por la ventana, Hoyt volvió al sillón. Dejó el arma y volvió a fijar la mirada en la bebida. Frené la lengua y esperé.

– Griffin Scope había contratado a los dos hombres -dijo-. Se suponía que interrogarían a Elizabeth y que después la matarían. Ken y yo tuvimos noticia de la maniobra y fuimos al lago para pararles los pies -levantó la mano como queriendo silenciar una pregunta, pese a que yo no me había atrevido a abrir la boca-. Los cómos y los porqués no tienen ninguna importancia. Griffin Scope quería ver a Elizabeth muerta. No tienes por qué saber más. Y no se detendría por el simple hecho de que hubieran matado a un par de sus muchachos. Los tenía en cantidad. Es como una de esas bestias míticas que, si les cortas la cabeza, les crecen otras dos -me miró-. Son fuerzas contra las que no puedes luchar, Beck.

Tomó un largo trago. Yo estaba inmóvil.

– Quiero que te traslades a aquella noche y te pongas en nuestro lugar -continuó al tiempo que se acercaba un poco más a mí como tratando de involucrarme-. Dos hombres yacen muertos en aquella carretera polvorienta. Enviados por uno de los hombres más poderosos del mundo para matarte. Un hombre que no tiene ningún escrúpulo en cargarse a un inocente con tal de poder eliminarte. ¿Qué puedes hacer? Supón que hubiéramos decidido acudir a la policía. ¿Qué habríamos contado? Un hombre como Scope no deja rastro tras de sí y, aunque hubiera dejado alguno, tiene a más policías y jueces en el bolsillo que cabellos tengo yo en la cabeza. Nos habrían matado. Te lo estoy preguntando, Beck. Estás allí, hay dos hombres muertos en el suelo, sabes que la cosa no terminará ahí. ¿Qué haces?

Me tomé la pregunta como pura retórica.

– O sea que se lo expuse todo a Elizabeth igual que te lo expongo a ti ahora. Le dije que Scope nos quitaría de en medio con tal de llegar hasta ella. Si ella desaparecía, si por ejemplo se escondía, entonces él nos torturaría a nosotros hasta que se la entregásemos. O se lanzaría contra mi mujer. O contra tu hermana. Haría lo que fuera con tal de asegurarse de que se había localizado a Elizabeth y de que la habían matado. -Se me acercó un poco más-. ¿Te das cuenta ahora? ¿Ves que sólo hay una respuesta?

Asentí porque de pronto todo me pareció transparente.

– Claro, tenías que conseguir que pensaran que Elizabeth estaba muerta.

Sonrió, pero a mi alrededor aparecieron nuevas lagunas.

– Yo tenía un dinerillo ahorrado. Y mi hermano tenía más. También teníamos contactos. Elizabeth se escondió. La sacamos del país. Se cortó el pelo, aprendió a disfrazarse, aunque en esto probablemente nos excedimos. En realidad, no la buscaba nadie. En esos últimos ocho años ha rondado de aquí para allá a través de países del tercer mundo, trabajando para la Cruz Roja, para UNICEF o para cualquier organización con la que pudiera enrolarse.

Seguí a la espera. Quedaban todavía muchas cosas que no me había aclarado, pero no me moví del sitio. Dejé que las consecuencias de aquello fueran penetrándome y me llegasen al fondo. Elizabeth. Estaba viva. Había estado viva aquellos ocho años. Respiraba, vivía, trabajaba… Eran demasiadas cosas, uno de aquellos incomprensibles problemas matemáticos que obligan al ordenador a callar.

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