Harlan Coben - No Se Lo Digas A Nadie

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Durante trece años,Elizabeth y David Beck han acudido al lago Charmaine para dejar testimonio,en la corteza de un árbol, de un año más de felicidad. Ya no es así. Fue la trece su última cita.Una tragedia difícil de superar. Han pasado ocho años, pero el doctor David Beck no consigue sobreponerse al horror de semejante desgracia porque, aunque Elizabeth esté muerta y su asesino en el corredor de la muerte, aquella última cita puso fin a algo más que a una vida.

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– ¿De qué?

No respondió enseguida. Se oía a Linda trajinando en la cocina, ruido de vasos y platos, la puerta de la nevera al abrirse como una ventosa al desprenderse.

– La advertencia que te hice -continuó Shauna por fin-, era tanto para ti como para mí.

– No te entiendo.

– He visto algo -su voz se apagó, inspiró profundamente y volvió a hablar-. He visto algo que mi mente racional no acierta a explicar. Es como lo que te he contado sobre Omay. Sé que tiene que haber una explicación, pero no la encuentro. -Comenzó a mover las manos, sus dedos jugaban con los botones, retiraban motas imaginarias del vestido, hasta que dijo-: Estoy empezando a creer en tus palabras, Beck. Creo que quizá Elizabeth esté aún viva.

Sentí que el corazón me subía a la garganta.

Se levantó bruscamente.

– Voy a prepararme un mimosa. ¿Te apuntas?

Le dije que no con el gesto.

Pareció sorprendida.

– ¿Seguro que no quieres…?

– Dime qué viste, Shauna.

– El informe de su autopsia.

Me sentí desfallecer. Tardé un momento en encontrar la voz para contestar.

– ¿Cómo ha sido?

– ¿Conoces a Nick Carlson, del FBI?

– El que me interrogó -contesté.

– Cree que eres inocente.

– Pues a mí no me pareció que lo creyera.

– Ahora lo cree. Cuando vio que había tantas pruebas que te señalaban, le pareció que estaba todo demasiado claro.

– ¿Te lo dijo?

– Sí.

– ¿Y tú le creíste?

– Te parecerá una ingenuidad pero sí, le creí.

Me fiaba del criterio de Shauna. Si ella decía que Carlson estaba a la altura es que era un perfecto embustero o que el hombre se había dado cuenta del montaje.

– Sigo sin entender -dije-. ¿Qué tiene qué ver esto con la autopsia?

– Carlson vino a verme. Quería saber qué te llevabas entre manos. Yo no le dije nada, pero él vigilaba tus movimientos. Estaba enterado de que habías querido examinar el informe de la autopsia de Elizabeth y quería saber por qué. O sea que fue al despacho del forense y consiguió el informe. Y me lo trajo. Quería ver si yo podía orientarlo un poco.

– ¿Te lo enseñó?

Shauna asintió.

Tenía la garganta seca.

– ¿Viste las fotos de la autopsia?

– No estaban, Beck.

– ¿Qué?

– Carlson cree que las han robado.

– ¿Quién?

Shauna se encogió de hombros.

– La única persona que firmó el expediente fue el padre de Elizabeth.

Hoyt. El círculo volvía a cerrarse a su alrededor. La miré.

– ¿Leíste el informe?

Esta vez el gesto de asentimiento fue más indeciso.

– ¿Y qué?

– Decía que Elizabeth tenía un problema de drogas, Beck. No que hubiera rastro de drogas en su organismo. El hombre me dijo que los informes demostraban que era adicta desde hacía tiempo.

– Imposible -dije.

– Puede que sí, y puede que no. Esto, por sí solo, no me habría convencido. Los adictos suelen ocultarlo. No es probable, pero tampoco lo es que esté viva. A lo mejor las pruebas eran erróneas o no eran concluyentes. Puede ser. Hay explicaciones, ¿verdad? Puede haber explicaciones.

Me pasé la lengua por los labios.

– Entonces, ¿qué era lo que no cuadraba? -pregunté.

– El peso y la talla -dijo Shauna-. Allí decía que Elizabeth medía un metro sesenta y seis de altura y que no llegaba a los cuarenta y cinco kilos.

Aquellas palabras fueron un puñetazo en el estómago. Mi mujer medía un metro sesenta y dos y pesaba cincuenta y dos kilos.

– Nada que ver -dije.

– Nada.

– Elizabeth está viva, Shauna.

– Tal vez -admitió al tiempo que desviaba la mirada hacia la cocina-. Pero es que hay algo más.

Shauna se volvió y llamó a Linda por su nombre. Linda apareció en la puerta, pero no entró. De pronto, con su delantalito, me pareció muy pequeña. Se restregó las manos y se las secó en el delantal. Observé, extrañado, a mi hermana.

– ¿Qué pasa? -dije.

Entonces Linda rompió a hablar. Sobre las fotografías, sobre cómo Elizabeth había acudido a ella para pedirle que las sacase, sobre lo contenta que estuvo de poder mantener en secreto el asunto de Brandon Scope. Ni quiso edulcorar la cosa ni dar explicaciones, pero quizá, para decirlo una vez más, no tenía por qué darlas. Estaba allí de pie, contándolo todo y esperando el revés inevitable. Yo la escuché con la cabeza baja. No soportaba mirarla, pero la perdonaba. Todos tenemos nuestros puntos débiles. Todos.

Me entraron ganas de abrazarla y decirle que la comprendía, pero no lo hice. En cuanto terminó, me limité a asentir con un gesto y dije:

– Gracias por contármelo.

Con mis palabras pretendía despedirla y Linda lo entendió. Shauna y yo permanecimos sentados en el sofá y estuvimos casi un minuto en silencio.

– ¿Beck?

– El padre de Elizabeth me mintió -dije.

Shauna asintió.

– Tengo que hablar con él.

– La otra vez no te dijo nada.

Pensé que tenía razón.

– ¿Crees que será diferente esta vez?

Casi sin darme cuenta, palpé la Glock que llevaba en el cinto.

– Quizá -dije.

Carlson me saludó en el pasillo.

– ¿Doctor Beck? -preguntó.

En aquel mismo momento, en el otro extremo de la ciudad, se estaba celebrando una conferencia de prensa en la oficina del fiscal del distrito. Como era lógico, los periodistas se mostraban escépticos ante las enrevesadas explicaciones de Fein en relación con mi persona, había muchas enmiendas a lo dicho anteriormente y mucho señalar con el dedo y todo ese tipo de cosas. Con esto no se conseguía otra cosa que embarullar la cuestión. La confusión es útil. La confusión lleva a hacer lenta y pesada la reconstrucción, la clarificación, la exposición y muchos otros «ción». La prensa y su público prefieren descripciones más sencillas de los hechos.

Seguramente habría sido peor para el señor Fein de no haber resultado que la oficina del fiscal del distrito aprovechó aquella conferencia de prensa para desatar invectivas contra varios altos cargos del consistorio al tiempo que aludía que «los tentáculos de la corrupción», la frase era suya, podían incluso llegar a la oficina del gran hombre. Los medios de comunicación, entidad dotada de un radio de atención colectiva parecido al de un niño de dos años atiborrado de Twinkies, pasaron de inmediato a concentrarse en aquel nuevo y vistoso juguete, y lanzaron el viejo debajo de la cama de una patada.

Carlson se acercó.

– Me gustaría hacerle unas preguntas.

– Ahora no -contesté.

– Su padre tenía una pistola -dijo.

– ¿Cómo? -Sus palabras me dejaron clavado en el suelo.

– Stephen Beck, su padre, compró una Smith and Wesson del treinta y ocho. Según el registro, la compró unos meses antes de morir.

– ¿A qué viene esto?

– Supongo que usted heredaría el arma. ¿Me equivoco?

– No tengo por qué decírselo -pulsé el botón del ascensor.

– Tenemos el arma -insistió.

Me volví, sorprendido.

– Estaba en la caja de seguridad de Sarah Goodhart. Junto con las fotos.

Aquellas palabras me parecían increíbles.

– ¿Por qué no me lo dijo antes?

Carlson me dirigió una sonrisa taimada.

– Sí claro, entonces yo era el malo -dije y, con intención de alejarme, añadí-: No veo qué importancia puede tener.

– Seguro que la ve.

Volví a pulsar el botón de llamada del ascensor.

– Usted fue a ver a Peter Flannery -continuó Carlson-. Se interesó por el asesinato de Brandon Scope. Me gustaría saber por qué.

Volví a apretar el botón de llamada y mantuve el dedo en él.

– ¿Ha hecho algo con el ascensor?

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