Empecé a sentir un cosquilleo en mi interior.
Al llegar al apartamento, Linda y Shauna intercambiaron una mirada y Linda me soltó.
– Shauna quiere hablar a solas contigo -dijo-. Estaré en la cocina. ¿Quieres un bocadillo?
– Gracias -dije.
Linda me besó y me dio un último pescozón, como si quisiera asegurarse de que todavía seguía allí, de que no me había esfumado. Después salió apresuradamente de la habitación. Miré a Shauna. Seguía manteniéndose distante. Levanté las manos en un gesto inquisitivo.
– ¿Por qué te escapaste? -me preguntó.
– Había recibido otro mensaje electrónico -dije.
– ¿En la misma cuenta Bigfoot?
– Sí.
– ¿Por qué llegó tan tarde?
– Se servía de un código -respondí-. Me costó un poco descubrirlo.
– ¿Qué clase de código?
Le conté lo de doña Murciélago y lo de los Caniches Sexuales de la Adolescencia.
Cuando terminé, dijo:
– ¿Por eso te serviste del ordenador de Kinko? ¿Lo descifraste mientras paseabas a Chloe ?
– Sí.
– ¿Qué decía exactamente el mensaje?
No tenía ni idea de los motivos que impulsaban a Shauna a hacerme todas aquellas preguntas. Aparte de lo dicho sobre ella, debo añadir que no era una persona detallista, creía que los detalles no servían para otra cosa que para enturbiar y confundir la imagen.
– Quería que nos encontrásemos en Washington Square Park a las cinco de la tarde de ayer -dije-. Me advirtió que me seguirían. Y también me dijo que, pasase lo que pasase, me quería.
– ¿Y por esto huiste corriendo? -preguntó-. ¿Para llegar puntualmente a la cita?
Asentí.
– Hester me dijo que no fijarían la fianza como mínimo hasta media noche o más.
– ¿Llegaste a tiempo al parque?
– Sí.
Shauna avanzó un paso hacia mí.
– ¿Y qué?
– Pues que no apareció.
– Pese a lo cual sigues convencido de que fue Elizabeth quien te envió el mensaje, ¿verdad?
– No tengo otra explicación -dije.
Sonrió al oír mis palabras.
– ¿Qué pasa? -pregunté.
– ¿Te acuerdas de mi amiga Wendy Petino?
– Sí, una modelo compañera tuya -contesté-, más rara que un perro verde.
Shauna sonrió ante la comparación.
– Una vez me llevó a cenar con su… -dibujó con los dedos unas comillas en el aire- gurú espiritual. Me dijo que el hombre leía los pensamientos y adivinaba el futuro y todas esas cosas y que la ayudaba a comunicarse con su madre, que se había suicidado cuando ella tenía seis años.
La dejé seguir sin interrumpir con la frase que habría sido lógica en ese caso: «¿Se puede saber qué tiene esto que ver conmigo?». Pero me di cuenta de que Shauna estaba haciendo tiempo y de que acabaría por ir al grano.
– O sea que terminamos de cenar. El camarero nos sirvió el café. Y el gurú de Wendy, creo que se llamaba algo así como Omay, me miró con los ojos brillantes e inquisitivos que tiene esa clase de gente, ya sabes, y empezó a decirme que presentía… utilizó esa misma palabra… presentía que yo era escéptica y que le abriese mi corazón. Tú ya me conoces. Le dije que todo aquello no eran más que paparruchas y que estaba hasta las narices de que sacara los cuartos a mi amiga. Omay no se enfadó lo más mínimo, lo que acabó de sacarme de quicio. Lo que hizo fue darme una tarjeta y decirme que escribiera en ella cualquier cosa, lo que quisiera, algo que tuviera algún significado para mí, una fecha, las iniciales de mi pareja, lo que se me antojase. Miré la tarjeta. Me pareció una tarjeta blanca normal, pese a lo cual le pregunté si en lugar de aquélla podía utilizar una mía. Me dijo que no había ningún inconveniente. Saqué una tarjeta comercial y la puse sobre la mesa. Entonces me dio una pluma, pero decidí también que usaría la mía, por si tenía alguna trampa o alguna cosa rara. Pero tampoco le pareció mal. Escribí tu nombre. Simplemente, Beck. Cogió la tarjeta. Yo le vigilaba la mano por si hacía algún cambio o alguna triquiñuela, pero se limitó a pasar la tarjeta a Wendy. Le dijo que la sostuviera. Y él entretanto me cogió la mano, cerró los ojos y comenzó a agitarse como si acabara de darle un ataque. Te juro que sentí correr algo dentro de mí. Y de pronto Omay abrió los ojos y dijo: «¿Quién es Beck?».
Shauna se sentó en el sofá y yo a su lado.
– Sé que hay gente muy rápida de manos y todas esas cosas, pero es que yo estaba delante, lo vigilaba de cerca. Casi me lo creí. Omay tenía habilidades especiales. Como dices tú, no había otra explicación. Y entretanto, Wendy allí sentada con su sonrisa de satisfacción pintada en la cara. En fin, algo que no me cabía en la cabeza.
– Habría averiguado cosas tuyas -dije-. Estaría enterado de nuestra amistad.
– No quiero desmentir tus palabras, pero ¿por qué no adivinó que yo había escrito el nombre de mi hijo o el de Linda? ¿Cómo supo que había puesto el tuyo?
Era un punto a su favor.
– ¿O sea que ahora crees?
– Casi, Beck. Ya te he dicho que casi. Omay tenía razón al decir que soy escéptica. Aunque todo apuntaba a que era vidente, yo sabía que no lo era. Porque no hay videntes… de la misma manera que tampoco hay fantasmas.
Se calló. No era lo que se dice sutil mi querida Shauna.
– O sea que decidí hacer averiguaciones -continuó-. Lo bueno que tiene ser modelo famosa es que vas a ver a alguien y te recibe. O sea que fui a ver a un ilusionista que había visto en Broadway dos años atrás. Cuando se lo conté, se echó a reír. Le pregunté qué tenía de cómico lo que le acababa de decir. Me preguntó si el gurú aquel me había hecho el numerito después de cenar. La pregunta me sorprendió. ¿Qué diablos tenía que ver con lo que yo quería saber? Le dije que sí, que cómo lo sabía. Me preguntó entonces si tomamos café. Volví a decirle que sí. Y que si él había tomado el café solo. También le dije que sí -Shauna sonrió-. ¿Sabes cómo lo hizo, Beck?
Negué con la cabeza.
– Ni idea.
– Al dar la tarjeta a Wendy, la pasó por encima de su taza de café. Era café puro, Beck. La superficie es como un espejo. Por eso pudo leer lo que yo había escrito. Un truco de salón de lo más idiota. No puede ser más sencillo, ¿te das cuenta? Pasas la tarjeta por encima de la taza de café y es como si la pasaras por encima de un espejo. Y pensar que yo estuve a punto de morder el anzuelo… ¿Comprendes lo que te quiero decir?
– Naturalmente -dije-. Te figuras que soy tan crédulo como la tontorrona de Wendy.
– Sí y no. Mira, Beck, una parte del engaño de Omay era que jugaba con el deseo. Wendy cayó en la trampa porque deseaba creer en todas esas patochadas.
– Y yo quiero creer que Elizabeth está viva, ¿no es eso?
– Más de lo que un hombre muerto de sed desearía encontrar un oasis en el desierto -dijo-. Pero no es eso, en realidad, lo que quería decirte.
– ¿Qué es, entonces?
– El hecho de que tú no veas la explicación no quiere decir que la explicación no exista. Lo único que quiere decir es que tú no la ves.
Me recosté hacia atrás y crucé las piernas. La miré fijamente y ella desvió la mirada, algo que no hacía nunca.
– ¿Qué pasa, Shauna?
Pero no me miró.
– No entiendo una palabra -dije.
– Me figuraba que estaba muy claro…
– Sabes a qué me refiero. Tú no eres así. Me dijiste por teléfono que querías hablar conmigo. A solas. ¿Para qué? ¿Era para decirme que mi esposa muerta sigue muerta? -Negué con la cabeza-. No me lo trago.
Shauna no reaccionó.
– Dime qué pasa -dije.
Se volvió.
– Tengo miedo -contestó con una voz que me erizó el vello de la nuca.
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