Harlan Coben - No Se Lo Digas A Nadie

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Durante trece años,Elizabeth y David Beck han acudido al lago Charmaine para dejar testimonio,en la corteza de un árbol, de un año más de felicidad. Ya no es así. Fue la trece su última cita.Una tragedia difícil de superar. Han pasado ocho años, pero el doctor David Beck no consigue sobreponerse al horror de semejante desgracia porque, aunque Elizabeth esté muerta y su asesino en el corredor de la muerte, aquella última cita puso fin a algo más que a una vida.

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– ¿Qué? ¿Pensando en retrasar un poco la hora de la muerte? -preguntó Hester-. No se corte, pero escuche una cosa. Anoche había puentes en construcción. Está cubierto.

Fein estaba que trinaba y masculló por lo bajo una palabra que rima con Calcuta.

– Y ahora una cosa, Lance -añadió Hester Crimstein con sorna-, creo que tendría que darme las gracias.

– ¿Qué?

– Piense solamente que yo habría podido machacarle. Usted allí en medio, rodeado de cámaras, el magnífico manto de los medios de comunicación, a punto de anunciar al mundo la sonada detención del peligroso asesino. Con su mejor corbata, soltaría su discursito sobre la necesidad de mantener limpias las calles, hablaría del enorme esfuerzo desplegado por el equipo para capturar a la bestia aunque de hecho todo el mérito fuera de usted, destellarían flashes , usted sonreiría al llamar a los periodistas por su nombre y para sus adentros iría pensando en la gran mesa de roble que sería suya el día que viviese en la mansión del gobernador… cuando de pronto, ¡pataplás!, yo lanzaría la bomba al revelar a los medios esta coartada, una coartada sin ninguna fisura. Imagine la situación, Lance. Reflexione, hombre, ¿está usted en deuda conmigo, sí o no?

Fein le lanzó unas cuantas flechas envenenadas con la mirada.

– Pero atacó a un agente de policía.

– No, Lance, no fue un ataque. Piense un poco, amigo. Vamos a los hechos: usted, Lance Fein, ayudante del fiscal del distrito, sacó una conclusión equivocada. Echó toda la caballería encima de un inocente… y no sólo un inocente, sino un médico que prefiere trabajar para los pobres a cambio de una paga mísera que enriquecerse trabajando en el lucrativo sector privado. -Hester se sentó de nuevo con una sonrisa en los labios-. Ésta es buena, déjeme que se lo diga. O sea que, además de lanzar a docenas de polis que cuestan un pastón a la comunidad, para perseguir a un inocente, todos ellos con el arma en la mano, un agente joven, un hombre como una mula y con ganas de comerse el mundo, lo acorrala en un callejón y empieza a aporrearlo. La escena no tiene ningún espectador o sea que el muchacho decide que él se encargará de pasar cuentas a ese hombre asustado. El pobre doctor Beck, sintiéndose perseguido, el pobre viudo, ya que debo añadir que lo es, no hizo otra cosa que defenderse.

– Esto no va a colar.

– Seguro que cuela, Lance. No quisiera parecer inmodesta, pero ¿quién carbura mejor, usted o yo? Y espere, porque todavía no sabe de mi elocuencia cuando me pongo a filosofar y a hacer comparaciones entre este caso y el de Richard Jewell o me explayo hablando del celo excesivo de la oficina del fiscal de distrito, cuyo personal estaba tan ávido de colgar el muerto al doctor David Beck, héroe de los parias, que llegó incluso a colocar falsas pruebas en casa de la víctima.

– ¿Colocar? -Fein estaba al borde de la apoplejía-. ¿Está loca?

– Vamos, Lance, que todos sabemos que no fue el doctor Beck… Tenemos una coartada indiscutible y el testimonio de cuatro personas. Y antes de que esto termine, conseguiremos más. Son testimonios independientes, libres de prejuicios, que demuestran que no fue él. Entonces, ¿cómo fueron a parar allí aquellas pruebas? Fue usted, señor Fein, usted y su caballería. Cuando acabe con usted, Mark Fuhrman parecerá el Mahatma Gandhi.

Las manos de Fein se cerraron en puños. Hizo unas cuantas inspiraciones y se recostó en su asiento.

– Sí, claro -comenzó lentamente-, eso suponiendo que la coartada se pueda comprobar…

– Se comprobará, no lo dude.

– Pues suponiendo que se pueda comprobar, ¿qué quiere?

– Me parece una buena pregunta. Usted está metido en un atolladero, Lance. Si lo detiene, hace el papel de idiota. Si retira la orden de detención, también hace el papel de idiota. Me parece que no le veo salida. -Hester Crimstein se puso de pie y comenzó a pasearse de un lado a otro de la habitación como quien busca una solución-. He estudiado el asunto, he estado reflexionando y me parece que he encontrado una manera de minimizar los daños. ¿Le importa si se lo cuento?

Fein le dirigió otra mirada feroz.

– Escucho.

– En este asunto usted ha hecho una sola cosa acertada. Sólo una, aunque quizá baste. Por lo menos no se ha ido de la lengua con los periodistas, porque supongo que ahora tendría una buena papeleta entre manos si tuviera que explicarles cómo escapó ese médico a la emboscada policial. Esto es bueno. Ahora se puede atribuir todo lo dicho a filtraciones anónimas. O sea que ahora lo que tiene que hacer usted es lo siguiente. Convoca una conferencia de prensa, les anuncia que todas las filtraciones son falsas y que buscan al doctor Beck porque es el testigo material del caso, nada más que por eso. Usted no sospecha ni de lejos que él haya podido cometer el crimen (de hecho, está seguro de que no lo ha cometido), pero sabe que fue una de las últimas personas que vio a la víctima con vida y por eso quiere hablar con él.

– No va a colar.

– Sí, colará. Tal vez no al cien por cien, pero yo estaré al quite. La llave la tengo yo, Lance. Yo le debo una, Lance, porque mi chico se escapó. Y por eso yo, la enemiga de la oficina del fiscal de distrito, le sacará las castañas del fuego. Contaré a los medios que usted cooperó con nosotros, que quiso asegurarse de que no se atropellaban los derechos de mi cliente, que el doctor Beck y yo apoyamos incondicionalmente sus investigaciones y que nuestra intención es colaborar con usted.

Fein se quedó callado.

– Lo dicho, Fein, o trabajo para usted o trabajo contra usted.

– ¿A cambio de qué?

– De que usted retire todas esas estúpidas acusaciones sobre que ha habido agresión y resistencia.

– Ni hablar.

Hester le indicó la puerta con un gesto.

– Pues ya le veré en las páginas de humor.

Fein dejó caer ligeramente los hombros. Cuando habló, lo hizo en voz baja.

– Si accedemos -dijo-, ¿su hombre colaborará con nosotros? ¿Contestará todas mis preguntas?

– Por favor, Lance, no haga como que está dispuesto a negociar en las condiciones que sea. Ya le he dicho cuál es el trato. O lo acepta o… usted verá lo que pasa con la prensa. Usted tiene la palabra. El reloj está en marcha -y al decir estas palabras movió el índice hacia delante y hacia atrás al tiempo que iba repitiendo tictac, tictac.

Fein miró a Dimonte. Dimonte masticó un poco más el palillo. Krinsky dejó el teléfono e hizo un ademán a Fein. Fein, a su vez, hizo un ademán a Hester.

– ¿Cómo enfocamos la cosa?

38

Cuando me desperté y levanté la cabeza a punto estuve de lanzar un alarido. Tenía todos los músculos del cuerpo agarrotados y doloridos, me dolían incluso partes del cuerpo que ni siquiera sabía dónde estaban. Intenté sacar las piernas de la cama y balancearlas. Pero fue una mala idea. Una idea muy mala. Lentitud, ésa era la palabra que regiría para mí aquella mañana.

Lo que más me dolía eran las piernas, lo que me recordaba que a pesar de la cuasimaratón del día anterior, mi estado es lamentable. Intenté darme la vuelta. Sentía los delicadísimos puntos que habían sido objeto de los ataques del asiático como suturas abiertas. Todo mi cuerpo reclamaba a gritos un par de Percodans, pero sabía que me habrían convertido en yonqui, último estado en el que habría querido estar entonces.

Miré el reloj. Eran las seis. La hora de llamar a Hester. Respondió a la primera llamada.

– Ha funcionado -dijo-. Eres libre.

Sólo me sentí aliviado a medias.

– ¿Qué piensas hacer? -me preguntó.

Menuda pregunta.

– No lo sé muy bien.

– Espera un segundo. -Se oía otra voz de fondo-. Shauna quiere hablar contigo.

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