– Sé de muchos polis que se ocupan de perseguir el vicio y que, sin embargo, frecuentan la compañía de prostitutas.
– No, Elizabeth no era de ésas. No era una santa, pero de ahí a tomar drogas… Ni hablar.
Volvió a agitar el sobre de papel manila.
– El informe de toxicología declara que había cocaína y heroína en su organismo.
– Entonces eso quiere decir que Kellerton la obligó.
– No -dijo Carlson.
– ¿Por qué está tan seguro?
– Se hacen otras pruebas, Shauna. Le analizaron el tejido, el cabello. Y los análisis demuestran que existía un uso y que se remontaba por lo menos a varios meses.
Shauna sintió que le flaqueaban las piernas. Se apoyó en la pared.
– Mire, Carlson, déjese de tretas conmigo. ¿Me deja que vea el informe?
Carlson pareció considerarlo.
– ¿Qué me dice de esto? -dijo-. Voy a dejar que vea todas y cada una de las hojas que hay aquí dentro. Todos los informes. ¿Qué me dice?
– ¿Qué quiere decir, Carlson?
– Buenas noches, Shauna.
– Oiga, oiga, un momentito por favor.
Se pasó la lengua por los labios. Pensó en los extraños mensajes electrónicos. Pensó en Beck huyendo de los polis. Pensó en el asesinato de Rebecca Schayes y en aquel informe de toxicología que no podía ser verdad. Y de pronto, aquel convencimiento que tenía de que existía una manipulación digital de la imagen ya no le pareció tan convincente.
– Una fotografía -dijo-. Déjeme ver una fotografía de la víctima.
Carlson sonrió.
– Una cosa muy curiosa.
– ¿Qué?
– Que aquí no hay ninguna.
– Pero yo me figuraba…
– Yo tampoco lo entiendo -la interrumpió Carlson-. He visto al doctor Harper, que fue el médico forense en este caso. Quiero ver si puede encontrar quién más firmó el informe. Está comprobándolo en estos momentos.
– ¿Quiere decir que alguien robó las fotografías?
Carlson se encogió de hombros.
– Venga, Shauna. Dígame qué sabe.
Estuvo a punto de decírselo. A punto de contarle todo lo de los mensajes electrónicos y el vínculo de la imagen de una calle. Pero Beck había sido tajante. Aquel hombre, pese a su talante amable, podía ser el enemigo.
– ¿Puedo ver el resto del informe?
El hombre se acercó lentamente a Shauna. «Al cuerno las vacilaciones», pensó Shauna. Dio un paso adelante y cogió el sobre. Lo abrió y echó una ojeada a la primera hoja. A medida que sus ojos recorrían la página, tuvo la sensación de que en el estómago se le endurecía una masa de hielo. Tras informarse del peso y talla del cadáver, ahogó un grito.
– ¿Qué le pasa? -le preguntó Carlson.
No respondió.
Sonó un móvil. Carlson lo buscó en el bolsillo del pantalón.
– Carlson.
– Soy Tim Harper.
– ¿Ha encontrado los papeles?
– Sí.
– ¿Sabe si alguien más firmó la autopsia de Elizabeth Beck?
– Hace tres años -dijo Harper-. Inmediatamente después de poner el cadáver en el frigorífico. Una persona puso su firma.
– ¿Quién?
– El padre de la difunta. También es policía. Se llama Hoyt Parker.
Larry Gandle estaba sentado delante de Griffin Scope. Se encontraban en el porche del jardín situado en la parte trasera de la mansión de Scope. La noche había caído sobre el cuadro y envolvía el cuidado escenario. Los grillos canturreaban una melodía casi hermosa, como si los que viven en la opulencia fuesen capaces de manipular incluso cosas como aquéllas. Se escuchaba la tintineante música de un piano instalado al otro lado de las vidrieras. Las luces del interior de la casa derramaban una luz tenue que proyectaba sombras de color rojo oscuro y amarillo.
Los dos hombres llevaban pantalones de color caqui. Larry lucía un polo azul. Griffin, una camisa de seda con botoncitos en las puntas del cuello confeccionada por su sastre de Hong Kong. Larry esperaba, la mano enfriada por la cerveza que sostenía. Contemplaba al viejo, que estaba sentado, y cuya silueta era exactamente la grabada en los peniques de cobre, la mirada perdida en el extenso terreno de su propiedad, la nariz ligeramente levantada y las piernas cruzadas. La mano derecha se apoyaba en el brazo del sillón y en la copa de coñac que sostenía se arremolinaba un licor ambarino.
– ¿No tienes idea de dónde puede estar? -preguntó Griffin.
– Ni la más mínima.
– ¿Y los dos negros que lo rescataron?
– No sé qué papel tienen en todo esto, pero Wu se ocupa del particular.
Griffin bebió un sorbo de la copa. El tiempo avanzaba lentamente, cálido y pegajoso.
– ¿Crees de veras que ella sigue viva?
Larry estaba a punto de lanzarse a una larga disquisición en torno a las pruebas en pro y en contra y a sopesar opciones y posibilidades. Pero abrió la boca y se limitó a decir:
– Sí.
Griffin cerró los ojos.
– ¿Recuerdas el día del nacimiento de tu primer hijo?
– Sí.
– ¿Asististe al nacimiento?
– Sí.
– En mi tiempo no se estilaba -dijo Griffin-. Los padres nos quedábamos en la sala de espera paseando de aquí para allá y hojeando números atrasados de revistas. Recuerdo que se me acercó la enfermera, me llevó a través del vestíbulo, doblé una esquina y de repente vi a Allison con Brandon en los brazos. Fue una sensación rarísima, Larry. Sentí que algo me iba subiendo por dentro y hasta llegué a pensar que podía estallar. La sensación era casi demasiado intensa, demasiado abrumadora. Imposible eludirla pero imposible también soportarla. Creo que todos los padres experimentan una sensación similar.
Se calló. Larry miró hacia otro lado. Por las mejillas del viejo resbalaban unas lágrimas que brillaban a la escasa luz reinante. Larry permaneció inmóvil.
– Tal vez los sentimientos más destacados de aquel día fueran la alegría y el temor… temor en el sentido de que era responsable de aquella personita a partir de aquel momento. Pero había algo más. Algo que me sería imposible definir. Por lo menos, lo habría sido entonces. No supe qué era hasta el primer día que Brandon fue a la escuela.
El viejo tenía un nudo en la garganta. Tosió un poco y Larry vio más lágrimas en sus ojos. Fue como si la música hubiera bajado de volumen. Hasta los grillos se habían parado a escuchar.
– Esperamos el autobús escolar. Yo le tenía cogida la mano. Brandon tenía cinco años. Levantó los ojos y me miró de aquella manera que miran los niños a esa edad. Llevaba unos pantalones de color marrón ya manchados de hierba en la rodilla. Recuerdo que el autobús amarillo se arrimó a nosotros y que la puerta chirrió al abrirse. Entonces Brandon se me soltó de la mano y subió al autobús. Me entraron ganas de cogerlo y llevármelo a casa, pero quedé petrificado en el sitio. Subió al autobús y volví a oír el chirrido de la puerta al cerrarse. Brandon se sentó junto a una ventana. Le veía la cara. Agitó la mano. Yo la agité a mi vez y, mientras el autobús se alejaba, dije para mí: «Ahí va todo mi mundo». Aquel autocar amarillo, con sus endebles flancos metálicos y un conductor que yo no tenía idea de quién podía ser, se llevaba lo que era todo para mí. Y en aquel momento comprendí lo que había sentido el día de su nacimiento. Terror. No simplemente temor, sino un terror frío e implacable. Se puede sentir miedo a la enfermedad o a la vejez o a la muerte, pero ese miedo no es nada comparado con el terror que sentí entonces, una piedra en el vientre, en el momento en que vi alejarse el autobús. ¿Entiendes lo que te digo?
Larry asintió con un ademán.
– Sí, creo que lo entiendo -dijo.
– En aquel momento supe que, por mucho que yo vigilara, podía ocurrirle algo malo. Y que yo no siempre estaría a su lado para recibir el golpe. No podía apartar aquella idea de mis pensamientos. Supongo que todos hacemos lo mismo. Pero cuando ocurrió… -se calló y miró a Larry Gandle-. Sigo intentando hacerlo volver. Sigo cambalacheando con Dios, ofreciéndole esto y aquello, ofreciéndoselo todo si me devuelve vivo a Brandon. Sé que no ocurrirá, por supuesto. Lo entiendo de sobra. Pero resulta que ahora vienes tú y me dices que, mientras mi hijo, todo mi mundo, está pudriéndose en la tierra… ella sigue viva -comenzó a mover la cabeza de un lado a otro-. No lo puedo aceptar, Larry, ¿puedes entenderlo?
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