– ¿No fue un accidente de coche?
Linda negó con la cabeza.
– ¿Quién le había dado la paliza?
– Me hizo prometer que no se lo diría a nadie.
– ¡Hace ocho años! -dijo Shauna-. Dímelo.
– No es tan fácil.
– Nada es fácil -dijo Shauna, indecisa-. Pero ¿por qué quiso contártelo a ti? ¿Y cómo pensabas protegerla…? -se le apagó la voz y miró fijamente a Linda. Ésta no vaciló, pero Shauna se quedó un momento pensando en lo que Carlson le había dicho.
– Brandon Scope -dijo Shauna bajando la voz.
Linda no respondió.
– Sí, fue él. ¡Oh, Dios mío, no me extraña que acudiese a ti! Quería guardar el secreto. Tanto Rebecca como yo la habríamos obligado a ir a la policía. Tú, no.
– Me lo hizo prometer -dijo Linda.
– ¿Y tú estuviste de acuerdo?
– ¿Qué podía hacer?
– Pues llevarla a una comisaría aunque fuera a rastras.
– No todo el mundo es tan valiente ni tan fuerte como tú, Shauna.
– No me vengas con gilipolleces.
– No quería ir a la comisaría -insistió Linda-. Dijo que necesitaba tiempo, que todavía no tenía pruebas suficientes.
– ¿Qué pruebas?
– Que demostraran que él la había atacado, supongo. Yo qué sé. No quiso escucharme. No podía obligarla.
– Bien, de acuerdo, eso está muy claro.
– ¿Qué demonios quieres decir?
– Pues que estabais las dos involucradas en una obra benéfica financiada por su familia, que la dirigía -dijo Shauna-. ¿Qué habría pasado de saberse que el tío había pegado una paliza a una mujer?
– Elizabeth me lo hizo prometer.
– Y tú encantada de mantener cerrada la boca, ¿verdad? Querías proteger esa maldita obra benéfica.
– No está bien…
– Pusiste la empresa por encima del bienestar de Elizabeth.
– ¿Estás al corriente de todo el bien que hacemos? -gritó Linda-. ¿Sabes a cuántas personas ayudamos?
– Sí, a costa de la sangre de Elizabeth Beck -dijo Shauna.
Linda dio un bofetón a Shauna. Un bofetón que le dolió. Se miraron fijamente, jadeantes las dos.
– Aunque hubiera querido decirlo -se explicó Linda-, ella no me habría dejado. Tal vez fui débil, no lo sé. Aun así, no te atrevas a decirme una cosa así.
– Y cuando secuestraron a Elizabeth en el lago, ¿qué pensaste? ¿Me lo quieres decir?
– Pensé que podía tener alguna relación con lo otro. Entonces fui a ver al padre de Elizabeth y se lo conté todo.
– ¿Y él, qué dijo?
– Me dio las gracias y me dijo que ya estaba enterado. También me pidió que no dijera nada a nadie, ya que se trataba de un asunto muy delicado. Y después, cuando quedó aclarado que el asesino había sido KillRoy…
– Decidiste mantener cerrada la boca.
– Brandon Scope había muerto. ¿De qué habría servido arrastrar su nombre por el barro?
Sonó el teléfono y Linda lo cogió. Contestó, se quedó callada un momento y pasó el teléfono a Shauna.
– Es para ti.
Shauna no la miró al coger el aparato.
– ¿Sí?
– Ven a mi despacho -le dijo Hester Crimstein.
– ¿Para qué?
– Mira, eso de pedir perdón lo hago fatal, Shauna. O sea que mejor admitir que soy idiota rematada y pasar a la acción. Coges un taxi y te vienes para acá. Tenemos que salvar a un inocente.
Lance Fein, ayudante del fiscal del distrito, entró como una tromba en la sala de juntas de Crimstein con todo el aire de quien lleva noches sin dormir por culpa de un exceso de anfetaminas. Dimonte y Krinsky, los dos detectives del departamento de homicidios, entraron tras él. Los tres tenían la cara más tensa que las cuerdas de un piano.
Hester y Shauna estaban de pie al otro lado de la mesa.
– Señores -dijo Hester acompañando sus palabras con un gesto de la mano-, tengan la bondad de sentarse.
Fein le echó una ojeada y a continuación miró a Shauna con manifiesto desagrado.
– No estoy aquí para que me manosee a su antojo, ¿está claro?
– No, seguro que ya se manosea usted solito en casa -dijo Hester-. Siéntese.
– Si sabe dónde está…
– Siéntese, Lance, me está dando usted dolor de cabeza.
Se sentaron todos. Dimonte puso los pies sobre la mesa, calzados con sus botas de piel de reptil. Hester retiró inmediatamente las manos, pero sin dejar de sonreír un momento.
– Señores, estamos aquí con un único objetivo: salvar las carreras de ustedes. O sea que mejor que pongamos manos a la obra, ¿no les parece?
– Lo que yo quiero saber…
– Silencio, Lance. La que habla aquí soy yo. A usted le corresponde escuchar y en todo caso asentir con la cabeza o decir cosas como: «sí, señora» o «gracias, señora». Nada más.
Lance Fein, mirándola fijamente, dijo:
– Está ayudando a un fugitivo a escapar de la justicia, Hester.
– Está usted muy atractivo cuando se pone duro, Lance. Pero en realidad no lo es. Escúchenme con atención, ¿quieren?, no tengo ganas de repetir. Voy a hacerle un favor, Lance. No voy a dejar que en este asunto quede usted como un idiota total. Que uno sea idiota, pasa, es algo que no tiene remedio, pero si escucha con atención, por lo menos no llegará al extremo de la idiotez total. ¿De acuerdo? Pues bien. En primer lugar, supongo que a esas horas ya habrán establecido de forma definitiva la hora en que mataron a Rebecca Schayes. Eran las doce de la noche, media hora más o media hora menos. Esto ha quedado perfectamente claro, ¿no es así?
– Sí.
Hester miró a Shauna.
– ¿Se lo dices tú?
– No, adelante.
– Pero tú has tenido que hacer el trabajo sucio.
– Corte la cháchara, Crimstein -intervino Fein.
Detrás de ellos se abrió una puerta. Entró la secretaria de Hester con unas hojas de papel, que tendió a su jefa junto con una pequeña cinta magnetofónica.
– Gracias, Cheryl.
– De nada.
– Ya puedes marcharte. Mañana vienes más tarde.
– Gracias.
Cheryl salió. Hester sacó sus gafas de lectura en forma de media luna. Se las caló y empezó a leer.
– Empiezo a cansarme, Hester.
– ¿Le gustan los perros, Lance?
– ¿Cómo?
– Los perros. No es que a mí me gusten mucho, la verdad. Pero es que ese perro… Shauna, ¿tienes la foto?
– Aquí está -Shauna mostró una fotografía grande de Chloe y dejó que todos la vieran-. Es un collie barbudo.
– ¿No le parece una preciosidad, Lance?
Lance Fein se levantó. Krinsky hizo lo mismo. Dimonte no se movió siquiera.
– Hasta aquí podíamos llegar.
– Pues como se vaya -dijo Hester-, le aseguro que ese perro se meará en su carrera como si fuera un extintor.
– ¿Se puede saber de qué demonios está hablando?
Hester tendió dos hojas a Fein.
– Ese perro demuestra que Beck no lo hizo. Anoche Beck estaba en Kinko. Entró con el perro. Armó la gorda, dicho sea de paso. Aquí tengo cuatro declaraciones de testigos presenciales aislados que han identificado a Beck de forma indiscutible. Alquiló un ordenador mientras estaba allí. Para ser más exactos, desde las doce de la noche y cuatro minutos hasta las doce y veintitrés, según registra el cupón de la máquina -y añadió con una sonrisa-: Ahí tienen, amigos, copias para todos.
– ¿Y usted se figura que voy a aceptar una cosa así?
– En absoluto. De todos modos, tenga la bondad de seguirme.
Hester pasó una copia a Krinsky y otra a Dimonte. Krinsky la cogió y preguntó si podía llamar por teléfono.
– Naturalmente -dijo Crimstein-, pero si no es una llamada local, que la carguen a la cuenta de su departamento -y acompañó sus palabras con una amable sonrisa-. Muchas gracias.
Fein leyó la hoja y, a medida que lo hacía, el color de su rostro iba acercándose cada vez más a la gama de los grises ceniza.
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