Harlan Coben - No Se Lo Digas A Nadie

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Durante trece años,Elizabeth y David Beck han acudido al lago Charmaine para dejar testimonio,en la corteza de un árbol, de un año más de felicidad. Ya no es así. Fue la trece su última cita.Una tragedia difícil de superar. Han pasado ocho años, pero el doctor David Beck no consigue sobreponerse al horror de semejante desgracia porque, aunque Elizabeth esté muerta y su asesino en el corredor de la muerte, aquella última cita puso fin a algo más que a una vida.

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Nuestras iniciales grabadas en la corteza, E.P.+D.B., se habían oscurecido con el tiempo. Lo mismo que las trece rayas que habíamos grabado. Me quedé un momento observándolo todo, después me aparté y, tímidamente, toqué los surcos. No los de las iniciales. No los de las trece rayas. Mis dedos recorrieron las ocho rayas frescas, todavía blancas y pegajosas de savia.

Y entonces oí que decía:

– Ya sé que lo consideras una cursilería.

Sentí que el corazón me iba a estallar. Di media vuelta. Y la vi.

No podía moverme. No podía hablar. Sólo podía mirarla. Mirar su rostro, su hermoso rostro. Y aquellos ojos. Tuve la impresión de que me caía, de que me hundía en un pozo oscuro. Tenía la cara más delgada, más pronunciados sus pómulos norteños. No creo haber visto nada más perfecto en toda mi vida.

Entonces me acordé de los sueños inquietantes que había tenido, momentos nocturnos de huida en que la estrechaba entre mis brazos, le acariciaba el rostro y al mismo tiempo me sentía arrastrado, aun sabiendo que aquella felicidad en la que estaba inmerso no era real y que pronto me vería arrojado de nuevo al mundo de los que estaban despiertos. Sentí el miedo de que aquello no fuera más que una repetición de los sueños y sentí también que ese miedo me exprimía el aire de los pulmones.

Elizabeth pareció leer lo que yo pensaba, y asintió con el gesto como diciendo: «Sí, esto es real». Avanzó un paso, vacilante, hacia mí. Yo casi no podía respirar, pero conseguí mover la cabeza y, señalando con el dedo las líneas marcadas, dije:

– A mí me parece romántico.

Ahogó un sollozo con la mano y corrió hacia mí. Le abrí los brazos y se refugió corriendo en ellos. La retuve, la apreté con todas mis fuerzas. Tenía los ojos cerrados. Aspiré las lilas y la canela de sus cabellos. Con la cabeza en mi pecho, se echó a llorar. Nos apretamos con fuerza una vez y otra. Todavía… encajaba en mi cuerpo. Los contornos y surcos de nuestros cuerpos se ajustaban unos a otros. Le puse la mano en la nuca. Se había cortado el pelo pero su textura no había cambiado. La sentí temblar y estoy seguro de que también ella notó que yo temblaba.

El primer beso que nos dimos fue exquisito, íntimo y profundamente desesperado: dos seres que suben por fin a la superficie del agua después de comprobar que es más profunda de lo que pensaban. Los años empezaron a esfumarse, el invierno cedía paso a la primavera. Dentro de mí se sucedían las emociones. Yo no las clasificaba ni me detenía a analizarlas. Dejaba, simplemente, que todo sucediese.

Levantó la cabeza y me miró a los ojos y ya me fue imposible moverme.

– Lo siento -dijo y yo pensé que mi corazón volvería a hacerse pedazos.

La retuve con fuerza. La retuve y me pregunté si alguna vez volvería a correr el riesgo de dejarla marchar.

– No me abandones nunca más -dije.

– Nunca.

– ¿Me lo prometes?

– Te lo prometo -dijo.

Seguimos abrazados. Yo apretado contra el prodigio de su piel, acariciándole la espalda. Besé su cuello de cisne. Así abrazado, levanté los ojos al cielo. Y hube de preguntarme: ¿y si fuera una broma cruel? ¿Cómo era posible que estuviera viva y hubiera vuelto a mi lado?

Pero no. Yo quería que aquello fuera real, que perdurara.

Con ella entre mis brazos, el sonido del móvil, como ocurre en mis sueños, me devolvió a la realidad. Luche por un momento con la idea de no contestar pero, teniendo en cuenta todo lo que había ocurrido, no era una buena opción. Había personas queridas que se inquietaban por nosotros No podíamos abandonarlas Los dos lo sabíamos. Con un brazo rodeando a Elizabeth, pues no quería dejarla escapar, cogí el móvil con la otra mano y contesté.

Era Tyrese A medida que iba hablando me entró la sensación de que empezaba a escabullírseme todo.

44

Aparcamos en el solar desierto de la escuela primaria de Riker Hill y atravesamos el recinto de la escuela cogidos de la mano. Pese a la oscuridad, me di cuenta de que habían cambiado muy pocas cosas desde los tiempos en que Elizabeth y yo, niños, retozábamos juntos en aquellos lugares. Al pediatra que llevo dentro no le pasó por alto que se habían adoptado nuevas medidas de seguridad. Los columpios estaban provistos de cadenas más fuertes y de asientos más adecuados. Debajo de los armazones de barras había una capa de tierra para amortiguar alguna posible caída. Pero el campo donde jugábamos a pelota, el campo de fútbol, la pista con los dibujos para jugar al tejo y los patios cuadrados estaban exactamente igual que cuando éramos niños.

Pasamos por delante de la ventana de la clase de segundo, la de la señorita Sobel, pero había transcurrido tantísimo tiempo que la nostalgia levantó apenas un rizo en el mar del recuerdo. Nos adentramos en el bosque cogidos aún de la mano. Hacía veinte años que ninguno de los dos recorría aquel sendero, pero sabíamos por dónde andábamos. Diez minutos después nos encontrábamos en el patio trasero de la casa de Goodhart Road. Me volví a Elizabeth y la vi mirar con ojos húmedos la casa donde había transcurrido su infancia.

– ¿Tu madre no sabe nada? -le pregunté.

Negó con la cabeza. Yo asentí con el gesto y fui soltándole lentamente la mano.

– ¿Seguro que hay que hacerlo? -preguntó.

– No hay alternativa -respondí.

No le brindé oportunidad de disentir. Me aparté y me acerqué a la casa. Al llegar a la puerta corredera de cristal, haciendo pantalla con las manos alrededor de los ojos, atisbé el interior. Ni rastro de Hoyt. Tanteé la puerta de atrás. No estaba cerrada con llave. Hice girar el picaporte y entré. No había nadie. A punto estaba de salir de nuevo cuando vi el destello de una luz en el garaje. Atravesé la cocina y entré en el lavadero. Abrí lentamente la puerta que daba al garaje.

Hoyt Parker estaba en el asiento delantero de su Buick Skylark. Tenía el motor apagado. Tenía una botella en la mano. Cuando abrí la puerta, levantó el arma y me apuntó con ella. Después, al verme, volvió a dejarla a su lado. Di los dos pasos que me separaban del coche y alcancé la palanca de la puerta del lado opuesto. El coche no estaba cerrado. Abrí la puerta y me colé dentro.

– ¿Qué quieres, Beck? -hablaba con lengua de trapo.

Traté de acomodarme en el asiento a su lado.

– Di a Griffin Scope que suelte al niño -dije.

– No sé de quién me hablas -replicó sin el más ligero acento de convicción.

– Mordida, cohecho, soborno. Escoge la palabra que más te guste, Hoyt. Ahora sé la verdad.

– Tú no sabes una mierda.

– Aquella noche en el lago -dije-. Cuando ayudaste a convencer a Elizabeth de que no fuera a la policía.

– Ya hemos hablado de eso.

– Pero ahora tengo curiosidad, Hoyt. ¿De qué tenías miedo entonces? ¿De que la mataran a ella o de que te detuvieran también a ti?

Con gesto perezoso, desvió los ojos hacia mí.

– Si no la hubiera convencido de que escapase, ahora estaría muerta.

– Eso no lo dudo -dije-. Pero también fue una suerte para ti, Hoyt. Así matabas dos pájaros de un tiro. A ella le salvaste la vida y tú te libraste de ir a la cárcel.

– Quieres decirme exactamente por qué tenía que ir a la cárcel.

– ¿Vas a negar que estabas en la nómina de Scope?

Se encogió de hombros.

– ¿Te figuras que yo era el único que cobraba de él?

– No -dije.

– Entonces, ¿por qué iba a preocuparme más que otro poli cualquiera?

– Por lo que habías hecho.

Apuró el vaso y buscó la botella para servirse otro trago.

– No sé de qué coño estás hablando.

– ¿Sabías lo que investigaba Elizabeth?

– Sí, las actividades ilegales de Brandon Scope -dijo-. Prostitución, chicas menores, drogas. El chico jugaba a ser malo.

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