– Vuelve a mojar las sábanas -dijo Linda.
– ¡Dios mío, qué lista eres!
– No seas mala -rogó Linda alejándose.
Shauna abrió la boca para disculparse, pero no salió palabra alguna.
La primera vez que Shauna se fue de casa, la única, Mark reaccionó muy mal y comenzó a mojar la cama. Cuando ella y Linda volvieron a reunirse, dejó de mojar la cama. Y así hasta ese día.
– Se da cuenta de lo que pasa -dijo Linda-. Nota la tensión.
– ¿Y qué quieres que le haga, Linda?
– Haremos lo que haya que hacer.
– No volveré a marcharme. Te lo prometo.
– Es evidente que no basta con eso.
Shauna echó suavizante en la máquina. Su rostro reflejaba agotamiento. No se merecía aquello. Ella era una modelo de altos vuelos. No podía llegar al trabajo con ojeras ni con el cabello apagado. No tenía por qué soportar todas esas mierdas.
Estaba harta de todo. Harta de una vida doméstica que no le iba. Harta de las presiones de cabrones bien intencionados. Era fácil olvidarse de la intolerancia, pero la presión ejercida en una pareja lesbiana con niño, por aquellos que supuestamente estaban cargados de buenas intenciones, era capaz de acabar con cualquiera. Si la relación fracasaba, fracasaba todo el lesbianismo, como si las parejas heterosexuales no fracasaran nunca. Shauna no era una heroína. Lo sabía. Egoísta o no, no sacrificaría su felicidad en el altar de «un bien superior».
Se quedó pensando si Linda opinaría lo mismo.
– Te quiero -dijo Linda.
– Yo también te quiero.
Se miraron. Mark volvía a mojar la tama. Shauna no estaba dispuesta a sacrificarse por un bien superior. Pero se sacrificaría por Mark.
– ¿Que haremos, pues? -preguntó Linda.
– Salir de esto.
– ¿Te parece que podremos?
– ¿Tú me quieres?
– Sabes que sí -contestó Linda.
– ¿Sigues pensando que soy la criatura más maravillosa y más seductora que ha puesto Dios sobre esta verde tierra?
– ¡Por supuesto! -dijo Linda.
– Pues yo pienso lo mismo -añadió Shauna con una sonrisa-. Soy una narcisista de mucho cuidado.
– ¡Y que lo digas!
– Pero soy tu narcisista de mucho cuidado.
– Es la pura verdad.
Shauna se le acercó un poco más.
– No estoy predestinada a las relaciones fáciles. Por naturaleza tengo la cabeza llena de pájaros.
– Cuanto más cabeza de pájaros, más seductora -dijo Linda.
– ¿Y cuando no soy cabeza de pájaros?
– Anda, cállate y bésame.
Sonó el zumbador de la planta baja. Linda miró a Shauna y ésta se encogió de hombros. Linda pulsó el botón del interfono y dijo:
– ¿Sí?
– ¿Linda Beck?
– ¿Quién es?
– Soy el agente especial Kimberly Green de la Oficina Federal de Investigación. Me acompaña el agente especial Rick Peck. Nos gustaría subir y hacerles unas preguntas.
Shauna se inclinó sobre Linda antes de que ésta tuviera tiempo de responder.
– Nuestra abogada es Hester Crimstein -gritó a través del interfono-. Hablen con ella.
– Ustedes no son sospechosas de ningún delito. Sólo queremos hacerles unas preguntas…
– Hester Crimstein -le cortó Shauna-, seguro que tiene su número de teléfono. Que usted lo pase muy bien.
Shauna soltó el botón y Linda la miró.
– ¿Qué demonios significa esto?
– Tu hermano está en apuros.
– ¿Cómo?
– Siéntate -dijo Shauna-. Tenemos que hablar.
Raisa Markov, la enfermera que cuidaba del abuelo del doctor Beck, respondió a los enérgicos golpes de la puerta. Los agentes especiales Carlson y Stone, que habían pasado a trabajar en colaboración con los detectives del Departamento de Policía de Nueva York Dimonte y Krinsky, le tendieron un papel.
– Orden federal -le anunció Carlson.
Raisa se hizo a un lado sin manifestar reacción alguna. Se había criado en la Unión Soviética y la agresión policial no la afectaba en lo más mínimo.
Ocho de los hombres de Carlson irrumpieron en la casa de Beck y se desplegaron a través de ella.
– Quiero un vídeo de todo -gritó Carlson-. ¡No admito errores!
Se movían deprisa con la esperanza de adelantarse, por poco que fuese, a Hester Crimstein. Carlson sabía que Crimstein, como hacía más de un sagaz abogado defensor en aquella era post-OJ, se agarraba a la incompetencia policial y/o a su falta de ética como a un clavo ardiendo. *Carlson, experto agente de la ley por derecho propio, no iba a permitir que allí ocurriera tal cosa. Cada paso, cada movimiento, cada suspiro serían documentados y corroborados.
La primera vez que Carlson y Stone irrumpieron en el estudio de Rebecca Schayes, a Dimonte no le gustó ni pizca encontrárselos. Se habían producido las actitudes chulescas habituales entre policías locales y federales. Son pocas las cosas capaces de unir el FBI con las autoridades locales y menos aún en una ciudad grande como Nueva York.
Pero Hester Crimstein era una de esas cosas.
Los dos bandos sabían que Crimstein era maestra en el arte de confundirlo todo y que perseguía la publicidad. Todo el mundo estaría expectante. Nadie tenía ganas de meter la pata. En aquel caso esto era la fuerza motora. Así que forjaron una alianza con la misma confianza mutua que anima un apretón de manos palestino-israelí porque, en definitiva, los dos bandos sabían que era preciso actuar con rapidez para reunir pruebas suficientes y esgrimirlas…, antes de que Crimstein tuviera tiempo de enturbiar las aguas.
Los federales habían conseguido la orden de registro. Para ellos, era tan simple como cruzar Federal Plaza hasta el Tribunal Federal del distrito sur. En cuanto a Dimonte y a los agentes del Departamento de policía de Nueva York, deberían acudir al tribunal del condado de Nueva Jersey, lo que no dejaba de ser mucho tiempo con Hester Crimstein pisándoles los talones.
– ¡Agente Carlson!
El grito venía de la esquina de la calle. Carlson salió inmediatamente con Stone caminando como un pato detrás de él. Junto al bordillo había un joven agente federal al lado de un contenedor de basuras abierto.
– ¿Qué pasa? -preguntó Carlson.
– Quizá no tiene importancia, pero… -el joven agente le indicó con el dedo lo que parecían ser un par de guantes de goma.
– Recójalos y métalos en una bolsa -dijo Carlson-. Quiero un examen de residuos inmediatamente -Carlson echó una mirada a Dimonte. Había llegado el momento de cooperar… aunque esta vez fuera por la vía de la competencia-. ¿Cuánto tardará el laboratorio en hacer el análisis?
– Un día -respondió Dimonte. Llevaba un palillo en la boca que masticaba con especial ahínco-. Tal vez, dos.
– Malo, pues. Tendremos que enviar las muestras por avión a nuestro laboratorio de Quantico.
– Y rápido, además -le espetó Dimonte.
– Acordamos que lo haríamos por la vía más rápida posible.
– Lo más rápido es no moverse de aquí -dijo Dimonte-. Yo me ocupo de esto.
Carlson asintió. Había surtido el efecto deseado. Si uno quería que los policías locales dedicaran la prioridad máxima al caso, lo mejor que se podía hacer era amenazarlos con quitárselo de las manos. Despertar el ansia de competir. Lo bueno era competir.
Media hora más tarde oyeron otra exclamación. Esta vez venía del garaje. Acudieron al momento.
Stone soltó un silbido y Dimonte se quedó estupefacto. Carlson se agachó para examinar la cosa más de cerca.
Debajo de unos periódicos, metida en un cubo para el reciclaje, había una pistola de nueve milímetros. Les bastó con olisquearla ligeramente para saber que hacía muy poco que alguien la había utilizado.
Stone se volvió a Carlson. Procuró que no se le notase mucho la sonrisa.
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