Harlan Coben - No Se Lo Digas A Nadie

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Durante trece años,Elizabeth y David Beck han acudido al lago Charmaine para dejar testimonio,en la corteza de un árbol, de un año más de felicidad. Ya no es así. Fue la trece su última cita.Una tragedia difícil de superar. Han pasado ocho años, pero el doctor David Beck no consigue sobreponerse al horror de semejante desgracia porque, aunque Elizabeth esté muerta y su asesino en el corredor de la muerte, aquella última cita puso fin a algo más que a una vida.

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Ahora no lo haría.

Había sopesado la posibilidad de confiarme en mi suegro. No se me había escapado que, en mi última visita, Hoyt se había mostrado muy poco comunicativo. Aunque, ¿qué habría sacado con decírselo? A lo mejor Hoyt mentía… ¿quién sabe? De todos modos, el mensaje había sido claro. «No se lo digas a nadie.» Tal vez la única manera de conseguir que él me dijera algo habría sido contarle lo que había visto en el ordenador. Pero todavía no estaba preparado para aquella confesión.

Salté de la cama y me fui directo al ordenador. Me puse a navegar de nuevo. Tenía una especie de plan para la mañana siguiente.

Cary Lamont, el marido de Rebecca Schayes, no temió nada en un primer momento. Su esposa solía quedarse trabajando hasta tarde, muy tarde a veces, e incluso en alguna ocasión se había pasado la noche entera en el estudio durmiendo en un camastro que tenía en un rincón. Por eso, cuando a las cuatro de la madrugada se dio la vuelta en la cama y advirtió que Rebecca todavía no había llegado, se preocupó un poco pero sin dejarse invadir por el pánico.

Eso fue por lo menos lo que se dijo.

Gary llamó al estudio, pero le respondió el contestador. Tampoco eso era raro porque, cuando Rebecca estaba trabajando, detestaba que la interrumpieran. Ni siquiera se había instalado un supletorio en el cuarto oscuro. Dejó, pues, un mensaje y volvió a la cama.

Durmió a rachas. Consideró la posibilidad de levantarse y hacer algo, pero sabía que no conseguiría otra cosa que sulfurar a Rebecca cuando llegase. Rebecca era un espíritu libre y, de existir alguna tensión en la relación que mantenían, por otra parte plenamente satisfactoria, siempre tenía que ver con el estilo de vida de Gary, relativamente «tradicional» pero que cortaba las alas creadoras de Rebecca. Aquí tenía que pactar con ella.

Por eso le concedía espacio, para no cortarle las alas o para lo que fuese.

A las siete de la mañana, la preocupación ya había cedido el paso a algo que estaba muy cerca del puro miedo. La llamada telefónica de Gary despertó a Arturo Ramírez, el ayudante de Rebecca, aquel muchacho flaco vestido de negro.

– Acabo de llegar -se lamentó Arturo medio grogui.

Gary le contó lo que pasaba. Arturo, que se había quedado dormido con la ropa de calle puesta, no se molestó en cambiarse y salió de casa corriendo. Gary quedó en encontrarse con él en el estudio. Saltó al tren que lo llevaría al centro de la ciudad.

Arturo llegó el primero y encontró la puerta del estudio entornada. La abrió de un empujón.

– ¿Rebecca? -gritó.

No hubo respuesta. Arturo volvió a llamarla por su nombre. Tampoco hubo respuesta. Entró y exploró el estudio. No la encontró. Abrió la puerta del cuarto oscuro. El olor dominante era el habitual, aquel olor acre de los ácidos empleados para el revelado, aunque por debajo de aquel olor había otro, un olor levísimo pero que fue capaz de ponerle los pelos de punta.

Un olor claramente humano.

Gary dobló la esquina a tiempo para oír el grito de Arturo.

21

Por la mañana comí un bollo y durante cuarenta y cinco minutos seguí la dirección oeste a través de la carretera 80. La carretera 80 de Nueva Jersey es una anodina franja de asfalto. Pasado Saddle Brook más o menos, desaparecen las casas y uno discurre entre dos hileras idénticas de árboles a uno y otro lado de la carretera. Una monotonía que sólo rompen las señales que indican la frontera interestatal. Al desviarme en la salida 163, en una población de nombre Gardensville, aminoré la marcha y contemplé la hierba alta. Sentí que el corazón me palpitaba con fuerza. Jamás había estado en aquel sitio. En los últimos ocho años había eludido a propósito ese tramo de la interestatal porque sabía que allí, a menos de cien metros de donde ahora me encontraba, se había descubierto el cadáver de Elizabeth.

Comprobé las indicaciones que había impreso la noche anterior. La oficina del forense del condado de Sussex estaba en Mapquest.com, o sea que sabía perfectamente cómo trasladarme hasta allí. La fachada del edificio tenía las aberturas protegidas con persianas y en ella no se veía letrero ni indicación alguna. Era simplemente un rectángulo desnudo de ladrillo sin ninguna fioritura. ¿Cómo se va a adornar con florituras un depósito de cadáveres? Llegué pocos minutos antes de las ocho y media y di una vuelta alrededor del edificio con el coche. El despacho todavía estaba cerrado. Bien.

De pronto apareció un Cadillac Seville de color amarillo canario que aparcó en un lugar reservado a Timothy Harper, inspector médico del condado. El hombre que lo conducía aplastó en el suelo, al salir, la colilla de un cigarrillo. Jamás dejará de sorprenderme la cantidad de inspectores médicos que fuman. Harper era un hombre de mi misma talla, más o menos un metro ochenta, y tenía la piel olivácea y el cabello gris, rapado. Al verme esperando en la puerta, recompuso la expresión de su rostro. La gente no va a los depósitos de cadáveres a primera hora de la mañana para que le den buenas noticias.

Se me acercó sin prisa.

– ¿Puedo ayudarle en algo? -preguntó.

– ¿El doctor Harper?

– Sí, yo mismo.

– Soy el doctor David Beck -yo también era médico, por tanto éramos colegas-. Me gustaría que me concediera un minuto.

No exteriorizó ninguna reacción al oír mi nombre. Sacó una llave y abrió la puerta.

– ¿Por qué no pasa a mi despacho?

– Gracias.

Lo seguí a lo largo de un pasillo. Harper iba accionando conmutadores de luz a su paso. Los fluorescentes del techo cobraban vida rezongando uno tras otro. El suelo estaba recubierto de linóleo lleno de arañazos. El sitio tenía menos de establecimiento fúnebre que de despacho impersonal de un médico, pero tal vez ésta era la intención. Nuestros pasos levantaban ecos que se confundían con el zumbido de las luces como marcando el ritmo. Harper recogió un montón de cartas, que fue clasificando mientras caminábamos.

El despacho privado de Harper se caracterizaba por la misma austeridad. Su mesa era metálica, parecida a la de los maestros de las escuelas primarias. Las sillas eran de madera barnizada, rigurosamente funcionales. En la pared había colgados varios diplomas. Había estudiado, como yo, en la facultad de Medicina de Columbia, pero veinte años antes. No se veían fotos de familia, ni trofeos de golf, ni impresos plastificados, ni nada personal. No estaba previsto que los visitantes de aquel despacho se entretuvieran en agradable cháchara. Lo último que esperaban ver en un sitio como aquél eran los sonrientes rostros de los nietos del médico.

Entrelazando los dedos sobre la mesa, Harper dijo:

– ¿Qué puedo hacer por usted, doctor Beck?

– Hace ocho años que trajeron aquí a mi esposa -comencé a decir-. Fue víctima de un asesino en serie conocido con el nombre de KillRoy.

No me tengo por particularmente sagaz en lo que a leer rostros se refiere. Las miradas a los ojos no han sido nunca mi fuerte. Para mí cuenta muy poco el lenguaje corporal. Pero, mientras observaba a Harper, no pudo por menos de sorprenderme que un inspector médico avezado, un hombre familiarizado con la muerte, palidecieras de aquel modo.

– Lo recuerdo -dijo en voz baja.

– ¿Fue usted quien hizo la autopsia?

– Sí. Bueno, en parte.

– ¿En parte?

– Sí. También participaron las autoridades federales. Trabajamos juntos en el caso, aunque como el FBI no tiene forenses fuimos nosotros los que dirigimos las investigaciones.

– Concédame un minuto y dígame qué vio cuando le trajeron el cadáver -pregunté.

Harper se agitó en el asiento.

– ¿Puedo preguntarle por qué quiere saberlo?

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