Harlan Coben - No Se Lo Digas A Nadie

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Durante trece años,Elizabeth y David Beck han acudido al lago Charmaine para dejar testimonio,en la corteza de un árbol, de un año más de felicidad. Ya no es así. Fue la trece su última cita.Una tragedia difícil de superar. Han pasado ocho años, pero el doctor David Beck no consigue sobreponerse al horror de semejante desgracia porque, aunque Elizabeth esté muerta y su asesino en el corredor de la muerte, aquella última cita puso fin a algo más que a una vida.

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Larry Gandle oprimió el arma contra la frente de Rebecca. Ésta profirió otro sonido igual que el anterior. Larry disparó dos veces y todo el mundo quedó en silencio.

Me dirigía a tasa cuando recordé la advertencia.

«Vigilan.»

¿Para qué correr riesgos? A tres manzanas de distancia había un Kinko. Abierto las veinticuatro horas. Al llegar a la puerta, comprendí por qué. Pese a que ya era medianoche, el local estaba atestado. Todo un tropel de ejecutivos agotados, cargados de papeles, pantallas para diapositivas y carteles.

Me puse al final de una laberíntica cola orientada por cordones de terciopelo y aguardé turno. Aquella cola me recordó las visitas a los bancos en los tiempos anteriores a los cajeros automáticos. La mujer que iba delante de mí iba vestida con traje chaqueta pese a ser medianoche y tenía unas ojeras tan marcadas como los botones de hotel. Detrás de mí había un hombre de cabello ensortijado y chándal oscuro que sacó rápidamente un móvil y empezó a pulsar las teclas.

– ¿Señor?

Alguien con uniforme Kinko me indicó con el dedo a Chloe.

– No puede entrar con el perro.

Estuve a punto de decirle que ya estaba dentro, pero lo pensé mejor y me callé. La mujer del traje chaqueta permaneció impávida. El hombre de cabello ensortijado y chándal oscuro me miró y se encogió de hombros, como diciéndome: «¡Qué le vamos a hacer!». Me precipité al exterior, até a Chloe al palo de un parquímetro y volví a entrar. El hombre de cabello ensortijado me dejó ocupar mi sitio en la cola. Todavía hay buenas maneras.

A los diez minutos me encontraba en el primer lugar de la cola. El empleado de Kinko era joven y exuberante. Me indicó un terminal de ordenador y con enorme lentitud me puso al corriente del precio por minuto.

Seguí su pequeño discurso con leves movimientos de asentimiento y me introduje en la web.

«La hora del beso.»

De pronto había visto claro que la clave era ésta. En el primer mensaje decía «la hora del beso», no «las seis y cuarto de la tarde». ¿Por qué? La respuesta era lógica. Era un código cifrado, por si el mensaje caía bajo miradas ajenas. Quienquiera que lo hubiera enviado, había tenido en cuenta la posibilidad de que el mensaje fuera interceptado. Quienquiera que lo hubiera enviado sabía que sólo yo sabía qué hora era la hora del beso.

Fue entonces cuando lo vi claro.

En primer lugar estaba el nombre de la cuenta. Calle del Murciélago. Cuando Elizabeth y yo éramos adolescentes, solíamos recorrer la cuesta de Morewood Street camino del campo de Little League. Allí estaba la casa de color amarillo sucio donde vivía aquella vieja repulsiva. Vivía sola y solía gritar cuando pasaban niños corriendo delante de la puerta de su casa. No hay pueblo que no tenga una de esas viejas brujas. Se les suele poner un apodo. En nuestro caso el apodo era señora Murciélago.

Volví a Bigfoot. En la casilla reservada para el nombre del usuario tecleé la palabra Morewood.

Entretanto, junto a mí, el joven y exuberante empleado de Kinko repetía la perorata acerca del uso de la web al hombre de cabello ensortijado y chándal oscuro. Pulsé la tecla del tabulador y me trasladé a la casilla del texto para escribir la contraseña.

La otra palabra clave, «Adolescencia», era más fácil. En el primer año de bachillerato, un viernes por la noche fuimos a casa de Jordan Goldman. Éramos unos diez chicos. Jordan había descubierto un vídeo porno que su padre tenía escondido. Era la primera vez que veíamos uno de esos vídeos. Lo vimos todos y no paramos de reírnos todo el rato, nerviosos, y haciendo las acostumbradas observaciones maliciosas de rigor y sintiéndonos deliciosamente transgresores. Más adelante, cuando hubo que elegir un nombre para nuestro equipo de softball de la escuela, Jordan sugirió que utilizásemos la primera palabra del estúpido título de aquella película:

Teenage Sex Poodles. *

Puse las palabras «Sex Poodles» en la contraseña. Tragué saliva y pulsé con el ratón en el icono de la entrada.

Eché una mirada al hombre de cabello ensortijado. Estaba absorto en una búsqueda de Yahoo! Volví a mirar el escritorio que tenía enfrente. La mujer del traje sastre observaba ceñuda a otro empleado de Kinko que tenía el aire feliz de la medianoche.

Me quedé a la espera de que apareciera el mensaje de error. Pero esta vez no se materializó, sino que ante mi vista se desplegó una pantalla dándome la bienvenida. En la parte superior se leía:

«¡Hola, Morewood!»

Más abajo decía:

«Tiene un mensaje en el buzón.»

Mi corazón parecía un pájaro que pugnase por salir volando de la jaula de mis costillas.

Pulsé con el ratón en el icono de Mensaje Nuevo y mi pierna inició el acostumbrado bailoteo. Esta vez no había ninguna Shauna para frenarlo. A través del cristal del establecimiento veía a Chloe atada al parquímetro. Al descubrirme, comenzó a ladrar. Me llevé un dedo a los labios para ordenarle que se callara.

Entonces apareció el mensaje:

«Washington Square Park. Búscame en la esquina sureste. Mañana a las cinco.

»Te seguirán.»

Y ya al final:

«Pase lo que pase, te quiero.»

La esperanza, aquel pájaro enjaulado que se negaba a morir, voló libre. Me recosté en el respaldo de la silla. Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas pero, por primera vez desde hacía mucho tiempo, sonreí plenamente satisfecho.

Elizabeth… seguía siendo la persona más inteligente que conocía.

20

A las dos de la madrugada repté a la cama y me quedé boca arriba. El techo comenzó a dar vueltas inducidas por el excesivo número de copas que había tomado. Me agarré a los lados de la cama y aguanté.

Shauna me había preguntado si alguna vez, después de casado, había sentido la tentación de engañar a Elizabeth. Había añadido aquel inciso, después de casado, porque estaba enterada del otro incidente.

Desde el punto de vista técnico, yo había engañado una vez a Elizabeth, si bien engañar tal vez no sea la palabra adecuada. Engañar presupone hacer daño a la otra persona y yo a Elizabeth no le había hecho daño alguno, de eso estoy plenamente seguro. Debo decir, con todo, que durante mi primer año de universidad tomé parte en un lamentable rito iniciático conocido con el nombre de «la noche del universitario». Por mera curiosidad, supongo. Algo puramente experimental y estrictamente físico. No me gustó mucho. Voy a ahorrarles la manida frasecita y no les diré que la sexualidad sin amor carece de sentido. No lo diré porque no es verdad. Pero aun cuando pienso que es sumamente fácil tener relaciones sexuales con una persona más o menos desconocida, sé también que sería difícil pasar la noche con ella. Puede decirse que en ese caso la atracción es puramente hormonal. Una vez liberada la tensión, lo que uno quiere es largarse con viento fresco. La sexualidad es para todos, lo que viene después es sólo para los que se quieren.

Una manera de razonar muy cómoda, se dirán ustedes.

Si ello importa, sospecho que Elizabeth hizo algo parecido. Habíamos acordado que procuraríamos «conocer» a otras personas cuando fuésemos a la universidad, englobando en el término «conocer» una intención vaga que abarcaba un campo muy general. De ese modo podía disculparse cualquier desliz, cargándolo en la cuenta del compromiso. Siempre que salía a relucir el tema, Elizabeth negaba que hubiera habido alguien más. Pero debo decir que yo hacía lo mismo.

La cama seguía girando y yo continuaba haciéndome preguntas. ¿Qué podía hacer ahora?

Para empezar, tenía que esperar a que fueran las cinco de la tarde siguiente. Hasta entonces no podía quedarme sentado esperando. Bastante había esperado ya. Gracias, pero no pensaba hacerlo. A decir verdad -una verdad que no me gustaba admitir ni siquiera a mí mismo-, yo, en el lago, estuve indeciso. Y fue así porque tuve miedo. Salí del agua y esperé. Esto hizo que el otro, quien fuese, me atacase. Además, tampoco me revolví ante la primera embestida. No me lancé contra el agresor. No me enfrenté a él ni le di un puñetazo siquiera. Lo que hice fue retirarme, cubrirme, rendirme y dejar que el otro, más fuerte que yo, huyera con mi mujer.

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