Harlan Coben - No Se Lo Digas A Nadie

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Durante trece años,Elizabeth y David Beck han acudido al lago Charmaine para dejar testimonio,en la corteza de un árbol, de un año más de felicidad. Ya no es así. Fue la trece su última cita.Una tragedia difícil de superar. Han pasado ocho años, pero el doctor David Beck no consigue sobreponerse al horror de semejante desgracia porque, aunque Elizabeth esté muerta y su asesino en el corredor de la muerte, aquella última cita puso fin a algo más que a una vida.

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Gandle desconectó el teléfono y se enfundó unos guantes de látex. El registro sería concienzudo y laborioso. Como la mayoría de fotógrafos, Rebecca Schayes tenía archivadas toneladas de negativos. Cuatro armarios metálicos atiborrados de negativos. Sabían qué estaba haciendo en aquellos momentos Rebecca Schayes: terminando una sesión. Tardaría aproximadamente una hora en llegar y entonces se encerraría en el cuarto oscuro. No había mucho tiempo.

– ¿Sabes qué sería útil? -dijo Wu.

– ¿Qué?

– Saber más o menos qué demonios buscamos.

– Beck ha recibido unos mensajes crípticos -explicó Gandle-. ¿Y qué hace? Pues, después de ocho años, va corriendo a ver a la amiga íntima de su mujer. Hemos de saber por qué.

Una vez más, Wu lo traspasó con su mirada.

– ¿Por qué no esperamos y se lo preguntamos?

– Se lo preguntaremos, Eric.

Wu asintió lentamente con la cabeza y dio media vuelta.

Gandle descubrió una larga mesa metálica en el fondo del cuarto oscuro. La probó. Era sólida. Y el tamaño era también el adecuado. Cabría en ella una persona tendida, y cuyos miembros podían sujetarse con cinta adhesiva.

– ¿Cuánta cinta hemos traído?

– Suficiente -respondió Wu.

– Hazme un favor, entonces -dijo Gandle-. Pon la sábana de vinilo debajo de la mesa.

Faltaba media hora para que llegara el mensaje de la Calle del Murciélago.

La explicación de Shauna me había cogido tan de sorpresa como un gancho de izquierda. Me había dejado descolocado y ya había empezado la cuenta. Pero ocurrió algo curioso. Aunque me había quedado el culo fuera de la lona, me levanté, me sacudí las telarañas de la cabeza y comencé a dar vueltas en redondo.

Estábamos en el coche. Shauna había insistido en acompañarme a casa. Dentro de unas horas iría a buscarla una limusina. Sabía que quería darme ánimos, pero también era evidente que no quería volver todavía a su casa.

– Hay algo que no entiendo -dije.

Shauna se volvió hacia mí.

– Los federales creen que yo maté a Elizabeth, ¿no es eso?

– Sí, eso es.

– Entonces, ¿por qué me mandan mensajes fingiendo que está viva?

Shauna no tenía una respuesta rápida a mi pregunta.

– Piensa un momento -dije-. Según tú, se trata de un plan perfectamente elaborado cuya finalidad es demostrar que soy culpable. Pero, si yo hubiera matado a Elizabeth, sabría al momento que esto era un montaje.

– Es una estratagema -dijo Shauna.

– Pero no tiene sentido. Quieren tenderme una trampa y me envían mensajes por ordenador como si quien me los manda fuera… ¡qué sé yo!… un testigo del asesinato, por ejemplo, ¿es eso?

Shauna se quedó pensativa.

– Me parece que lo que buscan es desorientarte, Beck.

– Sí, pero sigo sin verlo claro.

– Bien, ¿cuánto rato falta para que llegue el mensaje?

Miré el reloj.

– Veinte minutos.

Shauna se recostó en el respaldo.

– Pues esperaremos a ver qué dice.

Eric Wu dejó el portátil en el suelo de un rincón del estudio de Rebecca Schayes.

Probó primero con el ordenador del despacho de Beck. Seguía inactivo. El reloj señalaba poco más de las ocho. Hacía rato que la clínica estaba cerrada. Se trasladó al ordenador del domicilio de Beck. Estuvo unos segundos sin recibir ninguna señal. Pero de pronto dijo:

– Beck acaba de entrar.

Larry Gandle se le acercó al momento.

– ¿No podríamos entrar primero y ver el mensaje antes que él?

– No es buena idea.

– ¿Por qué no?

– Si nosotros entramos primero, cuando entre él verá que hay otra persona que está usando el nombre.

– ¿O sea que sabría que lo vigilamos?

– Sí, pero esto no importa. Lo veremos simultáneamente. Cuando lea el mensaje, nosotros también lo veremos.

– De acuerdo, pero avísame.

Wu entrecerró los ojos que tenía fijos en la pantalla.

– Acaba de bajar la página Bigfoot. Es cosa de segundos.

Tecleé la dirección bigfoot.com y pulsé la tecla del intro.

Se me disparó el tic de la pierna derecha, algo que me ocurre siempre que estoy nervioso. Shauna me puso la mano en la rodilla, que se fue sosegando hasta quedarse quieta. Shauna retiró la mano. La rodilla permaneció inmóvil un minuto y se disparó de nuevo. Shauna volvió a poner la mano encima y el ciclo se repitió.

Shauna fingía tranquilidad, pero yo sabía que me echaba miraditas de reojo. Por algo era mi mejor amiga. Podía contar con ella hasta el final. Sólo un idiota no se habría preguntado al llegar a este punto si mi ascensor paraba en todos los pisos. Dicen que la locura, como las enfermedades cardíacas o la inteligencia, es hereditaria. Era una idea que no dejaba de rondarme la cabeza desde el día que vi a Elizabeth en la pantalla del ordenador deambulando por aquella calle. Una idea que me tenía desazonado.

Mi padre murió victima de un accidente de automóvil cuando yo tenía veinte años. Su coche se despeñó desde lo alto de un terraplén. Según un testigo presencial, un camionero de Wyoming, el Buick de mi padre se precipitó directamente al vacío. La noche era muy fría. La carretera, aunque bien pavimentada, estaba resbaladiza.

Muchos insinuaron, en voz baja, por supuesto, que se había suicidado. Yo no lo creo. Debo admitir, sin embargo, que en los últimos meses que precedieron al accidente estuvo más retraído y callado que de costumbre y, como no podía ser de otro modo, a menudo me he preguntado si esta actitud podía hacerlo más propenso a un accidente. Pero de ahí a suicidarse… ¡No, ni hablar!

A mi madre, que siempre fue un ser frágil y propenso a las neurosis, se le extravió la razón. Para decirlo literalmente, se retiró en sí misma. Linda intentó cuidarla por espacio de tres años hasta que incluso ella se dio cuenta de que nuestra madre necesitaba otro tipo de atención. Linda continúa visitándola. Yo no.

Pasados unos momentos apareció la página de Bigfoot. Busqué la casilla del nombre de usuario y tecleé las palabras: Calle del Murciélago.

Pulsé el tabulador y en la casilla de la contraseña tecleé la palabra Adolescencia. Pulsé intro.

No ocurrió nada.

– No has pulsado en el icono de registro -dijo Shauna.

La miré y se encogió de hombros. Hice clic en el icono.

La pantalla se quedó en blanco. A continuación apareció un anuncio de un comercio de discos compactos. La barra de abajo aparecía y desaparecía obedeciendo a un lento oleaje. El porcentaje iba aumentando despacio. Al llegar aproximadamente al dieciocho por ciento, se desvaneció y a los pocos segundos apareció un aviso:

error – El nombre y la contraseña del usuario no figuran en nuestra base de datos.

– Prueba otra vez -dijo Shauna.

Lo hice. Apareció el mismo mensaje de error. Lo que me decía el ordenador era que no existía ni siquiera la cuenta.

¿Qué significaba aquello?

No tenía ni la más mínima idea. Quise averiguar por qué me decía el ordenador que no existía aquella cuenta.

Comprobé la hora. Eran las ocho, trece minutos y treinta cuatro segundos de la tarde.

«La luna del beso.»

¿Sería que la cuenta, como el vínculo del día anterior, ya no existía? Reflexioné una vez más sobre el asunto. Era posible, por supuesto, pero no probable.

Shauna, como si leyera mis pensamientos, dijo:

– Quizá habría que esperar hasta las ocho quince minutos.

Así pues, probé de nuevo a las ocho quince minutos. Y a las ocho y dieciocho. Y a las ocho y veinte.

Nada, salvo el mismo aviso de error.

– Eso es que los federales tiran del hilo -dijo Shauna.

Negué con la cabeza, sin decidirme todavía a renunciar.

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