Harlan Coben - No Se Lo Digas A Nadie

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Durante trece años,Elizabeth y David Beck han acudido al lago Charmaine para dejar testimonio,en la corteza de un árbol, de un año más de felicidad. Ya no es así. Fue la trece su última cita.Una tragedia difícil de superar. Han pasado ocho años, pero el doctor David Beck no consigue sobreponerse al horror de semejante desgracia porque, aunque Elizabeth esté muerta y su asesino en el corredor de la muerte, aquella última cita puso fin a algo más que a una vida.

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– ¿Por qué la habrá llamado ahora, entonces?

Wu se encogió de hombros.

– Esa tal Schayes debe de saber algo.

Griffin Scope se lo había dicho muy claro. «Entérate de todo lo que puedas y después entiérralo.»

«Y sírvete de Wu.»

– Tendremos que ir a charlar con ella -dijo Gandle.

16

Me encontré con Shauna en la planta baja de un rascacielos de Manhattan, en el número 462 de Park Avenue.

– Ven -me espetó sin más preámbulos-, vamos arriba y te enseño una cosa.

Miré el reloj. Faltaban poco menos de dos horas para que entrara el mensaje de la Calle del Murciélago. Nos metimos en el ascensor. Shauna pulsó el botón del piso veintitrés. Las luces empezaron a trepar y el contador para ciegos sonaba.

– Hester me ha hecho pensar -dijo Shauna.

– ¿En qué?

– Dice que los federales deben de estar desesperados y que harán lo que sea para pescarte.

– ¿Y?

El ascensor dejó oír la última señal.

– Espera y verás.

La puerta del ascensor se abrió a una gran planta dividida en cubículos. Eran las normas que ahora regían en la City. De haber retirado el techo y contemplado la planta desde arriba, habría costado mucho decir qué diferencia había entre la misma y la laberíntica madriguera de una rata. Y pensándolo bien, le habría ocurrido lo mismo a quien mirara desde abajo.

Shauna avanzó entre innumerables tabiques divisorios tapizados de tela. Yo seguía sus pasos. A medio camino, dobló a la izquierda, después a la derecha y finalmente de nuevo a la izquierda.

– Quizá habría debido tirar migas de pan -dije.

Respondió con voz inexpresiva:

– Muy buena.

– Gracias, ¡a mandar!

Pero Shauna no me rió la gracia.

– ¿Y este sitio qué es, dicho sea de paso? -pregunté.

– Una empresa llamada DigiCom. Mi agencia ha trabajado con ellos alguna vez.

– ¿Para qué?

– Ya lo verás.

Dimos por fin una última vuelta y fuimos a parar a un recóndito cubículo ocupado por un hombre joven de cabeza alargada y dedos finos de pianista.

– Mira, te presento a Farrell Lynch. Farrell, éste es David Beck.

Estreché la mano delgada que me tendió.

– ¡Hola! -dijo Farrell.

Lo saludé con una inclinación de cabeza.

– Muy bien -dijo Shauna-, ya puedes teclear.

Farrell Lynch hizo girar la silla y se situó frente al ordenador. Shauna y yo veíamos la pantalla por encima de sus hombros. Comenzó a teclear con sus finos dedos.

– Manos a la obra -dijo.

– Continúa.

Lynch pulsó el retroceso. La pantalla quedó negra y de pronto apareció Humphrey Bogart. Llevaba sombrero de fieltro y gabardina. Inmediatamente identifiqué la escena. La niebla, el avión al fondo. El final de Casablanca .

Miré a Shauna.

– Espera -dijo.

La cámara enfocaba a Bogie. En aquel momento decía a Ingrid Bergman que se fuera en avión con Laszlo y que los problemas que pudieran tener tres personas no importaban un rábano al mundo. Y entonces la cámara se trasladaba a Ingrid Bergman… que no era Ingrid Bergman.

Parpadeé. Bajo el célebre sombrero, con los ojos clavados en Bogie y bañado en un resplandor grisáceo, estaba el rostro de Shauna.

– No puedo irme contigo, Rick -dijo la Shauna del ordenador con acento dramático- porque estoy locamente enamorada de Ava Gardner.

Me volví a Shauna. Formulé la pregunta con los ojos y ella asintió con la cabeza. Pese a todo, hice la pregunta.

– ¿Crees…? -balbuceé-. ¿Crees que las fotografías eran un camelo?

Farrell se adelanto a responder:

– Es fotografía digital -me corrigió-, facilísima de manipular. Las imágenes de ordenador no son película, en realidad son píxeles guardados en archivos. No se diferencian en nada de los documentos procesados con el tratamiento de texto. Usted sabe que es facilísimo cambiar una palabra de un texto procesado por ordenador, ¿verdad? Y quien dice una palabra, también el contenido, la tipografía o el espaciado.

Asentí.

– Bien, pues para una persona con unos conocimientos rudimentarios de la imagen digital, es facilísimo manipular las imágenes obtenidas a través de ordenador. No son fotografías ni películas ni cintas. Las imágenes de los vídeos no son más que un montón de píxeles susceptibles de todo tipo de manipulación. Lo único que hay que hacer es activar un programa de mezclas y después cortar y pegar.

Miré a Shauna.

– Me he fijado que en el vídeo parecía mayor -insistí-. No sé, diferente.

– ¿Farrell? -inquirió Shauna.

El hombre pulsó otro botón. Volvió a aparecer Bogie. Esta vez, cuando pasaron a Ingrid Bergman, Shauna se había convertido en una mujer de setenta años.

– No hay más que aplicar un programa que registra el paso del tiempo -intervino Farrell-. Muy útil en el caso de niños desaparecidos para determinar cuál puede ser su aspecto con el tiempo, aunque ahora ya se puede adquirir una versión doméstica en los comercios del ramo. También puedo cambiar una parte de la imagen de Shauna, cosas como su peinado, el color de sus ojos, las dimensiones de la nariz. Puedo hacer que sus labios sean más gruesos o más finos, ponerle un tatuaje, en fin, lo que sea.

– Gracias, Farrell -dijo Shauna.

Y le dirigió una mirada disuasoria que hasta un ciego habría sabido interpretar.

– Perdón -se excusó Farrell borrándose del mapa.

Me sentía incapaz de pensar.

Cuando Farrell ya no podía oírnos, Shauna dijo:

– Recuerdo una foto que me hicieron el mes pasado. Era estupenda, al cliente le encantó, pero resultaba que se me había caído el pendiente. Trajimos aquí la imagen, Farrell hizo lo de cortar y pegar y voilà! , el pendiente volvió a la oreja.

Asentí con un gesto de la cabeza.

– Piensa un poco, Beck. Los federales se figuran que mataste a Elizabeth pese a que no tienen forma de probarlo. Hester me dijo que estaban que trinaban. Esto me hizo pensar y al final me dije que quizá habían urdido alguna patraña. ¿Quieres mejor patraña que los mensajes que te enviaron?

– Pero lo de la hora del beso…

– ¿Qué pasa con la hora del beso?

– ¿Cómo iban a saber lo de la hora del beso?

– Lo sé yo, lo sabe Linda. Te apuesto lo que quieras a que lo sabe Rebecca y seguramente también los padres de Elizabeth. Se habrán enterado.

Sentí que las lágrimas acudían a mis ojos. Quise hablar con voz normal, pero me salió una especie de graznido.

– ¿Crees que es una patraña?

– No lo sé, Beck. De veras que no lo sé. Pero procura poner los pies sobre la tierra. Si Elizabeth estuviera viva, ¿dónde habría pasado los últimos ocho años? ¿Por qué iba a elegir este momento para salir de la tumba… nada menos que cuando el FBI empieza a sospechar que tú la mataste? Venga, dímelo francamente. ¿De veras crees que está viva? Se que piensas que ojalá fuera verdad. ¡Qué diablos, también yo! Pero miremos las cosas con ojos sensatos. Si examinas el caso de una manera realista, ¿qué versión te parece más lógica?

Retrocedí torpemente y me dejé caer en un sillón. Tenía el corazón hecho añicos. Y sentí que la esperanza empezaba a desmoronarse.

Una patraña. ¿Sería todo una patraña?

17

Cuando llegaron al estudio de Rebecca Schayes, Larry Gandle llamó a su mujer desde el móvil.

– Llegaré tarde -le dijo.

– No te olvides del comprimido -le recomendó Patty.

Gandle sufría una forma leve de diabetes que mantenía a raya con un régimen y una píldora. No se inyectaba insulina.

– De acuerdo.

Eric Wu, absorto en su walkman , dejó cuidadosamente una hoja de vinilo junto a la puerta.

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