Harlan Coben - No Se Lo Digas A Nadie

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Durante trece años,Elizabeth y David Beck han acudido al lago Charmaine para dejar testimonio,en la corteza de un árbol, de un año más de felicidad. Ya no es así. Fue la trece su última cita.Una tragedia difícil de superar. Han pasado ocho años, pero el doctor David Beck no consigue sobreponerse al horror de semejante desgracia porque, aunque Elizabeth esté muerta y su asesino en el corredor de la muerte, aquella última cita puso fin a algo más que a una vida.

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Volvía a temblarme la pierna. Shauna la frenó con la mano mientras utilizaba la otra para contestar al móvil. Se puso a vociferar a alguien que estaba al otro extremo del hilo. Miré el reloj. Probé otra vez. Nada. Dos veces más. Nada.

Ya eran las ocho y media pasadas.

– Se habrá… retrasado -dijo Shauna.

Fruncí el ceño.

– Cuando la viste ayer -aventuró Shauna- no pudiste averiguar dónde se encontraba, ¿verdad?

– No.

– Por tanto, a lo mejor está en una zona horaria diferente -dijo Shauna-. Tal vez se haya retrasado por eso.

– ¿Una zona horaria diferente? -volví a fruncir el ceño.

Shauna se encogió de hombros.

Aguardamos una hora más. Shauna no pronunció ni una vez siquiera el consabido «ya te lo dije», lo cual hablaba en su favor. Pasado un momento, poniéndome la mano en la espalda, dijo:

– Oye, se me ocurre una idea.

Me volví hacia ella.

– Voy a esperar en la habitación de al lado -dijo-. Puede ser una ayuda.

– ¿Por qué lo dices?

– Mira, si esto fuera una película, éste sería el momento en que yo, harta de tus tonterías, salgo como una tromba de la habitación justo cuando ¡bingo! aparece el mensaje, ¿sabes? O sea que tú eres el único que lo ves y todo el mundo se figura que estás como una chota. Es como lo de Scooby-Doo cuando sólo él y Shaggy ven el fantasma y nadie cree lo que dicen.

Me quedé pensativo un momento.

– Vale la pena probar -dije.

– Bien, entonces me voy un rato a la cocina y espero. Tómate el tiempo que quieras. Y cuando aparezca el mensaje, pegas un grito.

Se levantó.

– Me sigues la corriente, ¿verdad? -le dije.

Shauna se quedó un momento meditando sobre mis palabras.

– Tal vez.

Y después salió de la habitación. Me volví hacia la pantalla. Y esperé.

18

– Nada -dijo Eric Wu-, Beck sigue probando pero lo único que recibe es un mensaje de error.

Larry Gandle ya iba a hacerle otra pregunta cuando oyó el arranque del ascensor. Miró el reloj.

Rebecca Schayes llegaba a la hora prevista.

Eric Wu se apartó del portátil y miró a Larry Gandle con ojos capaces de hacer retroceder a cualquiera. Gandle sacó el arma, esta vez una nueve milímetros. Por si acaso. Wu frunció el ceño. Desplazó su humanidad hasta la puerta y apagó la luz.

Esperaron en la oscuridad.

Veinte segundos después, el ascensor se detenía en la planta.

Rebecca Schayes raras veces pensaba en Elizabeth y en Beck. Después de todo, habían transcurrido ocho años. Sin embargo, las cosas que habían ocurrido aquella mañana habían removido sensaciones que tenía adormecidas en su interior desde hacía mucho tiempo. Sensaciones inquietantes.

Sensaciones relacionadas con «el accidente de automóvil».

Después de todos aquellos años, Beck había acabado por preguntar.

Ocho años atrás, Rebecca estaba preparada para contárselo todo. Pero Beck, entonces, no había respondido a sus llamadas. A medida que transcurría el tiempo y después de aquella detención, Rebecca había considerado que lo mejor era no desenterrar el pasado. Sólo habría conseguido angustiar más a Beck. Y después de la detención de KillRoy, le parecía inoportuno.

Pero la sensación inquietante, la sensación de que las contusiones que había sufrido Elizabeth en «el accidente de automóvil» eran precursoras en cierto modo de su asesinato, seguía planeando en sus pensamientos pese a no contar con ninguna pista. Es más, aquella sensación inquietante le producía la angustia de pensar que si ella, Rebecca, hubiera insistido, insistido de verdad, en descubrir qué había detrás de aquel «accidente de coche», tal vez -no podía aventurarse a decir otra cosa- habría salvado a su amiga.

A pesar de todo, aquella angustia se fue sosegando con el paso del tiempo. Al fin y al cabo, aunque Elizabeth había sido su amiga, sabía que acabaría por superar su muerte. Hacía tres años que Gary Lamont había entrado en su vida y la había cambiado por completo. Sí, Rebecca Schayes, la fotógrafa bohemia de Greenwich Village, se había enamorado de un agente de bolsa de Wall Street que nadaba en dinero, se había casado con él y se habían instalado en un lujoso piso de un rascacielos del Upper West Side.

Es curioso ver las vueltas que da la vida.

Rebecca entró en el montacargas y cerró la verja corredera. La luz estaba apagada, cosa muy insólita en aquel edificio. El ascensor inició la ascensión hacia la planta del estudio con un matraqueo que retumbaba en la piedra del edificio. Por la noche, a veces oía relinchar a los caballos, pero en aquel momento estaban en silencio. En el aire se mezclaba el olor a heno con otro olor fétido.

Le gustaba estar sola en el estudio por la noche, aquella manera que tenía la soledad de fundirse con los ruidos nocturnos de la ciudad que la hacía sentirse más artista.

Sus pensamientos retrocedieron a la conversación que había sostenido la noche anterior con Gary. Éste le había dicho que tenía deseos de dejar Nueva York y que así podrían irse a vivir a una casa más espaciosa en Sands Point, Long Island, donde él se había criado. La idea de mudarse a «las afueras» la horrorizaba. No era sólo por amor a la ciudad sino porque sentía que, si la abandonaba, traicionaría sus raíces bohemias. Tenía la sensación de que se convertiría en lo que había jurado no ser nunca: una mujer como su madre y como la madre de su madre.

El ascensor se detuvo. Se abrió la puerta y salió al pasillo. Todas las luces estaban apagadas. Se echó el cabello hacia atrás y se lo recogió en una cola de caballo. Miró el reloj. Eran casi las nueve. El edificio estaba vacío. Por lo menos de seres humanos.

Los taconazos de sus pisadas resonaron en el frío cemento. Era un hecho -aunque a Rebecca le costaba admitirlo porque se sentía bohemia- que, cuanto más pensaba en ello, más convencida estaba de que deseaba tener hijos y de que la ciudad era el peor sitio para criarlos. Los niños necesitan jardín, columpios, aire puro y…

Justo en el momento en que introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta de su estudio, Rebecca Schayes tomó una decisión, una decisión que, sin duda alguna, habría encantado a Gary, el agente de bolsa que tenía por marido. Entró y accionó el interruptor de la luz.

Y entonces descubrió la insólita figura del asiático.

Por un instante, el hombre se limitó a mirarla fijamente. Una mirada que le heló la sangre. Luego el asiático se hizo a un lado, se situó detrás de ella y le descargó un puñetazo en la base de la columna vertebral.

Fue como si acabasen de golpearle los riñones con un mazo.

Rebecca cayó desplomada de rodillas. El hombre le sujetó el cuello con dos dedos y le presionó un punto. Los ojos le hicieron chiribitas. Con la mano que tenía libre, el hombre le hundió, debajo de la caja torácica, unos dedos que eran como picos para romper hielo. Los dedos se pararon al llegar al hígado y Rebecca tuvo la sensación de que los ojos le saltaban de las cuencas. Jamás habría podido imaginar dolor más intenso. Quiso gritar, pero de su garganta sólo se escapó un gruñido ahogado.

Desde el otro extremo de la habitación llegó hasta ella, a través de la niebla que tenía ante sus ojos, la voz de otro hombre.

– ¿Dónde está Elizabeth? -le preguntó.

Fue la primera vez que se lo preguntó.

Pero no la última.

19

Plantado delante del maldito ordenador, comencé a beber como un loco. Intenté, a través de una docena de procedimientos diferentes, entrar en la página. Usé el Explorer y después el Netscape. Vacié la memoria caché y volví a cargar las páginas, me desconecté del servidor y volví a conectarme otra vez.

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