Harlan Coben - No Se Lo Digas A Nadie

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Durante trece años,Elizabeth y David Beck han acudido al lago Charmaine para dejar testimonio,en la corteza de un árbol, de un año más de felicidad. Ya no es así. Fue la trece su última cita.Una tragedia difícil de superar. Han pasado ocho años, pero el doctor David Beck no consigue sobreponerse al horror de semejante desgracia porque, aunque Elizabeth esté muerta y su asesino en el corredor de la muerte, aquella última cita puso fin a algo más que a una vida.

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¿Podía haber algo más aterrador para un niño?

Unos minutos más tarde TJ cerró los ojos y se deslizó en el sueño.

– Se pegó contra un lado de la puerta -dijo Tyrese-. Nada más. Está ciego. Tenía que ocurrir, ¿no es así?

– Tendremos que vigilarlo toda la noche -dije-, pero todo irá bien.

– Pero ¿qué dice? -dijo Tyrese mirándome-. ¿Cómo puede ir bien si no para de sangrar?

No tuve respuesta que darle.

– Tengo que sacarlo de aquí.

Pero no se estaba refiriendo al hospital.

Tyrese rebuscó en el bolsillo y comenzó a sacar billetes. Pero yo no estaba de humor. Levanté la mano y dije:

– Después nos vemos.

– Gracias por haber venido, doc. Le estoy muy agradecido.

Estuve a punto de recordarle que había ido a ver a su hijo, no a él, pero opté por callar.

«Mucho cuidado» -pensó Carlson mientras sentía que el pulso se le aceleraba-. Había que andarse con tiento.

Se sentaron los cuatro -Carlson, Stone, Krinsky y Dimonte- a la mesa de conferencias junto con Lance Fein, el ayudante del fiscal del distrito. Fein era una rata codiciosa, con unas cejas sometidas a constantes ondulaciones y una cara tan amarillenta que parecía que fuera a derretírsele como la cera si hacía mucho calor; estuvo a la altura de su cargo.

Dimonte dijo:

– Le daremos por culo.

– Una vez más -añadió Lance Fein-, dejádmelo a mí. Yo haré que incluso Alan Dershowitz quiera encerrarlo.

Dimonte hizo un gesto de asentimiento en dirección a su compañero.

– Adelante, Krinsky. Empápame del asunto.

Krinsky sacó el bloc y empezó a leer.

– Rebecca Schayes murió de dos tiros en la cabeza disparados casi a quemarropa con una pistola automática de nueve milímetros. Provistos de una orden judicial expedida por las autoridades federales, practicamos un registro en el garaje del doctor David Beck y encontramos un arma de nueve milímetros.

– ¿Tenía huellas? -preguntó Fein.

– Ninguna. Pero las pruebas balísticas confirmaron que el arma de nueve milímetros, encontrada en el garaje del doctor Beck, es la del crimen.

Dimonte sonrió y enarcó las cejas.

– ¿A alguien más se le han puesto los pelos de punta?

Las cejas de Fein hicieron un movimiento de ascenso y descenso.

– Continúa, por favor -dijo.

– La misma orden de registro permitió localizar un par de guantes de goma en un contenedor de basura de la residencia del doctor David Beck. En el guante derecho había restos de pólvora. El doctor Beck es diestro.

Dimonte estiró hacia arriba las botas de piel de reptil y trasladó el palillo de una a otra comisura.

– ¡Venga, dale! Así me gusta. Pégale duro.

Fein frunció el entrecejo. Krinsky, sin apartar los ojos del bloc, se pasó la lengua por el dedo y pasó la página.

– En ese mismo guante de goma de la mano derecha el laboratorio descubrió un cabello cuyo color concuerda perfectamente con el de Rebecca Schayes.

– ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! -Dimonte empezó a chillar fingiendo un orgasmo. O quizá no fingía.

– Una prueba concluyente del ADN exigirá más tiempo -prosiguió Krinsky-. Por otra parte, en la escena del crimen se encontraron más huellas pertenecientes al doctor David Beck, aunque no en el cuarto oscuro donde se descubrió el cuerpo de la mujer.

Krinsky cerró el bloc de notas. Todos los ojos se volvieron hacia Lance Fein.

Éste estaba de pie rascándose la barbilla. Dejando aparte el comportamiento de Dimonte, todos los presentes reprimían cierto vértigo. En la habitación crepitaban las chispas que preceden a la detención, esa emoción, altamente adictiva, que acompaña a los casos tristemente famosos. Se presentían conferencias de prensa, llamadas de políticos y fotografías en los periódicos.

El único que mostraba inquietud era Nick Carlson. Seguía sentado manoseando un clip de papel, retorciéndolo y enderezándolo continuamente. Era un gesto irreprimible. Algo se había colado en sus adentros que asomaba apenas, invisible todavía pero presente y terriblemente irritante. Por un lado estaban las escuchas instaladas en casa del doctor Beck. Alguien lo vigilaba. Habían pinchado también su teléfono. Pero parecía que aquello era algo que nadie parecía saber, o no le daban importancia.

– ¿Lance? -inquirió Dimonte.

Lance Fein carraspeó.

– ¿Sabes dónde está ahora el doctor Beck? -preguntó.

– En la clínica -respondió Dimonte-. Tengo a dos agentes vigilándolo.

Fein asintió.

– ¡Venga, Lance, sé buen chico y déjalo en mis manos! -dijo Dimonte.

– Vamos a llamar primero a la señora Crimstein -respondió Fein-. Por pura cortesía.

Shauna se lo contó casi todo a Linda. Se guardó lo de que Beck había «visto» a Elizabeth en el ordenador. Pero no lo hizo porque le concediera el más mínimo crédito, sabía de sobra que no era otra cosa que una patraña digital. Pero Beck había sido tajante con respecto a este punto: no se lo digas a nadie. No le gustaba tener secretos para Linda, pero siempre era preferible esto que traicionar la confianza de Beck.

Linda no dejó de mirar a los ojos a Shauna ni un momento. No hacía ningún gesto, no hablaba, no se movía siquiera. Cuando Shauna terminó de hablar, Linda preguntó:

– ¿Has visto las fotos?

– No.

– ¿De dónde las sacó la policía?

– No lo sé.

Linda se puso de pie.

– David jamás habría hecho daño a Elizabeth.

– Lo se.

Linda se abrazo el cuerpo y lanzo profundos suspiros. Se había puesto muy pálida.

– ¿Estás bien? -le preguntó Shauna.

– ¿Qué me ocultas?

– ¿Qué te hace pensar que te oculto algo?

Linda se limitó a mirarla.

– Pregunta a tu hermano -respondió Shauna.

– ¿Por qué?

– No soy quién para decírtelo.

Volvió a zumbar el timbre de la puerta. Esta vez lo atendió Shauna.

– ¿Sí?

– Soy Hester Crimstein -contestó una voz.

Shauna pulsó el botón y dejó abierta la puerta. A los dos minutos Hester entraba en la habitación.

– ¿Alguna de vosotras conoce a una fotógrafa que se llama Rebecca Schayes?

– ¡Claro que la conozco! -dijo Shauna-. Lo que pasa es que hace mucho tiempo que no la veo. ¿Y tú, Linda?

– Años -corroboró Linda-. Había compartido un apartamento con Elizabeth en el centro de la ciudad. ¿Por qué?

– La asesinaron anoche -soltó Hester-. Creen que el culpable es Beck.

Fue como una bofetada para las dos. La primera en reaccionar fue Shauna.

– Anoche estuve con Beck -dijo-. En su casa.

– ¿Hasta qué hora?

– ¿Qué hora quieres?

Hester frunció el ceño.

– No me vengas con bromas, Shauna. ¿A qué hora saliste de su casa?

– Serían las diez o las diez y media. ¿A qué hora la asesinaron?

– Todavía no lo sé. Pero tengo quien me dé información. Y me ha dicho que hay pruebas fehacientes contra él.

– ¡Eso es un disparate!

Sonó un móvil. Hester Crimstein cogió inmediatamente el suyo y se lo pegó al oído.

– ¿Sí?

La persona que la llamaba habló durante lo que pareció ser una eternidad. Hester escuchaba en silencio. Los rasgos de su cara fueron distendiéndose hasta adquirir la expresión de la derrota. Un minuto o dos después, sin despedirse, desconectó el teléfono con gesto agresivo.

– Una llamada de cortesía -murmuró.

– ¿Cómo?

– Van a detener a tu hermano. Tenemos una hora para entregarlo a las autoridades.

24

No podía pensar en otra cosa más que en Washington Square Park. Todavía faltaban cuatro horas pero, si no se presentaba ninguna urgencia, era mi día libre. Era libre como un pájaro, como cantaba Lynyrd Skynyrd, un pájaro que no deseaba otra cosa que volar a Washington Square Park.

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