Harlan Coben - No Se Lo Digas A Nadie

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Durante trece años,Elizabeth y David Beck han acudido al lago Charmaine para dejar testimonio,en la corteza de un árbol, de un año más de felicidad. Ya no es así. Fue la trece su última cita.Una tragedia difícil de superar. Han pasado ocho años, pero el doctor David Beck no consigue sobreponerse al horror de semejante desgracia porque, aunque Elizabeth esté muerta y su asesino en el corredor de la muerte, aquella última cita puso fin a algo más que a una vida.

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Iba camino de la clínica cuando el busca emitió, una vez más, su desagradable tonadilla. Con un suspiro, miré el número. Era el del móvil de Hester Crimstein y estaba codificado como urgente.

No podían ser buenas noticias.

Pasé un momento debatiéndome en la duda de si devolver la llamada o seguir volando… pero ¿para qué? Volví a la sala de reconocimiento. La puerta estaba cerrada y la palanca roja en su sitio, lo que significaba que dentro había otro médico.

Seguí pasillo adelante, doblé a la izquierda y encontré una habitación vacía en el departamento de obstetricia y ginecología de la clínica. Me sentía como un espía en campo enemigo. La sala brillaba por exceso de metal. Rodeado de estribos y otros artilugios de aire temiblemente medieval, marqué el número de teléfono.

Hester Crimstein no se molestó en saludarme.

– Beck, tenemos un gran problema. ¿Dónde está?

– En la clínica. ¿Qué pasa?

– Conteste una pregunta -dijo Hester Crimstein-. ¿Cuándo fue la última vez que vio a Rebecca Schayes?

Sentí el lento y profundo latido de mi corazón.

– Ayer, ¿por qué?

– ¿Y la vez anterior?

– Hace ocho años.

Crimstein soltó un taco por lo bajo.

– ¿Qué pasa? -pregunté.

– Anoche asesinaron a Rebecca Schayes en su estudio. Le dispararon dos tiros en la cabeza.

Sentí la desazón de la caída libre, esa sensación que se tiene pocos momentos antes de caer dormido. Me flaquearon las piernas. Y caí sentado en un taburete.

– ¡Oh, Dios mío!…

– Beck, escúcheme. Ponga mucha atención.

Me acordaba de Rebecca, de su aspecto de ayer.

– ¿Dónde estuvo anoche?

Aparté el teléfono e hice una profunda aspiración. Muerta, Rebecca estaba muerta. Era extraño, seguía recordando el brillo de su hermosa cabellera. Pensé en su marido. Pensé en las noches que le esperaban, solo en la cama, recordando aquellos cabellos desparramados sobre la almohada.

– ¿Beck?

– En casa -dije-. Estuve en casa con Shauna.

– ¿Y después?

– Salí a dar un paseo.

– ¿Por dónde?

– Por ahí.

– ¿Dónde es por ahí?

No respondí.

– Escúcheme bien, Beck, ¿me escucha? Han encontrado el arma del crimen en su casa.

Oí las palabras pero su significado tardó en abrirse camino hasta mi cerebro. La habitación se transformó de pronto en un espacio agobiante. No había ventanas. Me costaba respirar.

– ¿Me oye?

– Sí -dije y, entendiendo a medias lo que acababa de oír, seguí repitiendo las mismas palabras-. No es posible.

– Mire, no hay tiempo para hablar de eso. Van a detenerle. He hablado con el fiscal del distrito. Es un cabrón de cuidado y ha decidido entregarlo.

– ¿Me detendrán?

– Atienda lo que le digo, Beck.

– Yo no he hecho nada.

– Eso ahora no tiene importancia. Van a detenerlo. Van a llevarlo ante un tribunal. Conseguiremos una fianza. Estoy camino de la clínica. Voy a recogerlo. No se mueva de ahí. No diga nada a nadie. ¿Me oye? No hable con la policía, ni con los federales, ni con el compañero con quien lo encierren. ¿Me ha comprendido?

La mirada se me extravió hasta el reloj situado sobre la mesa de reconocimiento. Pasaban unos minutos de las dos. Washington Square. Pensé en Washington Square.

– No pueden detenerme, Hester.

– Todo se arreglará.

– ¿En cuánto tiempo? -pregunté.

– ¿En cuánto tiempo qué?

– ¿Cuánto tiempo tardaré en obtener la fianza?

– No lo sé con seguridad. No creo que la fianza en sí sea un problema. Usted no tiene antecedentes. Es una persona íntegra, con raíces y vínculos en la comunidad. Es probable que tenga que entregar su pasaporte.

– ¿Pero cuánto tiempo?

– ¿Cuánto tiempo para qué, Beck? No le entiendo.

– Para quedar en libertad.

– Mire lo que le digo. Trataré de presionarlos, ¿de acuerdo? Pero incluso si son diligentes… no digo que vayan a serlo, tendrán que enviar sus huellas a Albany. Es la norma. Y si tenemos suerte, estoy hablando de mucha suerte, podemos conseguir que lo hagan comparecer ante el juez a medianoche.

¿Medianoche?

Un terrible pavor me atenazó el pecho como una cinta de acero. La cárcel equivalía a no poder acudir a la cita de Washington Square Park. El hilo que me unía a Elizabeth era tan frágil como el cristal veneciano. Si no podía estar a las cinco en Washington Square…

– Es imposible.

– ¿Cómo?

– Tiene que pararles los pies, Hester. Conseguir que me detengan mañana.

– ¿Está usted bromeando? Mire lo que le digo, es probable que ya estén ahí, que lo tengan vigilado.

Me asomé por la puerta y recorrí el pasillo con la mirada. Desde donde me encontraba sólo podía ver parte del mostrador de recepción, el extremo de la derecha, pero fue suficiente.

Había dos polis, posiblemente más.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamé, volviendo a la habitación.

– ¿Beck?

– No puedo ir a la cárcel -volví a decir-. Hoy, no.

– Oiga, Beck, no me fastidie, ¿quiere? Quédese ahí. No se mueva, no hable, no haga nada de nada. Quédese sentadito en su despacho y espere. Voy enseguida.

Y colgó.

Rebecca muerta. Y se figuraban que yo la había matado. Ridículo, por supuesto, pero era indudable que ahí tenía que estar la conexión. Yo la había visto el día antes por primera vez desde hacía ocho años y la mataron esa misma noche.

¿Qué demonios estaba pasando?

Abrí la puerta y saqué la cabeza. Los polis no miraban hacia donde yo estaba. Salí al pasillo y avancé. Había una salida de emergencia en la parte posterior del edificio. Podía colarme por ella. Eso me permitiría ir hasta Washington Square Park.

¿Estaba ocurriendo todo aquello de veras? ¿Estaba huyendo de la policía?

No lo sabía. Cuando ya estaba en la puerta, me aventuré a volverme y mirar. Uno de los policías me descubrió. Me señaló con el dedo y echó a correr hacia mí.

Abrí la puerta de par en par y me lancé a la carrera.

Era increíble: yo huyendo de la policía.

La puerta de salida se cerró con estruendo y me dejó en un callejón oscuro detrás de la clínica. No conocía la calle. Aunque pueda parecer extraño, no conocía el barrio. Iba a la clínica, trabajaba y me marchaba. Trabajaba encerrado en un espacio sin ventanas, agobiado por la falta de sol, como un adusto mochuelo. Bastaba que me alejara una manzana en paralelo de mi lugar de trabajo para encontrarme en territorio totalmente desconocido.

Doblé a la derecha sin que ninguna razón particular me impulsara a hacerlo. Oí, detrás de mí, que la puerta se abría.

– ¡Alto! ¡Policía!

Me llegaron las palabras. Pero no les hice caso. ¿Dispararían, quizá? Lo dudaba. No lo harían, en todo caso, por las repercusiones que podía tener disparar a un fugitivo desarmado. No era imposible, sobre todo en aquel vecindario, pero sí improbable.

No me topé con mucha gente en aquella manzana, pero los pocos que encontré me miraron con un interés que era poco más que pasajero y superficial, el mismo interés que pones cuando haces zapping . Seguí corriendo. El mundo desfilaba ante mí como una nebulosa. Pasé como un bólido junto a un hombre de aspecto peligroso acompañado de un avieso rottweiler. Había unos viejos sentados en la esquina lamentándose de los tiempos que corrían. Mujeres cargadas con demasiadas bolsas. Chavales, a cuál más cínico, que habrían debido estar en la escuela, apoyados contra todas las cosas imaginables.

Y yo, entretanto, huyendo de la policía a todo correr.

Mi cabeza empezaba a tener dificultades para percatarse de la situación. Sentía que las piernas me flaqueaban, pero la imagen de Elizabeth mirando a la cámara me hacía seguir adelante, me daba arrestos.

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