– Son la misma persona.
– Chad y Ricky son diminutivos de Richard -explicó Bella a Glenn.
– No lo sabía.
– Le pedí a Ricky que les echara un vistazo y me dijera si tenían algún valor -prosiguió Abby-. Se los llevó y me los devolvió un par de días después. Me dijo que había algunos sellos que sí valían algo, pero que la mayoría eran réplicas de sellos caros, coleccionables, pero sin ningún valor. Dijo que seguramente podría sacar unos dos mil dólares australianos por todo el lote.
– De acuerdo -dijo Glenn. Sus ojos le inquietaban, no dejaban de moverse de un lado a otro. Le parecía que estaba presenciando una actuación ensayada, no algo que saliera del corazón-. ¿Le creyó?
– No tenía motivos para no hacerlo -contestó Abby-. Pero nunca he sido una persona muy confiada. -Volvió a encogerse de hombros-. Es mi carácter. Por eso saqué fotocopias de todos los sellos antes de dárselos. Cuando los comparé con los que me había devuelto, parecían todos iguales, pero aprecié diferencias sutiles. Me encaré a él y me dijo que estaba alucinando.
– Fue muy inteligente por su parte sacar copias -comentó Bella.
Abby miró inquieta su reloj, luego bebió café.
– En cualquier caso, un par de días más tarde estaba en el piso de Ricky hojeando una de las revistas especializadas y leí un artículo sobre una subasta de sellos raros en Londres. Era de una plancha 77 de Penny Reds que salía por un precio récord de ciento sesenta mil libras, y vi que se parecía a la plancha que tenía yo. Comparé la fotografía del periódico con mis sellos y vi aliviada que eran muy similares, pero no absolutamente idénticos, así que no había vendido los míos. Pero entonces me entró el pánico por si Ricky intentaba venderlos.
– ¿Por qué pensó eso? -la sondeó Bella.
– Había algo en su forma de comportarse con los sellos que me incomodaba mucho. Sabía que me estaba mintiendo, simplemente. -Se encogió de hombros-. En cualquier caso, un par de días después estaba puesto hasta las cejas de cocaína, esnifaba todo el día, y entonces, temprano por la mañana se quedó profundamente dormido. Fui a su ordenador, vi que había dejado abierto su correo, y encontré varios e-mails a comerciantes de todo el mundo en los que se ofrecía para vender unos sellos que claramente eran los míos. Fue muy inteligente. Los había dividido en unidades y planchas individuales para que no pudieran ser identificados como una colección.
– ¿Se encaró a él? -preguntó Glenn.
Ella dijo que no con la cabeza.
– No, el día que lo conocí alardeó de lo fácil que era esconder los sellos, que eran una forma genial de blanquear dinero y transportarlo por todo el mundo. Que incluso si te registraban, la mayoría de los agentes de aduanas no tendrían ni la menor idea de que fueran valiosos. Dijo que el mejor lugar para esconderlos era dentro de un libro; una novela de tapas duras, algo así, que los protegiera. Así que busqué en sus estanterías. Y los encontré.
Bella sonrió.
Branson observó el rostro de Abby -sus ojos- asimilando su historia, pero no acababa de sentirse cómodo con aquella mujer. No lo estaba contando todo. Omitía algo, pero no sabía qué. Estaba claro que era lista.
– ¿Qué sucedió después? -preguntó.
– Me largué. Cogí los sellos, me escabullí a casa, hice la maleta y cogí el primer vuelo a Sydney por la mañana. Estaba asustada porque creía que vendría a por mí. Es un sádico. Llegué a Inglaterra vía Los Angeles y luego a Nueva York.
– ¿Por qué no fue a la policía de Melbourne y denunció lo que había hecho Ricky? -preguntó Glenn.
– Porque me daba miedo -dijo-. Es muy inteligente, sabe mentir muy bien. Me preocupaba que le colara una historia a la policía y recuperara los sellos. O que viniera a por mí y me hiciera daño. Ya me había hecho daño en una ocasión.
Glenn y Bella se intercambiaron una mirada de complicidad, recordaban el historial de Chad Skeggs con la policía de Brighton. -Y necesitaba desesperadamente el dinero -dijo Abby-.
Mi madre está muy enferma, tiene esclerosis múltiple. Lo necesito para pagarle una residencia.
Glenn se fijó en la forma como dijo esa última frase. No sabía exactamente por qué, pero la pronunció de un modo extraño, como si justificara cualquier acción. Y le pareció raro que utilizara la palabra «necesitar». Si alguien te quitaba algo que te pertenecía, no era cuestión de necesitarlo: era tuyo por derecho.
– ¿Está diciendo que tener a su madre en una residencia le costará millones? -dijo Bella.
– Sólo tiene sesenta y ocho años, aunque parece mucho mayor -contestó Abby-. Podría vivir veinte años, quizá más. No sé cuánto va a costar. -Bebió café-. ¿Qué relevancia tiene eso? Quiero decir… Si no hacen algo deprisa, no aguantará. No lo hará. -Volvió a enterrar la cara entre las manos y sollozó.
Los dos inspectores se lanzaron una mirada. Entonces Glenn Branson preguntó:
– ¿Alguna vez conoció a alguien llamado David Nelson?
– ¿David Nelson? -Frunció el ceño, secándose los ojos, luego dijo que no con la cabeza-. El nombre me suena, creo. -Dudó, luego siguió-. ¿David Nelson? Creo que Ricky tal vez mencionara el nombre.
Branson asintió. Estaba mintiendo.
– Y los sellos… ¿Están en Inglaterra ahora? -preguntó.
– Sí. -¿Dónde?
– En un lugar seguro, bajo llave.
Branson volvió a asentir. Ahora sí decía la verdad.
Octubre de 2007
Lo único que quería Nick Nicholl en estos momentos era dormir bien por una noche. Su problema radicaba en que eran las ocho y media de la mañana e iba en la parte trasera de un Holden azul de la policía, con un sol espléndido, alejándose de las instalaciones del aeropuerto en dirección al centro de Melbourne. Circulaban por una autopista ancha de varios carriles que, en su opinión, tanto podía estar en Estados Unidos como en Australia, salvo por el hecho de que el conductor, el sargento Troy Burg, iba sentado a la derecha. Algunas de las señales parecían similares a las del Reino Unido, pero otras eran de un color distinto, muchas azules y naranjas, advirtió, y los límites de velocidad se indicaban en kilómetros. Miró una caja negra delgada que había encima del salpicadero, un ordenador de pantalla táctil instalado en la guantera y todas las teclas grandes y brillantes que tenía alrededor. Era como una versión adulta de un ordenador infantil. Aunque Liam todavía no tenía la edad, Nick ya había empezado a mirar juguetes educativos para él.
Le echaba de menos. Echaba de menos a Julie. La perspectiva de pasar el fin de semana en Australia sin ellos, sólo con la compañía del maldito Norman Potting, le llenaba de pavor.
El sargento jefe George Fletcher, un hombre paternal y amistoso sentado en el asiento del copiloto, parecía bien informado y fue directamente al grano después de intercambiar las cortesías de rigor. Su compañero taciturno, una década más joven, conducía en silencio. Los dos policías australianos vestían una camisa blanca recién planchada, corbatas azules estampadas y pantalones de traje oscuros.
Potting, que llevaba lo que parecía una especie de uniforme militar, había encendido brevemente su pipa en cuanto salieron de la terminal del aeropuerto y ahora el coche desprendía un olor repugnante a tejido mal ventilado, tabaco y humos rancios. El hombre parecía sorprendentemente fresco después de un viaje tan largo y el joven agente, que también vestía traje y corbata, le envidió por ello.
– De acuerdo -dijo Fletcher-, no hemos tenido demasiado tiempo para prepararnos, pero hemos iniciado todas las líneas de investigación. La primera información que tenemos es sobre los registros de inmigración correspondientes a las personas que han entrado en Australia con el nombre de David Nelson desde el 11 de septiembre de 2001. Tenemos uno que es particularmente interesante por el perfil de tiempo que nos habéis dado. El 6 de noviembre de 2001, un tal David Nelson llegó a Sydney en un vuelo procedente de Ciudad del Cabo, Sudáfrica. Su fecha de nacimiento le sitúa en la edad adecuada.
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