Peter James - Las Huellas Del Hombre Muerto

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Abby entro al elevador y las puertas se cerraron con el sonido de una pala levantando canto rodado. De pronto sintio el perfume de alguien mas y tambien de un limpiador con aroma de limon. El elevador se movio unos cuantos centimetros hacia arriba. Y ahora era demasiado tarde para cambiar de idea y salir: con el metal de las paredes presionandola, comenzo a caer por el vacio. Abby se dio cuenta de que acababa de cometer el peor error de su vida… En medio del caos de la manana del 9/11, el negociante Ronnie Wilson ve la oportunidad de su vida. Para salir de sus deudas, desaparecera y se re-inventara a si mismo en otro pais. / Abby stepped in the lift and the doors closed with a sound like a shovel smoothing gravel. She breathed in the smell of someone else's perfum, and lemon-scented cleaning fluid. The lift jerked upwards a few inches. And now, too late to change her mind and get out, with the metal walls pressing in around her, they lunged sharply downwards. Abby was about to realize she had just made the worst mistake of her life…Amid the tragic unfolding mayhem of the morning of 9/11, failed Brighton businessman and ne'er-do-well Ronnie Wilson sees the chance of a lifetime, to shed his debts, disappear and reinvent himself in another country.Six years later, the discovery of the skeletal remains of a woman's body in a storm drain in Brighton, leads Detective Superintendent Roy Grace on an enquiry spanning the globe, and into a desperate race against time to save the life of a woman being hunted down like an animal in the streets and alleys of Brighton. 'One of the most fiendishly clever crime fiction plotters'

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Dennis detuvo el coche delante de una señal de prohibido aparcar que había justo enfrente y pegó por dentro del parabrisas un cartón grande con la palabra Policía escrita rudimentariamente. Luego los tres entraron en el local.

El interior tenía un aire lujoso y a Grace le recordó a un club de caballeros antiguo. Estaba revestido con paneles de madera oscuros y relucientes, había dos sillones negros de piel y una alfombra gruesa y desprendía un fuerte olor a cera para muebles. Sólo las vitrinas de cristal, que contenían una pequeña colección de sellos que parecían muy antiguos, y el mostrador con la superficie de cristal, que exponía una hilera de monedas sobre terciopelo violeta, indicaban que se trataba de un negocio.

Cuando la puerta se cerró tras ellos, un hombre alto y muy obeso, de unos cincuenta años, con una sonrisa amplia y acogedora en los labios, se materializó a través de una puerta oculta en los paneles. Vestido acorde con el local, llevaba un traje de buena factura, de raya diplomática y con chaleco, y lucía una corbata de rayas. Era prácticamente calvo, excepto por un flequillo estrecho parecido a la tonsura de un monje que le llegaba hasta la mitad de la frente y que tenía un aspecto un poco cómico. Además, era imposible saber dónde terminaba la papada y dónde comenzaba el cuello.

– Buenos días, caballeros -les dijo afablemente, con una voz aguda que no sorprendió a Grace-. Soy Abe Miller. ¿En qué puedo ayudarles?

Dennis y Pad mostraron sus placas y presentaron a Roy Grace. Abe Miller siguió igual de afable, sin mostrar ningún tipo de decepción porque no fueran clientes.

Grace, que pensaba que el hombre era demasiado grande y torpe para manejar artículos tan delicados como los sellos y las monedas raros, le enseñó las tres fotografías distintas que había traído de Ronnie Wilson. Emocionado, vio un atisbo de reconocimiento en el rostro de Abe Miller. El comerciante volvió a mirarlas, luego una tercera vez.

– Creemos que estaba en Nueva York por la época del 11-S -apuntó Grace.

– Le he visto. -Abe Miller asintió pensativamente-. Déjeme pensar. -Entonces levantó un dedo-. Estoy bastante seguro de recordar a este tipo, ¿saben por qué? -Miró a los tres policías, uno por uno.

Grace negó con la cabeza.

– No.

– Porque creo que fue la primera persona que entró aquí después del 11-S.

– Se llama Ronald Wilson -dijo Grace-. Ronald o Ronnie.

– El nombre no me suena. Pero dejen que vaya a comprobar algo a la trastienda. Denme dos minutos.

Desapareció por la puerta oculta y regresó un minuto después con una tarjeta antigua con notas escritas a tinta.

– Aquí está -dijo. Dejó la tarjeta sobre el mostrador y la leyó un momento-. Miércoles, 12 de septiembre de 2001. -Entonces volvió a mirar a los tres hombres-. Le compré cuatro sellos. Los cuatro eran Eduardos, de una libra, sin montar y nuevos. La goma estaba perfecta, sin charnela. -Entonces sonrió con picardía-. Le pagué dos mil pavos por cada uno. ¡Menuda ganga! -Volvió a mirar la tarjeta-. Los vendí unas semanas después, saqué un buen beneficio. La cuestión es que no tendría que haberlos vendido, ese día no. Demonios, todos creíamos que tal vez el mundo se acabaría. -Entonces volvió a mirar la tarjeta y frunció el ceño-. ¿Ronald Wilson, han dicho?

– Sí -contestó Grace.

– No. No, señor. No se llamaba así. No es el nombre que me dio. Aquí anoté David Nelson. Sí, así se llamaba. Señor David Nelson.

– ¿Le dio una dirección o un número de teléfono? -preguntó Grace.

– No, señor.

En cuanto salieron a la calle, Grace llamó a Glenn Branson. Le dijo que informara a Norman Potting y Nick Nicholl que ahora su prioridad máxima era averiguar si se conservaban los registros de inmigración de 2001 y, en caso afirmativo, que comprobaran si aparecía en ellos un tal David Nelson.

La reunión que acababa de mantener le había dejado buenas sensaciones. Pero la única sombra, como apuntó Glenn, y como Grace ya había pensado, era si Ronnie Wilson todavía utilizaba ese nombre cuando se marchó a Australia, si es que había ido allí. Tal vez entonces ya se hubiera convertido en otra persona.

Pero una hora después, mientras estaban a punto de entrar en el despacho azul pizarra y gris del forense, Glenn Branson le llamó. Parecía emocionado.

– ¡Tenemos novedades!

– Cuéntame.

– Antes te he dicho que habíamos perdido a Katherine Jennings, ¿verdad? Que había burlado al equipo de vigilancia. Bueno, pues agárrate. Ha entrado en la comisaría de policía de John Street hace una hora.

Las palabras fueron como una descarga eléctrica.

– ¿Qué? ¿Por qué?

– Dice que han secuestrado a su madre, una ancianita enferma. Un tipo amenaza con matarla.

– ¿Has hablado con ella?

– Un agente del Departamento de Investigación Criminal ha hablado con ella allí… Y ha descubierto que el hombre a quien acusa del secuestro es nada más y nada menos que Chad Skeggs.

– ¡Joder!

– Ya pensé que te gustaría.

– Y ahora ¿qué?

– He mandado a Bella con una agente de relaciones familiares, Linda Buckley, para que la traigan aquí. Bella y yo vamos a interrogarla cuando llegue.

– Llámame en cuanto hayas hablado con ella.

– ¿A qué hora tienes el vuelo?

– Salgo a las seis de la tarde… Las once de la noche para ti.

La voz de Branson cambió de repente.

– Viejo, tal vez tenga que dormir en tu casa esta noche. Ari está que se sube por las paredes. Anoche no llegué a casa hasta las doce.

– ¡Dile que eres policía, no una puta canguro!

– Díselo tú. ¿Quieres que la llame y te la paso?

– La llave está donde siempre -se apresuró a decir Grace.

107

Octubre de 2007

El teléfono de Abby permaneció callado. Parecía que su único medio de contacto con el mundo había muerto. Ya habían transcurrido casi tres horas desde la última vez que había tenido noticias de Ricky.

Miró sombríamente por la ventana del vagón vacío, agarrando la bolsa de plástico en la que había metido todos los medicamentos que encontró en el baño y el dormitorio de su madre. Le dijo a Doris que iba a llevarla a una residencia porque la inquietaba su capacidad de cuidar de sí misma y que la llamaría para darle la nueva dirección de su madre y el teléfono. Doris le dijo que la entristecía perder a su vecina, pero que era afortunada por tener una hija tan buena y generosa que se ocupara de ella.

«Qué irónico», pensó Abby.

El cielo era cada vez más azul. Nubes grandes se deslizaban por él como si estuvieran en una misión urgente. Estaba quedando una tarde de otoño maravillosa y ventosa. El tipo de tarde, en otra vida, cuando era libre, en que le encantaba deambular por el paseo marítimo, en particular por el camino al pie de los acantilados de Black Rock, por delante del puerto deportivo hacia Rottingdean.

Antes a su madre también le gustaba aquella caminata. A veces, iban toda la familia junta los domingos por la tarde: su madre, su padre y ella. Le encantaba cuando la marea estaba alta y las olas estallaban en las escolleras y a veces incluso subían hasta el espigón y la espuma les salpicaba.

Y hubo un tiempo, en algún momento de la noche de su infancia, en que recordaba haber sido feliz. ¿Fue antes de que comenzara a acompañar a su padre a las mansiones donde trabajaba? ¿Antes de ver que había gente que era distinta, que llevaba una vida distinta?

¿Fue ése su punto de inflexión?

A cierta distancia a su izquierda vio las colinas suaves de los Downs mientras el tren regresaba a Brighton, al lugar donde habitaban tantos recuerdos de su vida. Donde seguían viviendo sus amigos, que no sabían que ella estaba aquí y a quienes le habría encantado ver. Más que nunca ahora le habría encantado tener la compañía de sus amigos, desahogarse con alguien que no estuviera involucrado en todo esto. Alguien que pudiera pensar con claridad y le dijera si estaba loca o no. Pero se temía que ya era demasiado tarde para eso.

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