Rex Stout - Los Amores De Goodwin
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– ¿Por qué no se lo dices? -respondió el otro.
– Es qué se las da de listo -dijo Quayle, y mirándome explicó-: A las tres y media pediremos órdenes.
– Así está mejor. Y ¿qué ocurrirá si yo salgo con Nero Wolfe, lo meto en mi coche y me lo llevo? ¿Exhibirán ustedes su papel y se mezclarán en ello?
– No, le seguiremos si va usted directamente a la policía. Si intenta desviarse, será diferente.
– Conforme, acepto su palabra de honor. Si se olvida usted de ella y trata de apoderarse de él, me quejaré a la Oficina de Sanidad. Está enfermo.
– ¿Qué le aqueja?
– Asientomanía crónica. No querrán ustedes atropellar una vida humana, ¿verdad?
– Sí, queremos.
Satisfecho, cerré la puerta, volví al despacho y le dije a Wolfe:
– Todo listo. A pesar de que nos seguirán, estoy dispuesto a llevarle a la policía o a una excursión al Canadá, como usted guste. Ya me lo dirá usted cuando estemos en el coche.
Empezó a ponerse en pie, con los labios más apretados que nunca.
Capítulo XXIX
– Usted no es abogado -le dijo el inspector Ash a Wolfe en tono insultante, aunque la afirmación no tuviera nada de ofensivo en sí-. Lo que se le haya dicho o escrito carece de cualquier clase de privilegio ante mí.
Además de Wolfe y yo, las otras personas presentes eran Ash, el comisario de policía Hombert y el fiscal del distrito, Skinner, lo cual dejaba la espaciosa oficina de Hombert casi vacía, aun considerando que Wolfe valía por tres.
– Lo malo de usted, Wolfe -dijo Ash, con fríos ojos, donde se reflejaba la luz que entraba por las ventanas-, es que mi predecesor, el inspector Cramer, le ha mimado demasiado. No sabía cómo conducirse con usted; le tenía usted hipnotizado, Al estar yo al frente del caso, ya advertirá usted la diferencia. Ya me conoce usted; ya recordará usted de lo poco que adelantó en el caso Boeddiker, de Queens.
– No lo empecé siquiera. Lo dejé. Y su abominable enfoque del caso le proporcionó al fiscal pruebas tan insuficientes que no pudo hacer condenar a un asesino cuya culpa era manifiesta. Señor Ash, es usted un incompetente.
– No sé por qué…
– ¡Basta ya! -interrumpió el comisario.
– Sí, señor -dijo Ash respetuosamente-. Sólo quería… deseaba…
– Me importa un pito lo que quería usted. Estamos en una situación apuradísima, que es lo único que toe interesa. Si quiere usted interrogar a Wolfe acerca de este caso, llegue tan lejos como quiera, pero aplace los demás temas. Usted sugirió que Wolfe ocultaba algo y que era ya hora de llamarle a capítulo. Hágalo. Estoy pendiente de usted.
– Sí, señor -dijo Ash-. Yo sólo sé que en todos los casos donde ha intervenido Wolfe al olor del dinero, se las ha arreglado siempre para hacerse con algún detalle que no tiene nadie más, y que siempre se ha aferrado a él hasta que le ha convenido soltarlo.
– Dice usted bien, inspector -dijo secamente el fiscal Skinner-. Y debería usted añadir que, cuando lo suelta, el resultado suele ser desastroso para el delincuente.
– ¿Ah, sí? -preguntó Ash-. ¿Y por esta razón hemos de dejarle dar la pauta a la policía y a la oficina de usted?
– Quisiera preguntar -terció Wolfe- si se me ha arrastrado aquí para escuchar una discusión de mi carrera y personalidad.
– Se le ha arrastrado a usted aquí -dijo Ash fuera de sí- para que nos diga lo que sepa, sin ocultar nada, de estos crímenes. Usted sostiene que soy un incompetente. Yo no creo lo mismo que usted. Muy al contrario, estoy persuadido de que usted sabe algo que le proporciona una idea clara de quién mató a Cheney Boone y a la Gunther.
– ¡Claro que la tengo! Y usted también.
Hubo algún bullicio entre ellos al oír estas palabras. Yo les hice una mueca tranquilizadora para dar la impresión que no había motivo para inquietarse. Sabía que Wolfe estaba exagerando los efectos y ello podía conducir a algún resultado desagradable. Su natural romántico le conducía a veces a semejantes excesos, y el pararle, una vez se había arrancado, era difícil. Precisamente el detenerle era uno de mis cometidos.
– El señor Wolfe no quiere decir -expliqué- que tengamos al asesino abajo, metido en el coche. Falta aún una serie de detalles.
Los movimientos de Hombert y de Skinner se habían limitado a cierta agitación muscular, pero Ash se había puesto en pie y se había venido a situar a medio metro de Wolfe, desde donde se puso a contemplarlo fijamente. Permanecía con las manos en la espalda, pero hubiera sido mejor para él recordar que la postura clásica de Napoleón era tener los brazos cruzados.
– Si esto ha sido una bravata, se la tendrá usted qué tragar -dijo-. Si no lo es, le voy a sacar del cuerpo toda la verdad. Déjeme usted llevármelo -le dijo a Hombert-. Aquí en su oficina sería violento.
– ¡Qué imbécil! -murmuró Wolfe-. ¡Qué absoluto imbécil! -Y poniéndose en pie dijo-: He aceptado a regañadientes el discutir larga e inútilmente un problema difícil, pero esto es una farsa. Lléveme a casa, Archie.
– No se irá usted -dijo Ash adelantándose y cogiendo a Wolfe del brazo-. Está usted detenido, amigo. Esta vez usted…
Ya sabía yo que cuando Wolfe se veía obligado a ello podía moverse con presteza y sabiendo cuál era su punto de vista respecto de que la gente le tocase, me había preparado para que se produjese este movimiento cuando vi a Ash cogerle del brazo. Sin embargo, la velocidad y la precisión con que abofeteó a Ash me sorprendieron tanto a mí cómo al propio Ash. El mismo interesado no se percató de la bofetada hasta que la tuvo encima, con su optimista acompañamiento sonoro. Al mismo tiempo los ojos de Ash relampaguearon y se disparó su puño izquierdo; yo me levanté y me interpuse. Lo urgente del caso impedía permitirse fantasías y por ello me contenté con colocarme entre ellos dos y el puño de Ash chocó con mi hombro derecho. Con gran presencia de ánimo, ni siquiera doblé un codo y me contenté con permanecer allí a modo de barrera, pero Wolfe, que pretende odiar las riñas, me dijo entre dientes:
– Déle. Archie. Abátalo.
Mientras tanto, Hombert y Skinner, viendo que se pronunciaban contra la efusión de sangre y no interesándome ser perseguido por agredir a un inspector, me retiré. Wolfe me miró y dijo:
– Yo estoy detenido y usted no. Telefonee al señor Parker para que disponga una fian…
– Goodwin se quedará aquí -dijo Ash con una expresión de crueldad que me sorprendió-. O, para mejor decir, los dos vendrán conmigo…
– Oiga -dijo Skinner agitando las manos, como un orador que quiere apaciguar una turba-. Esto es ridículo. Todos queremos…
– ¿Estoy detenido?
– Vamos, no piense en esto. Técnicamente, supongo…
– Así, pues, lo estoy. ¡Váyanse todos al infierno! -dijo Wolfe volviéndose a sentar-. El señor Goodwin telefoneará a nuestro abogado. Si quieren ustedes sacarme de aquí, manden a llamar a alguien que me lleve. Si quieren ustedes cambiar impresiones conmigo, cancelen esas ordenes de detención y quítenme de delante al señor Ash. Me da náuseas.
– Yo me cuidaré de él -dijo Ash- Ha golpeado a un policía.
Skinner y Hombert se miraron uno a otro. Luego miraron a Wolfe, luego a mí y luego volvieron a mirarse. Skinner movió negativamente la cabeza. Hombert volvió a mirar a Wolfe y luego a Ash.
– Inspector -dijo-, me parece mejor que deje el asunto en nuestras manos. No ha estado usted al frente de este cargo lo bastante para… bueno, para asimilar la situación y, aunque he consentido en su propuesta de traer a Wolfe acá, dudo de que esté usted suficientemente… bueno, advertido de todos los aspectos. Ya le he descrito a usted el origen de las presiones más fuertes para que quitásemos al inspector Cramer la dirección de este caso, lo cual suponía relevarle de su mando, y por ello vale la pena pensar en que el cliente de Wolfe es la A.I.N. Este es un detalle que se impone a nuestra reflexión. Mejor será que vuelva usted a su despacho, estudie mejor los informes y continúe las operaciones. En total, hay en la actualidad cerca de cuatrocientos hombres ocupados en este caso. Ya es bastante trabajo para uno solo.
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