Rex Stout - Los Amores De Goodwin

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Cuando un poderoso representante gubernamental de la O.R.P. (Oficina de Regulación de Precios) está preparándose para hablar ante un grupo de millonarios pertenecientes a la A.I.N. (Asociación Industrial Nacional) muere asesinado. El mundo de los negocios se tambalea ante las sospechas vertidas sobre los magnates asistentes a la conferencia. La A.I.N. exige que se encuentre al asesino y Nero Wolfe decide hacerse cargo del caso.

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Con la cucharilla en la mano, movió negativamente la cabeza. Dijo que era una estupidez el suponer que Dexter hubiera hecho nada para perjudicar a Boone y con él a la O.R.P.

– Además -añadió- estaba en Washington. No é a Nueva York hasta última hora de aquella noche, cuando le llamaron. En cuanto, a Kates… ¡Por favor, mírele! ¡Si es una máquina de calcular!

– Tiene una mirada siniestra.

– ¿Alger Kates, siniestro?

– Por lo menos, misterioso. En casa de Wolfe, aquella noche Erskine le acusó de haber matado al tío de usted porque quería casarse con usted y su tío se oponía, y Kates dejó en pie que deseaba casarse con usted, de la misma manera que otros doscientos galanes de la O.R.P. Más tarde, aquella misma noche, me enteré de que está casado ya y que su mujer se encuentra ahora en Florida. Una máquina de calcular que haya contraído matrimonio no tiene por qué desear a ninguna muchacha guapa.

– ¡Bah, querría ser simplemente galante o cortés!

– una máquina de calcular no es galante. Otra cosa, ¿de dónde sale el dinero para mandar a su mujer a Florida, tal como están las cosas y tenerla allí hasta fines de marzo?

– Verdaderamente -dijo Nina-, por alta que sea la cuenta que le pase Wolfe a la A.I.N., está usted haciendo todo lo posible por justificarla. Tiene usted ganas de aclarar todos los puntos y no le importan los medios con tal de conseguirlo. Quizá la señora Kates ganó alguna cantidad en una lotería. Tendría usted que comprobarlo.

– Cuando la veo a usted tan indignada, siento tentaciones de rehusar tocar el dinero de la A.I.N. Algún día podré decirle cuan equivocada está usted al suponer que queremos achacar la culpa a uno de sus héroes, como Dexter o Kates. -Miré el reloj y exclamé-: Le queda a usted el tiempo justo de terminar el cigarrillo y el café.

Vino el camarero y me avisó:

– Le llaman al teléfono. La cabina de en medio. Sentí el impulso de mandar decir que había salido, porque sospeché que sería aquel tipo a quien había sobornado con tres perras chicas y que querría saber cuánto tiempo nos quedaríamos aún en el restaurante, pero lo pensé mejor y me excusé ante la chica, porque caí en la cuenta de que había también otra persona que sabía mi paradero. Resultó ser la otra persona.

– Aquí Goodwin…

– Archie, venga usted en seguida.

– ¿Para qué?

– Sin dilación.

– Oiga, íbamos a ver a la señora Boone. He conseguido que me reciba. Le diré que…

– Le digo a usted que venga en seguida.

Era inútil argüir; se expresaba como si tuviera seis tigres agazápalos ante él, prestos a saltar. Volví a la mesa y le dije a Nina, que nos habían estropeado la tarde.

Capítulo XXVIII

Después de haber dejado a Nina en la puerta del Waldorf sin que hubiese cesado en su persecución el espía que había sobornado, y tras haberme abierto camino por entre el congestionado tráfico, sentí cierto alivio al llegar a mi destino y ver que la casa no estaba ardiendo. Sólo se observaban dos pormenores anormales: un coche de policía parado en nuestra puerta y un hombre en el descansillo. Estaba sentado en el peldaño superior y tenía aspecto decepcionado pero tenaz. A éste le conocía de nombre; era un tal Quayle. Mientras subía yo las escaleras, le vi ponerse en pie y acercárseme con una fingida cordialidad.

– ¡Hola, Goodwin, qué suerte! ¿Es que no contesta nadie al timbre cuando se va usted? Entraré con usted.

– ¡Qué inesperado placer! -le dije, mientras metía la llave en la cerradura y empujaba la puerta. La hoja se abrió medio palmo y se detuvo; estaba echada la cadena, como suele ocurrir cuando yo estoy fuera. Oprimí un timbre personal que tengo en el marco para semejantes casos y al instante oí acercarse los pasos de Fritz.

– Archie, es un policía -dijo-. El señor Wolfe no…

– ¡Claro que no! Abra y obsérvenos bien. Este policía celoso de su deber podría muy bien perder el equilibrio y caer escaleras abajo y le necesito a usted como testigo de que no le he empujado. Debe doblarme la edad.

– Es usted un miserable -dijo Quayle volviendo a sentarse en el escalón.

Yo entre, crucé el vestíbulo, entré en el despacho y vi a Wolfe sentado ante su mesa más derecho que un huso, con los labios apretados, los ojos muy abiertos, las manos apoyadas en la mesa y los dedos engarabitados como si se dispusiera a estrangular a alguien.

– ¿Por qué mil demonios se ha retrasado usted tanto? -soltó.

– Perdone un momento. He venido todo lo de prisa que me ha permitido el tráfico, porque estaba convencido de que le había dado a usted un ataque.

– ¿Quién es el inspector Ash?

– ¿Ash? Usted ya le conoce. Era capitán bajo las órdenes de Cramer entre los años 1938 y 1943. Ahora está al frente de la Brigada de Homicidios en la comisaría de Queens. Es alto, cara huesuda, ojos fríos, incorruptible y sin sentido del humor. ¿Qué ha hecho?

– ¿Está en buenas condiciones el coche?

– Claro, ¿por qué?

– Quiero que me lleve usted a la Jefatura de Policía.

– ¡Dios santo! -exclamé dándome cuenta de que la situación no sólo era seria, sino trágica. ¡Wolfe, saliendo de casa, metiéndose en el coche, afrontando todos los peligros de la calle, visitando a un policía! Y lo que era más grave; ¡Abandonando a las orquídeas! Me derrumbé en una silla, sin habla y le miré atónito.

– Por suerte, cuando ha llegado ese hombre -dijo Wolfe-, la puerta estaba cerrada con la cadena. Le ha dicha a Fritz que venia a buscarme para ir a ver al inspector Ash. Cuando Fritz le ha dado la contestación adecuada, ha exhibido una requisitoria donde se me considera testigo de la muerte de la señorita Gunther. Pasó el documento a través de la abertura de la puerta. Fritz le echó a la calle y cerró la puerta y por el cristal le vio dirigirse a la esquina, probablemente para telefonear, puesto que ha dejado el coche aquí, en la puerta de mi casa. Llamé a la oficina de Cramer y me dijeron que estaba, ocupado. Finalmente conseguí ponerme en comunicación con alguien que me habló en nombre del inspector Ash y se me dijo que habían recibido un informe telefónico del hombre enviado por ellos y que a menos qua le abriese la puerta y acatase la requisitoria yendo con él, me remitirían en él acto una orden de detención. Con gran dificultad, hablé entonces con el comisario de policía. Trató de entretenerme con evasivas y me hizo lo que él calificó de concesión; es decir, manifestarme que podía ir a su oficina en vez de la del inspector Ash. Le dije que sólo a rastras conseguirían meterme en un vehículo que no fuera guiado por usted y él dijo que me esperaría hasta las tres y media, pero no más. Un ultimátum, con límite de tiempo y todo. Dijo también que el caso Boone-Gunther había sido sustraído a la investigación de Cramer y que había sido relevado en él por el inspector Ash. Esta es la situación. Es inaceptable.

– ¿Que le han pegado la patada a Cramer? -pregunté, incrédulo.

– Sí, esto es lo que me ha dicho el comisario.

– Son las tres y cinco. Aguarde usted un instante y trate de pensar en algo agradable -le dije a Wolfe mientras salía a la puerta.

Miré por el cristal y vi que a Quayle se le había agregado otro colega. Estaban sentados los dos en el descansillo volviéndome la espalda. Abrí la puerta y pregunté cordialmente:

– ¿Qué programa tenemos?

– Contamos con otro papel -dijo Quayle volviéndose-. Ya se lo enseñáremos cuando llegue el momento. Se trata de aquel talismán que abre todas las puertas, desde las más poderosas a las más humildes.

– ¿Cuándo lo exhibirán? ¿A las tres y media?

– ¡Váyase usted a paseo!

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