Rex Stout - Los Amores De Goodwin

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Cuando un poderoso representante gubernamental de la O.R.P. (Oficina de Regulación de Precios) está preparándose para hablar ante un grupo de millonarios pertenecientes a la A.I.N. (Asociación Industrial Nacional) muere asesinado. El mundo de los negocios se tambalea ante las sospechas vertidas sobre los magnates asistentes a la conferencia. La A.I.N. exige que se encuentre al asesino y Nero Wolfe decide hacerse cargo del caso.

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– ¿A ver a la señora Boone? -dije alzando las cejas.

– Sí.

– ¿Quiere verme?

– Sí. Quizá sólo por un cuarto de hora para que comente usted su aspecto. No me lo ha dicho.

– Con las chicas que pasan de los cincuenta años, me bastan cinco minutos.

– Ella no pasa de los cincuenta años. Tiene cuarenta y tres.

– Siguen bastando los cinco minutos. Pero si sólo dispone usted de tiempo hasta las dos y media, me temo que lo mejor será empezar antes de que su resistencia haya flaqueado. ¿Se siente usted a gusto? ¿Ha experimentado usted alguna inclinación a ablandarse, a ceder, a apoyar la cabeza en mi hombro?

– Ni mucho menos. La única inclinación qué he sentido ha sido la de tirarle de los cabellos.

– Entonces será difícil; que se franquee usted. De todas maneras, ya lo iremos viendo en el curso de la cena. No ha terminado usted él combinado.

Se lo bebió. Trajeron luego el primer plato y empezó a comer con apetito.

– Me gusta -dijo-. Empiece usted a sonsacarme.

– Mi técnica es bastante singular. Naturalmente, partiré de la base de que desea usted que se descubra y se castigue al asesino. De no ser así…

– ¡Claro que lo deseo!

– Entonces, considere usted que intentamos una gestión directa y vamos a ver lo que resulta de ella. ¿Conocía usted personalmente a alguno de esos pájaros de la A.I.N.?

– No.

– ¿A ninguno de los seis?

– No.

– Y. ¿qué me dice de la gente de la A.I.N.? Había quinientos en aquella cena. ¿Conocía usted a alguien?

– La pregunta parece tonta, pero le diré que sí… Quizá a algunos… o más bien a sus hijos e hijas. Me gradué en el colegio de Smith hace un año y allí conocí a una porción de gente. Pero por mucho que rebusquemos en aquella noche, no aparecerá ninguna orientación.

– No cree usted, pues, que sirva de nada que lo intente.

– No. De todas maneras, tampoco tenemos tiempo.

– Bueno, ya lo veremos en otra ocasión. ¿Qué me dice de su tía?

– Pregúnteselo, a ella. Quizá por esta razón es por la que ella quiere verle. Si se investigan todas las historias personales, creo que quedará firmemente establecido que la tía estaba profunda y exclusivamente dedicada a mi tío y a todo cuanto representaba y hacía éste.

– No me comprende usted -dije-. Mire usted, para aclarar las cosas le pondré un ejemplo: Supongamos que Boone se enterase en Washington aquel martes por la tarde de cualquier cosa que hubiera hecho Winterhoff, de algo que le determinase a tomar una medida que afectase a los negocios de Winterhoff; supongamos que se lo dijese a su esposa cuando la vio en la habitación del hotel, y que la señora Boone resultase conocer a Winterhoff y que más tarde en el salón de recepción, hablando con él después de tomar dos combinados, le diese un barrunto de lo que se estaba preparando. A esto me refiero cuando le hablo de una nueva orientación. Podría inventar millares de ejemplos, así como he inventado uno, pero lo que hace falta es encontrar uno que haya sucedido en realidad. Por ello la pregunto a usted por el círculo de amistades de su tía. ¿Tiene algo de malévolo?

– No, pero mejor será que se lo diga a ella. De lo único que puedo hablarle yo es de mí misma.

– Ciertamente. Es usted prudente y noble: 10 en conducta.

– Pero, ¿qué quiere usted que le diga? ¿Quiere usted que le informé de que vi a mi tía cuchicheando en un rincón con Winterhoff o con cualquiera de esos micos? Pues no la vi. Y aunque…

– Si la hubiera usted visto, ¿me lo diría?

– No, a pesar de que considero a mi tía más pesada que una verruga.

– ¿No le es a usted simpática?

– No, no me lo es; la considero una antigualla grotesca. Este sentimiento impregna el conjunto de mi pasado, pero es estrictamente íntimo.

No llegará usted a aceptar la sugestión de Breslow de que la señora Boone mato a su marido por celos de Phoebe Gunther, y remató la obra más tarde en casa de Wolfe.

– No. ¿Es que lo cree nadie?

– No sé decirle. Yo no. Pero no parece aventurado afirmar que la señora Boone estaba celosa de Phoebe Gunther.

– ¡Claro que sí! En la O.R.P. trabajan varios millares de chicas y de mujeres y ella estaba celosa de todas.

– Claro. Pero Phoebe Gunther no era una de tantas. ¿No conviene usted conmigo en que era un caso especial?

– Sin duda -dijo Nina dirigiéndome una mirada rápida que no supe interpretar-. Era extremadamente especial.

– ¿No esperaba un niño?

– ¡Dios santo! No, y mi tía tenía tanto motivo para estar celosa de ella como de cualquier otra persona. La opinión peyorativa que tenía de mi tío era una estupidez.

– ¿Conocía usted a fondo a la señorita Gunther?

– Bastante. No íntimamente.

– ¿Le era a usted simpática?

– Sí, creo que sí. Desde luego la admiraba y la envidiaba. Me hubiera gustado desempeñar su trabajo, pero no caía en la tontería de creer ser capaz de ello. Soy demasiado joven para ello, pero esto no es más que una de las razones de mi incapacidad, porque ella no era mucho mayor que yo. Realizó trabajo de calle durante un año y consiguió la mejor puntuación de la casa, la llevaron a la oficina central y a poco estaba ya enterada de todo. Si hubiera tenido diez años más y hubiera sido varón, la habrían hecho director… cuando mi tío muriese.

– ¿Qué edad tenía?

– Veintisiete años.

– ¿La conocía usted antes de que empezase a trabajar para la O.R.P.?

– No, pero la conocí el primer día que entró, porque mi tío la encargó cuidar de mí.

– ¿Lo hacía?

– En cierto sentido, sí, en la medida del tiempo de que disponía. Era una mujer muy importante y muy ocupada. Tenía verdadera fiebre por la O.R.P.

– ¿Cuáles son los síntomas de esta fiebre?

– Varían según los caracteres y temperamentos. En su forma más elemental se presentan como una creencia firme que cualquier cosa que haga la O.R.P. está bien hecha. Luego caben diversas complicaciones, desde un implacable odio a la A.I.N. hasta un impulso mesiánico a educar a la juventud en nuestros ideales.

– ¿Se ha visto usted asaltada por esta fiebre?

– Desde luego, pero no la poseo en su grado agudo. En mi caso se trata más bien de un sentimiento personal, debido a mi gran adhesión al tío. No tuve padre -dijo tras cierta vacilación- y quería mucho al tío Cheney No es que sepa muchas cosas de cómo era, pero le quería.

– Y, ¿qué complicaciones se presentaban en la fiebre de la señorita Gunther?

– Todas. Era luchadora por temperamento. No sé hasta qué punto nuestros enemigos, como los jefes de la A.I.N., estaban enterados de las intimidades de la A.I.N., pero si tenían algún talento debían estar al corriente de la personalidad de Phoebe, porque era más peligrosa para ellos que mi tío. Se lo he oído decir a éste. Cualquiera convulsión política le hubiera apartado de su cargo, pero mientras hubiera seguido Phoebe en la casa, no se habría notado diferencia.

– Esta observación es muy útil. Proporciona los mismos motivos para el asesinato de él que para el de ella. Si usted la considera una nueva orientación…

– Yo no la considero nada. Usted me lo ha preguntado. ¿No es así?

Tomamos el postre; después, mientras esperábamos el café, continuamos hablando de Phoebe Gunther, sin que surgiesen revelaciones de ningún género. Insinué el detalle del décimo cilindro desaparecido y Nina se indignó de la sospecha de que Phoebe pudiese haber sostenido relaciones clandestinas con algún miembro de la A.I.N. y hubiese escondido el cilindro porque pudiese denunciar la personalidad de éste. Insinué también la posibilidad de que el cilindro complicase a Salomón Dexter o a Alger Kates. ¿Qué le parecía la idea?

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