Rex Stout - Los Amores De Goodwin

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Cuando un poderoso representante gubernamental de la O.R.P. (Oficina de Regulación de Precios) está preparándose para hablar ante un grupo de millonarios pertenecientes a la A.I.N. (Asociación Industrial Nacional) muere asesinado. El mundo de los negocios se tambalea ante las sospechas vertidas sobre los magnates asistentes a la conferencia. La A.I.N. exige que se encuentre al asesino y Nero Wolfe decide hacerse cargo del caso.

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Sólo se me confiaban los encargos menores, como, por ejemplo, telefonear a la Compañía del «Stenophone» para pedirles que nos proporcionasen un aparato a base de un alquiler diario. El aparato tendría que estar equipado con un altavoz, como aquel que el director nos había traído el domingo y recogido el lunes. No se mostraron muy efusivos a este propósito y me vi en el caso de derrochar persuasión para que prometiesen mandárnoslo. Cumplí el encargo satisfactoriamente, aun cuando se me ocultaba qué era lo que teníamos que pasar en él. Una hora después llegó el aparato y lo coloqué en un rincón.

El otro quehacer que se presentó en la mañana del miércoles y en que participé fue una llamada telefónica de Frank Thomas Erskine. Se me dijo que le atendiese y así lo hice, informando a Erskine de que los gastos se elevaban vertiginosamente y que nos hacia falta un cheque por valor de otros veinte mil dólares cuando a él le viniera bien. El no concedió a esta petición más importancia que a un detalle rutinario y me pidió una cita con Wolfe a las once, que quedó convenida.

Lo más notable del caso fue que cuando llegaron a las once en punto (Breslow, Winterhoff, Hattie Harding y los dos Erskine) traían consigo a Don O’Neill. Ello indicaba claramente que no venían a reanudar la gestión en el punto en que Smith la había dejado, puesto que la idea central de éste había sido achacar a O’Neill un doble asesinato. A menos que viniesen preparados a suavizar la idea ofreciendo una confesión firmada por O’Neill en triplicado ejemplar.

Erskine trajo consigo el cheque. Se quedaron más de una hora y me costó concretar qué les había impulsado a venir, a menos que fuese el deseo de manifestarnos personalmente lo agitados que estaban. No formuló nadie ningún comentario ni remotamente alusivo a la embajada de John Smith, ni siquiera Wolfe. La mitad del tiempo la invirtieron en tratar de conseguir de Wolfe una especie de parte de los adelantos realizados, lo cual fue perderlo, y la otra mitad lo ocuparon en intentar sonsacar un pronóstico. ¿Tardaría veinticuatro horas? ¿Cuarenta y ocho? ¿Tres días? ¿Cuándo, Dios mío, cuándo? Erskine manifestó categóricamente que cada día de retraso significaba un incalculable perjuicio a los intereses más vitales de la nación y del pueblo norteamericanos.

– Me estás desgarrando el corazón, papá -dijo sarcásticamente Erskine hijo.

– ¡Cállate! -le ladró su padre.

Me quedé mirando a aquel frente de la A.I.N., desunido ya, y llegué a la conclusión de que cualquiera de ellos estaría dispuesto a prestar testimonio contra cualquiera de los demás en cuanto a la colocación de la bufanda en el bolsillo del gabán de Kates, con la única posible excepción de Erskine contra Erskine, y aun esto no era inconcebible. Su única aportación constructiva fue anunciar que al día siguiente, jueves, saldría un anunció a toda página en doscientos periódicos de la mañana y de la tarde de cien poblaciones diversas, ofreciendo una recompensa de cien mil dólares a cualquiera que proporcionase noticias conducentes a la detención y procesamiento del asesino de Cheney Boone, o de Phoebe Gunther, o de ambos.

– Esto producirá una reacción favorable, ¿verdad? -preguntó Erskine.

Me perdí la contestación de Wolfe y el resto de la conversación, porque en aquel punto subí a peinarme y lavarme las manos. Apenas me quedaba tiempo de sacar el coche y situarme en la puerta del Hotel Waldorf a la una menos diez, y como una, vez cada millón de años las mujeres se anticipan a las citas, en vez de retrasarse, no quería correr este riesgo.

Capítulo XXVII

Nina Boone compareció a la una y catorce minutos, lo cual era equitativo y por ello no dio pie a comentario alguno ni por una parte ni por la otra. Salí a su encuentro cuando la vi salir del hotel, la dirigí hacia donde estaba yo aparcado y abrí la puerta del coche. Ella entró. Me volví para observar y, efectivamente, vi a un sujeto que miraba a derecha e izquierda. No era conocido mío ni sabía su nombre, pero le había visto antes. Me dirigí a él y le dije:

– Soy Archie Goodwin, el auxiliar de Nero Wolfe. Si es que va usted siguiendo a la señorita, habrá observado que ha entrado en mi coche. No puedo decirle a usted que suba, porque tenemos que hacer juntos, pero le brindo las siguientes ideas: Puedo esperar a que usted coja un taxi, y apuesto a que le despisto en menos de diez minutos, o puedo sobornarle para que pierda usted la pista aquí mismo. Le ofrezco dos gratificaciones. Quince centavos ahora y otros quince cuando vea una copia de su informe.

– Ya estoy enterado de que sólo hay dos maneras de tratar con usted -respondió-. Matarle, que es demasiado escandaloso, y la otra… Bueno, déme los quince centavos.

– Conforme -dije sacando las tres monedas y dándoselas-. Es a cargo de la A.I.N. Vamos a «Ribeiro», el restaurante brasileño de la Calle 52.

Dicho esto me metí en el coche, puse el motor en marcha y salimos.

Una mesa en un rincón de «Ribeiro» es buen lugar para la charla. La comida no es excesiva para quien está acostumbrado a las minutas de Fritz Brenner; no hay música y se puede mover el tenedor en todas direcciones sin correr el riesgo de herir a nadie más que al compañero de mesa.

– No creo -dijo Nina después que hubimos encargado los platos- que me haya reconocido nadie. Sea lo que fuere, lo cierto es que nadie mira. Me parece que toda la gente modesta debe figurarse que es maravilloso ser célebre y que la gente le mire a una y que te señalen en los restaurantes y los locales. Yo misma lo pensé en otro tiempo. Ahora no puedo sufrirlo. Me entran ganas de empezar a dar chillidos. Claro está que no tendría esta sensación si mi retrato hubiese salido en los periódicos por ser estrella de cine o por haber realizado algún acto notable…

Advertíase en la joven el deseo de expansionarse. «Bien, dejémosla que hable», pensé yo.

– A pesar de todo -le dije-, habrá sido usted bastante contemplada antes de que ocurriese todo esto. Es usted una persona digna de ser admirada.

– No sé cómo lo puede usted decir… Tengo un aspecto ahora…

– Es mal momento para juzgar -dije-. Tiene usted los ojos congestionados, pero queda aún bastante terreno por considerar: Los pómulos forman una curva muy bonita y las sienes y la frente son de notable belleza. El cabello, como es natural, ha resistido intacto a la crisis. Cuando va usted por la calle, estoy seguro de que uno de cada tres hombres que la vean de espalda, se apresurarán a rebasarla para querer echarle una ojeada de frente.

– ¿Y los otros dos?

– ¿Quiere usted más aún? Uno entre tres es una proporción tremenda. Y de mí sé decir que su cabello me atrae tanto que sería capaz de iniciar un trote para dejarla atrás y poderla mirar.

– La próxima vez me sentaré de espaldas a usted -dijo ella apartando la mano de la mesa para dejar sitio al camarero-. Tengo ganas de preguntarle, y tiene usted que responderme a ello, quién le dijo que me interrogase sobre el paradero de Ed Erskine.

– Todavía no. Tengo la regla absoluta de dedicar el primer cuarto de hora que paso con una chica a comentar su, aspecto. Siempre existe la posibilidad de que le diga algo que le sea agradable y ello favorece la conversación posterior. Además, sería de mal gusto el empezar a trabajar mientras estamos comiendo. Tengo la misión de sonsacarle a usted todo lo que lleva dentro, pero no quiero empezar a hacerlo hasta el café y en aquel momento, si hay suerte, la habré colocado a usted en una disposición de ánimo tal que se prestará hasta a enseñarme la documentación.

– Me gustará mucho verlos será interesante verle a usted actuar. Pero le he prometido a mi tía que volveré al hotel a las dos y media… ¡Ah, a propósito! Le he asegurado que vendría usted conmigo. ¿Querrá usted venir?

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