– Sí, y además a sueldo de la A.I.N. Muchas gracias por haberse puesto al teléfono.
– No, si he tenido mucho gusto en ello,… ¿Quería usted…? ¿Quería usted algo?
– Cierto que quería, pero no hablemos más de ello. No la llamo por lo que quiero, o quería, o podía querer la llamo por una cosa que pide otra persona, que en mi opinión es un pérfido. Ya comprende usted la posición en que me encuentro. No puedo llamarla a usted y decir: «Aquí, Archie Goodwin». Por ello saqué diez dólares de la Caja de Ahorros y pensé en una cena para dos en este restaurante brasileño de la Calle 52. ¿Qué diferencia hay entre lo que quiero y lo que no quiero, si de todos modos no puedo hacerlo? ¿Tiene- usted ahora alguna cosa más importante que hacer que oírme?
– No, tengo un rato… Y, ¿qué es lo que quiere esta oirá persona?
– Ya se lo diré. Todo lo que puedo decir es que soy Archie Goodwin, sabueso de la A.I.N. y que me gustarla invertir algún dinero de la A.I.N. en invitarla a cenar como he dicho, partiendo de la base de que se trata de una cena de negocios y que no tiene usted que tener la menor confianza en mí. Para darle a usted una idea de lo astuto que soy, le diré solamente que así como hay algunas personas que miran debajo de la cama al acostarse, yo miro dentro de la misma cama para asegurarme de que no haya nadie metido en mi lugar. ¿Ha terminado ya el rato?
– Parece usted realmente peligroso. Diga: Lo que quería otra persona que hiciera usted, ¿era quizá arrastrarme a cenar?
– Lo de la cena es idea mía. Se me escapó cuando volví a oírle la voz. Ya se da usted cuenta de que en mi trabajo tengo obligación de tratar a toda clase de personas, no sólo a Nero Wolfe, que es… Bueno, el no puede evitarlo. También me veo en el caso de convivir con la policía, el fiscal del distrito; en fin, gente de toda especie. ¿Qué diría usted si dijese que uno de ellos me ha encargado que la llamase y le preguntase dónde está Ed Erskine?
– ¿Ed Erskine? -dijo atónita-. ¿Preguntarme a mí dónde está Ed Erskine?
– Exacto.
– Diría que se había vuelto loco.
– Yo también. Así, pues, asunto resuelto. Ahora, antes de cortar esta conversación, para que no queden cabos sueltos, mejor será que conteste usted a mi pregunta personal acocea de la cena. ¿Acostumbra usted a decir que no? ¿O zigzaguea usted para esquivar los sentimientos de los demás? ¿O contesta bruscamente?
– Contesto bruscamente.
– Conforme. Espere a que me ponga en guardia. Ande, dispare.
– No puedo ir esta noche, por astuto que sea usted, porque cenaré aquí con mi tía.
– Desayunemos, o almorcemos mañana. ¿Almuerzo a la una?
Hubo una pausa.
– ¿Qué clase de establecimiento es este restaurante brasileño?
– Excelente, apartado y tiene buena comida.
– Pero… es que siempre que salgo a la calle…
– Ya sé. Salga por la puerta de la Calle 49. Yo estaré en la esquina con un sedan azul oscuro. Estaré allí desde la una menos diez. Puede usted tener confianza en esto, pero a partir de tal momento, acuérdese, debe ponerse en guardia.
– Quizá me retrasaré.
– Así lo espero. La tengo a usted por una mujer normal. Y hágame usted el favor, dentro de cinco o diez años, de no decirme que la califiqué de vulgar. He dicho normal, no vulgar. Hasta mañana.
Al colgar el teléfono, tuve la impresión de que mi cara reflejaría satisfacción de mí mismo, y por ello no me volví inmediatamente hacia Wolfe, sino que me puse a mirar unos papeles que había en mi mesa. Wolfe susurró:
– Esta noche hubiera sido mejor.
Conté hasta diez. Luego dije con voz clara:
– Señor mío, trate usted de citarse con ella a cualquier hora y verá.
Se echó a reír. Como aquella risa me ponía de mal humor, subí a mi habitación y me dediqué a ordenar las cosas. Como que Fritz y Charley no habían podido llegar hasta mí alcoba dado el estado del resto de la casa, consideré que, a pesar de que los del microscopio tenían aspecto honrado y respetable, un inventarlo no estaría de más.
Hacia el final de la cena sostuvimos una pequeña cuestión mi jefe y yo. Yo quería tomar el café en el comedor y acostarme en seguida y Wolfe, aunque admitía que también necesitaba dormir, quería tomar el café en el despacho como siempre. Se puso muy pesado sobre esto y yo, parí darle una lección, me mantuve firme. El se fue al despacho y yo me quedé en el comedor. Cuando hube terminado, fui a la cocina y le dije a Fritz:
– Lamento haberle causado doble molestia por tener que servir el café en dos lugares, pero hay que enseñarle a ceder a ese hombre. Ya oyó usted mí proposición de partir la diferencia y tomar el café en el vestíbulo.
– No ha sido molestia -dijo cortésmente Fritz-. Ya comprendo, Archie, ya comprendo la razón de las rarezas de usted. Llaman a la puerta.
Sentí la tentación de dejar que llamasen hasta que se cansaran. Quería dormir y Wolfe también. Para hacer cesar el ruido, me bastaba con accionar el conmutador de la cocina. Pero no lo hice y le dije a Fritz:
– La justicia, el deber… ¡Maldición!
Fui a abrir la puerta.
– Buenas noches -dijo el tipo que había en la puerta-. Querría ver al señor Wolfe.
Era la primera vez que le veía. Era hombre de unos cincuenta años, de mediana corpulencia, labios delgados y derechos y esta especie de ojos a quienes no repugna la violencia. En el primer instante imaginé que sería uno de los detectives do la agencia Bascom. Luego vi que su traje descartaba esta teoría. Era de estilo pacífico y conservador y de esmerado corte. Le dije:
– Veré si está. ¿A quién anuncio?
– John Smith.
– Y, ¿qué quiere usted de él, señor Jones?
– Es un asunto particular y urgente.
– ¿Puede usted ser más concreto?
– Con él, sí.
– Bien, siéntese y lea una revista.
Le cerré la puerta en la cara de manera estrepitosa y le dije a Wolfe:
– El señor John Smith, nombre que debe de haber extraído de un libro, tiene aspecto de banquero dispuesto a prestarle a usted un céntimo sobra la garantía de una jarra de diamantes. Le he dejado en la escalera, pero no se preocupe por su posible agravio, pues carece de sentimientos. No me pregunte usted lo que quiere, porque tardarla horas en explicárselo.
– ¿Qué opinión tiene usted? -gruñó Wolfe.
– Ninguna. No se ha dejado saber en qué punto nos encontramos. El impulso natural ha sido echarle escaleras abajo. En obsequio de él, diré que no tiene aspecto de chico de recados.
– Hágale pasar. Así lo hice. A pesar de su aspecto desagradable, le hice sentar en el sillón de cuero rojo, porque así nos daba la cara a los dos. Se sentó muy derecho, con los dedos entrecruzados sobre las rodillas y le dijo a Wolfe:
– He dado el nombre de John Smith, porque el mío no hace al caso. Soy simplemente un chico de recados.
Después de haber empezado por contradecirme, continuó:
– El asunto es confidencial y tengo que hablar con usted privadamente.
– El señor Goodwin es mi secretario particular -dijo Wolfe- y sus oídos son los míos. Diga.
– No -dijo Smith en un tono que zanjaba la -cuestión-. Tengo que estar a solas con usted.
– ¡Bah! -respondió Wolfe señalando a un cuadro que representaba el monumento a Washington y que está colocado en la pared de la izquierda a cinco metros de él-. ¿Ve usted este cuadro? En realidad es una ventanilla en el muro. Si mando salir al señor Goodwin de la habitación, se irá a otra que hay a la vuelta del vestíbulo, abrirá la hoja y nos observará y escuchará la conversación. Lo malo es que tendrá que estar de pie. Para el caso, Igual podría seguir aquí sentado.
Читать дальше