– Ya le he dicho a usted que le ayudaremos a encontrar pruebas.
– No. La ausencia de un motivo justificado hará imposible la acción, por muchas pruebas que haya, que siempre serán circunstanciales. Además, habida cuenta del probable origen de las pruebas que usted podrá proporcionar y del hecho de que irán dirigidas contra uno de la O.R.P. serán sospechosas de todas maneras. Ya lo comprende usted.
– No necesariamente.
– Sí, inevitablemente.
– No -dijo Smith con la misma cara de antes, pero decidido a mostrar una de sus cartas-. Le daré un ejemplo. Si el taxista que trajo acá a Dexter testificase que le vio esconder un pedazo de tubo debajo del abrigo, con una bufanda arrollada en él, esta prueba no sería sospechosa.
– Quizá no -concedió Wolfe-. ¿Dispone usted del taxista?
– No, le daba a usted un ejemplo. ¿Cómo podemos buscar al taxista y a otra persona, antes de haber llegado a un acuerdo?
– No se puede, naturalmente. ¿Tiene usted otros ejemplos más?
Smith movió la cabeza negativamente. En esto se parecía a Wolfe. Se comprendía que para él el gastar determinada energía cuando le bastaba con la mitad, era un disparate.
– Ya le he dicho que cambiaríamos impresiones acerca de las pruebas después que se hubiese decidido usted a actuar y usted no podrá decidirse a ello antes de haber aceptado el ofrecimiento. ¿Debo entender que lo admite usted?
– No lo entienda así. No lo acepto en las condiciones que me ofrece usted. Rehúso.
Smith hizo frente a la negativa como un caballero. No dijo nada. Después de unos largos instantes de silencio, tragó saliva, lo cual fue su primer indicio de debilidad. Por lo visto se disponía a exhibir otra carta. Cuando, después de otro periodo de silencio, volvió a tragar saliva, no hubo ya duda de que iba a hacerlo.
– Existe otra posibilidad -dijo- que no podrá ser blanco de las objeciones que me ha hecho usted: Don O’Neill.
– ¡Hum!… -observó Wolfe.
– Llegó también en taxi. Sus razones son claras y de hecho están divulgadas ya; porque han sido conocidas y admitidas maliciosa e injustamente por todo el país. No serviría, a nuestro propósito tan satisfactoriamente como Dexter o Kates, pero transferiría el sentir público de una institución o grupo a una persona; y ello cambiaría completamente el cuadro.
– ¡Hum!…
– Además, las pruebas no serian sospechosas procediendo de donde procederían.
– ¡Hum!…
– Y el ámbito de las pruebas podría experimentar una notable ampliación. Por ejemplo, sería posible añadir el testimonio de una persona o varias que vieron, en este vestíbulo, a O’Neill meter la bufanda en el bolsillo del gabán de Kates. Creo que Goodwin, su secretario particular, estaba presente…
– No -dijo Wolfe secamente.
– El señor Wolfe no quiere decir que yo no estuviese presente -le dije a Smith con un gesto amigable-, sino que yo me he pronunciado ya acerca de este pormenor demasiado concretamente. Tendría usted que haber venido antes, y entonces hubiera celebrado discutir las condiciones con usted. Cuando O’Neill trató de sobornarme, era domingo y yo no acepto sobornos en domingo.
– ¿Qué es lo que quería O’Neill que hiciese usted?- me dijo Smith mirándome con ojos penetrantes.
Moví negativa y enérgicamente la cabeza.
– No sería justo decírselo. ¿Le gustaría a usted que yo le dijese a él lo que usted quiere de mí?
– Aunque Goodwin no quiera dar testimonio -insistió dirigiéndose a Wolfe- quedan aceptables probabilidades.
– No será por parte del señor Breslow -declaró Wolfe-. Sería un testigo terrible. El señor Winterhoff no lo haría mal. El señor Erskine padre sería admirable. El joven Erskine… no lo sé, lo dudo. La señorita Harding sería el mejor de todos. ¿Podría usted conseguirlo de ella?
– Vuelve usted a ir demasiado aprisa.
– En absoluto. ¿Aprisa? Estos detalles son de la máxima importancia.
– Ya lo sé. Después de haberlos conseguido. ¿Acepta usted mi sugestión sobre O’Neill?
– En fin… -dijo Wolfe arrellanándose en la silla, abriendo ligeramente los ojos y cruzando las manos sobre el vientre-. Le diré, señor Smith… La mejor manera de plantear este asunto sería, en mi opinión, un mensaje del señor Erskine. Dígale al señor Erskine…
– Yo no represento a Erskine. No he mencionado nombre alguno.
– ¿No? Me parecía haberle oído aludir a los señores O’Neill, Dexter y Kates. De todas maneras, la dificultad está en que la policía o el F.B.I. pueden encontrar en cualquier momento ese décimo cilindro, y con toda probabilidad en tal momento quedaremos como unos cocheros.
– No, si nos…
– Permítame, señor. Ya ha hablado usted antes; déjeme hablar a mí ahora. En cuanto a la hipótesis de que provenga usted del señor Erskine, le encargo transmitirle mi gratitud por haber calculado tan generosamente la suma que yo puedo requerir. Dígale también que le estoy reconocido por su esfuerzo al pagarme de una manera que me ahorraría satisfacer impuestos por este ingreso, pero que esta forma de trapicheo no me complace. Es cuestión de gustos, y el mío no cuadra con ella. Dígale que estoy completamente advertido de la importancia que tiene cada minuto que pasa; Ya sé que la muerte, de la señorita Gunther ha agravado la hostilidad general hasta convertirla en un estallido de furia sin precedentes. He leído los periódicos y he oído la radio… Ya sé cómo están las cosas. Y sobre todo dígale lo siguiente: Si continúa la contusión reinante en este caso, yo me veré impotente, pero a pesar de ello le pasaré igualmente la cuenta y la cobraré. Archie, el señor Smith se va.
En efecto, éste se había puesto en pie, pero no se disponía aún a marcharse. Al contrario, dijo precisamente en el mismo tono que había empleado en la puerta para decirme que deseaba ver al señor Wolfe:
– Quisiera saber si puedo confiar en que este asunto sea considerado confidencial. Quiero solamente saber a qué atenerme.
– Es usted un simple -dijo Wolfe-. ¿Qué diferencia habrá entre que yo diga sí o no? Ni siquiera sé cómo se llama usted. ¿Acaso no estaré libre de hacer lo que me parezca?
– No creo… -empezó a decir Smith, pero dejó sin terminar la frase, porque ésta probablemente hubiera denunciado algún indicio de emoción, que no era oportuna en aquellas circunstancias. Por ello permaneció silencioso hasta el momento de salir a la puerta y ni aun me dijo buenas noches.
Cuando volví al despacho, Wolfe había llamado pidiendo cerveza. Lo advertí en que Fritz entró casi inmediatamente con la bandeja. Le puse a raya y le dije:
– El señor Wolfe ha cambiado de parecer. Llévesela. Ya son más de las diez. Ha dormido sólo dos horas anoche y ahora se va a la cama. Usted también, y yo también.
Wolfe no dijo nada ni hizo gesto alguno, por lo cual Fritz se fue con la bandeja.
– Esto me recuerda -dije yo- aquel viejo cuadro que representa a unos tipos que van en un trineo y echan al niño a los lobos que les vienen persiguiendo. Esta comparación no se puede aplicar estrictamente a Dexter o a Kates, pero si a O’Neill. ¡Vaya espíritu de cuerpo! Y eso que era presidente del comité de la cena. ¿Qué le parece a usted?
– Están aterrados -dijo Wolfe poniéndose en pie y tirándose de la chaqueta. Cuando llegó junto a la puerta, se volvió y añadió-: Están desesperados. Y yo también, por cierto.
Al día siguiente, miércoles, llegaron los sobres de Bascom. Vinieron cuatro en el correo matutino, tres en el de la una y a última hora de la tarde llegaron a mano, nueve. Mientras tanto yo no tenía la menor idea de la posición que ocupaba el batallón de Bascom sobre el campo de batalla, ni tampoco sabía en qué se ocupaban Saúl Panzer y Bill Gore (puesto que sus informes telefónicos eran recibidos directamente por Wolfe, con instrucciones de que yo desconectase mi aparato). Como mi jefe había ordenado, se le entregaron los sobres de Bascom sin abrir.
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