Rex Stout - Los Amores De Goodwin

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Cuando un poderoso representante gubernamental de la O.R.P. (Oficina de Regulación de Precios) está preparándose para hablar ante un grupo de millonarios pertenecientes a la A.I.N. (Asociación Industrial Nacional) muere asesinado. El mundo de los negocios se tambalea ante las sospechas vertidas sobre los magnates asistentes a la conferencia. La A.I.N. exige que se encuentre al asesino y Nero Wolfe decide hacerse cargo del caso.

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– Déjemela mirar -repitió Kates volviendo a inclinarse y echando una mano hacia ella.

– No -dijo Wolfe adelantando la suya-. Esta pieza será exhibida en el proceso y por ello no debe ser manejada a la buena de Dios.

Mi jefe extendió un brazo para mirar más cerca a Kates. Este fijó sus ojos en los de Wolfe por un momento y luego se echó hacia atrás y movió negativamente la cabeza.

– No la he visto nunca -manifestó-, ni usada por la señorita Gunther ni por ninguna otra persona.

– Es decepcionante -dijo Wolfe-. De todas maneras, las posibilidades no se agotan aquí. Podría usted haberla visto antes y no identificarla ahora, porque anteriormente hubiera usted visto con poca luz; digamos, por ejemplo, en el descansillo de mi escalera por la noche. Y le sugiero que considere usted esta idea, porque prendidas en esta bufanda hay diversas partículas diminutas procedentes del pedazo de tubo que demuestran que esta prenda fue empleada como protección al agarrar el tubo; y se lo digo también porque la bufanda ha sido encontrada en el bolsillo de su gabán.

– ¿El gabán de quién?

– El de usted. Tráigalo, Archie.

Fui a buscarlo y me puse al lado de Kates sosteniendo el abrigo por el cuello y de forma que colgase en toda su longitud. Wolfe preguntó:

– ¿Este es su gabán, no es así?

Kates se sentó y miró. Luego se puso en pie de un salto, se volvió de espaldas a Wolfe y gritó con todas sus fuerzas.

– ¡Señor Dexter, señor Dexter! ¡Venga usted en seguida!

– Cállese -dijo Cramer cogiéndole del brazo-. ¡Basta de gritos! ¿Para qué quiere usted a Dexter?

– Háganle venir. Si quieren que deje de gritar, tráiganle acá -dijo Kates con voz temblorosa-. Ya le dije a él que ocurriría algo así. Le aconsejé a Phoebe que no entrase en tratos con Nero Wolfe. Le dije que no viniese esta noche…

– ¿Cuándo le dijo usted que no viniese esta noche? -saltó Cramer.

Kates no contestó. Se dio cuenta de que le tenían cogido del brazo, miró a la mano con que Cramer le prendía y dijo:

– Suélteme, suélteme le digo.

Cramer lo hizo así. Cramer se dirigió a una silla que había al otro lado del despacho y se sentó apoyando el mentón en la mano. Su actitud quería indicar que rompía las relaciones con nosotros.

– Por sí le interesa -le dije yo a Cramer- le diré que yo estaba en este despacho cuando Rowcliffe le interrogó. Kates dijo que se encontraba en el piso de su amigo, en la calle 11, donde reside, y la señorita Gunther le telefoneó para decir que la acababan de informar de que tenía que personarse aquí y quería saber si a él se lo habían dicho también. Él dijo que sí, pero que no vendría y trató de convencerla de que no viniese tampoco. Cuando la señorita Gunther dijo que obedecería, él dijo que lo haría también. Ya sé que está usted ocupado, pero si no lee usted los informes que le dan, se pegará muchos patinazos. Y si quiere usted que le dé mi opinión gratis, le diré que ésta no es la bufanda de la señorita Gunther, porque no es del estilo de su indumentaria. Ella jamás se hubiera puesto esta prenda. Y además tampoco pertenece a Kates. Mírele: traje gris, gabán gris, sombrero gris. No le he visto nunca de otro color que de gris, y sí él quisiese continuar hablándonos podría usted preguntárselo.

Cramer corrió a la puerta que comunicaba con la habitación de la fachada, la abrió bruscamente y gritó:

– ¡Stebbins, venga acá!

Purley vino en seguida y Cramer le dijo:

– Llévese a Kates al comedor. Traiga a los demás acá uno por uno, y a medida que terminemos con ellos, sáquelos al comedor.

Purley se fue con Kates, quien no demostraba ningún desplacer por salir del despacho. Al instante entró un agente con la señora Boone. No le dijeron que se sentase. Cramer se enfrentó con ella en medio de la habitación, sacó la bufanda, le dijo que la mirase bien, pero que no la tocase y luego le preguntó si la había visto antes. Dijo que no, y aquí acabó la cosa. La sacaron del despacho y entró Frank Thomas Erskine, con quien se repitió el juego. Recogimos otras cuatro negativas y entonces le tocó el turno a Winterhoff.

Con él, Cramer no tuvo necesidad de terminar la pregunta.

– ¿De dónde han sacado esto? -preguntó Winterhoff yendo a coger la bufanda-, ¡si es mi bufanda!

– ¡Oh! -exclamó Cramer dirigiéndose hacia él-, Esto es lo que queríamos averiguar. ¿La llevaba usted esta noche o la tenía en el bolsillo?

– Ni una cosa ni la otra. No la tenía. Esta es la bufanda que me robaron la semana pasada.

– ¿Cuándo de la semana pasada y dónde?

– Aquí mismo. Cuando estuve aquí el viernes por la noche.

– ¿Aquí, en casa de Wolfe?

– Sí.

– ¿La trajo usted acá?

– Sí.

– Cuando descubrió usted que había desaparecido, ¿quién le ayudó a buscarla? ¿A quién se quejó usted de su pérdida?

– No hice tal cosa… Pero ¿por qué? ¿Quién la tenía? ¿Dónde la han encontrado ustedes?

– Se lo explicaré al punto. Ahora soy yo quien pregunta: ¿A quién se quejó usted de su desaparición?

– A nadie. No me di cuenta de su falta hasta que llegué a casa.

– ¿No hizo usted mención de ello a nadie?

– Aquí no. No sabía que me la hubiesen quitado. Debo de habérselo dicho a mi mujer. Claro, así fue, ahora me acuerdo. Pero…

– ¿Telefoneó usted al día siguiente para preguntar por ella?

– No. ¿Por qué tenía que hacerlo? Tengo dos docenas de ellas. E insisto en que…

– Conforme, insista en lo que quiera -dijo Cramer calmoso, pero ásperamente-. Puesto que esta es su bufanda y que se le ha interrogado acerca de ella, es justo informarle de que existen buenas pruebas de que con ella fue envuelta la tubería con la que mataron a la señorita Gunther. ¿Tiene algún comentario que hacer?

Winterhoff tenía la cara húmeda de sudor, pero también la había tenido antes en mi habitación cuando le examinaban las manos. Es interesante hacer constar que el sudor no menoscababa su distinción, pero sí redundaba en demérito de ésta el que balbuceara, como ahora lo hacía. Cuando logró articular palabra, dijo:

– ¿Qué pruebas son éstas?

– Partículas de la tubería que hemos encontrado en esta prenda. Muchas. Forman una mancha.

– ¿Dónde la han encontrado?

– En el bolsillo de un gabán.

– ¿De quién?

Cramer movió negativamente la cabeza.

– No hay motivo para revelárselo. Celebraría que no divulgase usted este interrogatorio, pero claro, lo hará usted igual. -Y volviéndose hacia el policía dijo-: Llévele al comedor y dígale a Stebbins que no traiga a nadie más.

Winterhoff quería decir aún algo, pero le sacaron afuera. Cuando la puerta se cerró tras él, Cramer se sentó, se puso las palmas de las manos en las rodillas, inspiró aire y lo expulsó ruidosamente.

Capítulo XXIII

Se produjo un prolongado silencio. Miré al reloj: Eran las cuatro menos dos minutos. Miré al de mi pulsera. Marcaba las cuatro menos uno. A pesar de la discrepancia, me pareció prudente deducir que faltaba poco para las cuatro. A través de las cerradas puertas del vestíbulo y de la habitación de la fachada nos llegaban leyes ruidos, que bastaban para hacernos presente que el silencio no lograba detener el curso del tiempo. Parecía que cada uno de aquellos rumores nos dijese: «Vamos, dense prisa, se hace tarde, aclaren las cosas.» El ambiente del despacho me pareció tan desesperanzado como desesperanzador.

– En fin -dije alegremente, deseoso de prestarle cierto optimismo-, parece que hemos dado un gran paso. Hemos eliminado al hombre fugitivo de Winterhoff.

Esta observación no animó a nadie, lo cual me demostró lo patético de nuestra situación. Todo lo que ocurrió fue que el fiscal del distrito me mirase con una expresión que parecía indicar que yo tenía cara de no haberle votado en las elecciones.

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