Rex Stout - Los Amores De Goodwin

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Cuando un poderoso representante gubernamental de la O.R.P. (Oficina de Regulación de Precios) está preparándose para hablar ante un grupo de millonarios pertenecientes a la A.I.N. (Asociación Industrial Nacional) muere asesinado. El mundo de los negocios se tambalea ante las sospechas vertidas sobre los magnates asistentes a la conferencia. La A.I.N. exige que se encuentre al asesino y Nero Wolfe decide hacerse cargo del caso.

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– ¿Quiere usted que le dé el informe aquí, inspector?

– Diga, ¿qué pasa? -dijo impaciente Cramer.

– Esta bufanda estaba en el bolsillo de la derecha del gabán. Estaba doblada de la misma manera que lo está ahora. Al desdoblar uno de los pliegues quedan abiertos unos sesenta centímetros cuadrados de su superficie. En esta superficie hay quince o veinte partículas de una materia que en nuestra opinión procede de aquella pieza de tubo. Tal es nuestra opinión… Las pruebas de laboratorio…

– Cierto -dijo Cramer con los ojos brillantes-. Pueden ustedes seguir experimentando hasta el desayuno. Han traído ustedes un microscopio y ya saben ustedes lo que quiero. ¿Hay bastante para proceder?

– Sí, señor… Nos aseguramos antes…

– ¿De quién es ese gabán?

– La etiqueta dice Alger Kates.

– Sí -confirmé-, es el abrigo de Kates.

Capítulo XXII

Como aquélla reunión era un Consejo de estrategas, se abstuvieron muy bien de enviar a buscar en el acto a Kates. Primero tenían que decidir qué estrategia adoptarían, si rodearle y sorprenderle, o hacerle resbalar suavemente hacia la confesión. Lo que en realidad tenían que decidir es quién se encargaría del trabajo, y el método dependía primordialmente de ello. La cuestión estribaba, como siempre cuando se cuenta con una pieza de convicción de semejante categoría, en ver qué empleo puede dársele para abrumar al acusado y provocar su contestón. Apenas habían empezado a discutirlo cuando Travis intervino:

– Con tantas autoridades reunidas y encontrándome yo sin carácter oficial aquí, dudo de hacer una proposición…

– ¿De qué se trata? -preguntó secamente el fiscal del distrito.

– Querría señalar como persona más apropiada al señor Wolfe. Le he visto actuar y reconozco sin ambages que es muy superior a mí en tales menesteres.

– Conforme -dijo Cramer al punto.

Los otros dos se miraron uno a otro. Como ni les satisfacía el objeto que estaban mirando ni la indicación de Travis, se quedaron callados ambos.

– De acuerdo -dijo Cramer-; vamos a proceder. ¿Dónde quiere usted el gabán y la corbata, Wolfe? ¿A la vista?

Wolfe entreabrió los ojos.

– ¿Cómo se llama este caballero?

– Philips. Señor Wolfe, el señor Philips.

– Mucho gusto, señor Philips. Déle el gabán al señor Goodwin. Archie, póngale entre los almohadones del diván. Déme la corbata, haga el favor.

Philips me entregó el gabán sin vacilar, pero en este punto se detuvo.

– Señor Cramer -dijo-, esta prueba es muy importante… si estas partículas se desprenden frotándolas…

– Déselo -dijo Cramer.

Philips se resistía a ello, pero obedeció, con la repugnancia de la madre que tiene que entregar a un hijo recién nacido.

– Gracias, señor Philips -dijo Wolfe-. Bien, señor Cramer; háganle pasar.

Cramer salió llevando consigo a Philips. Al cabo de un momento volvió sin Philips y con Alger Kates. Todos pusimos la mirada en Kates cuando cruzó el despacho y fue a sentarse en la silla indicada por Cramer, que era la que estaba delante de Wolfe. Ello no produjo en él el menor desconcierto. Me miró, como lo había hecho en mi alcoba, dándome la impresión de que en cualquier instante iba a romper a llorar, pero no advertí indicio alguno de que lo hubiera hecho antes. Después de haberse sentado, yo no le veía más que el perfil.

– Apenas nos hemos hablado usted y yo, señor Kates, ¿verdad? -comenzó Wolfe.

Kates se humedeció los labios con la lengua y empezó a decir…

– Para mí ha sido lo bastante… -Y como su delgada voz iba a romperse en un gallo, se detuvo un segundo y repitió-: Para mí ha habido ya bastante.

– Pero, mi querido señor Kates -dijo Wolfe con amable reproche-, no creo que hayamos cruzado una sola palabra…

– ¿No? -dijo Kates sin intimidarse.

– No, señor. Y lo malo del caso es que yo no pueda asegurar con sinceridad que su actitud no me es simpática. Si yo me viera en su situación, Inocente o no que yo fuera, me producirla exactamente igual. No me gusta que la gente me abrume a preguntas y de hecho he de decir que no puedo tolerarlo. Debo decir, a propósito, que en este momento me encuentro revestido de una personalidad oficial, porque estos caballeros han delegado en m su autoridad para hablar con usted. Como sin duda usted no ignora, ello no significa que esté usted obligado a sufrir el interrogatorio. Si intentase usted salir de esta casa antes de que se le autorice para ello, sería usted detenido contó testigo material que es usted y qué sé yo dónde le llevarían. Pero a usted no puede obligársele a tomar parte en una conversación contra su voluntad. ¿Qué le parece a usted? ¿Podemos hablar?

– Le escucho -dijo Kates.

– Ya lo sé. Y ¿por qué?

– Jorque si no lo hiciera, se deduciría que yo estoy atemorizado y de esto se deduciría a su vez que soy culpable y trato de esconder algo.

– Perfecto. Veo que nos entendemos -dijo Wolfe en un tono que parecía indicar que acababa de recibir una merced especial.

Con un movimiento natural sacó la bufanda que había tenido en la mano oculta debajo del borde de la mesa y la puso sobre el papel secante de la carpeta. Luego inclinó la cabeza hacia Kates como si pensase por dónde empezar. Desde donde yo estaba sentado, al ver solamente el perfil de Kates, no podía asegurar si miró siquiera a la bufanda. Desde luego, ni palideció ni dio muestras de temblor o de encogimiento de las manos.

– En las dos ocasiones -dijo Wolfe- en que el señor Goodwin fue al piso de la Calle 55 a ver a la señorita Gunther, estaba usted allí. ¿Era usted amigo íntimo de ella?

– Amigo intimo, no. Durante los últimos seis meses, dado que yo realizaba un trabajo de investigación confidencial bajo las órdenes directas de Boone, la he visto con frecuencia por motivos relacionados con mi tarea.

– A pesar de ello, la señorita Gunther vivía en el piso de usted.

Kates miró a Cramer y respondió:

– Me han preguntado ustedes esto una docena de veces.

– ¡Así es el mundo, amigo! -dijo Cramer-. Esta será la decimotercera.

– La actual escasez de viviendas -respondió Kates mirando a Wolfe- hace difícil, y a veces imposible, encontrar habitación en un hotel. La señorita Gunther podía haberse valido de su posición y de sus relaciones para acomodarse en un hotel, pero ello va contra las normas de la O.R.P. y por lo mismo a ella no le gustaba. Yo disponía de una cama en el piso de un amigo y mi mujer estaba fuera. Le ofrecí usar de mi piso a la señorita Gunther cuando veníamos en avión desde Washington y aceptó mi oferta.

– ¿No había vivido antes en él?

– No.

– Usted la había visto con frecuencia durante estos seis meses. ¿Que pensaba usted de ella?

– La tenía en muy buena opinión.

– ¿La admiraba usted?

– Sí, como colega.

– ¿Vestía bien?

– No me fijé de una manera especial… No, miento… Si creen ustedes que esta pregunta tiene importancia y quieren ustedes contestaciones completas y veraces, les diré que» considerando el aspecto impresionante y su voluptuosa figura, opinaba que vestía muy bien para su posición.

No pude por menos de pensar que si Phoebe hubiese estado presente le habría dicho que hablaba como un personaje de novela antigua.

– Luego -indicó Wolfe- se fijaba usted en su vestir. En tal caso, ¿cuándo fue la última vez que la vio usted llevar esta bufanda?

Kates se inclinó hacia delante para mirarla.

– No recuerdo haberla visto con ella nunca. Nunca.

– Es raro -dijo Wolfe frunciendo el ceño-. La pregunta es importante, señor Kates. ¿Está usted seguro de lo que dice?

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