Robert Doherty - La Cuarta Cripta

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La Cuarta Cripta: краткое содержание, описание и аннотация

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El experimento más escalofriante de todos los tiempos está a punto de comenzar. El presidente lo ignora por completo. La prensa también. Se trata de un experimento secreto, que se está llevando a cabo en una base militar de Nuevo México y que puede resultar catastrófico. Nadie sabe nada tampoco sobre el inquietante hallazgo de un arqueólogo en la Gran Pirámide de Egipto, que puede cambiar el mundo. Lo único cierto en esta cadena de enigmas y revelaciones que hielan la sangre es que algo terrible está por ocurrir, una catástrofe que la consejera en asuntos científicos del presidente deberá evitar, cueste lo que cueste.

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– ¿Almirante Coakley?

– El carguero Abraham Lincoln navega hacia el lugar donde el caza Fu se hundió. Tiene aviones en estado de alerta.

– Entonces estamos dispuestos -anunció Gullick-. Vamos a empezar.

Las puertas del hangar número dos se abrieron lentamente. Dentro del agitador número tres, el mayor Paul Terrent verificaba el panel de control, que era una combinación de los mandos originales y la tecnología humana añadida e incluía un enlace de comunicación vía satélite con el general Gullick y el Cubo.

– Todo listo -anunció.

– No me gusta hacer de cebo -indicó su copiloto, el capitán Kevin Scheuler.

Los dos estaban recostados en unas depresiones que había en el suelo del disco. La cabina tenía forma ovalada y medía unos tres metros y medio de diámetro. Podían ver el exterior desde todas las direcciones, pues las paredes internas dejaban ver lo que había fuera, como si no estuvieran ahí, otra característica del sistema que podían emplear y que no lograban comprender. Si bien este efecto resultaba muy práctico, era extraordinariamente desorientador y tal vez fuera el segundo gran obstáculo que los pilotos de prueba de agitadores habían tenido que salvar. Concretamente, mirar hacia abajo cuando la nave había ganado altura y parecía que el piloto estuviera suspendido en el aire, daba mucha impresión hasta que uno se acostumbraba a ella. Para esa misión los dos hombres llevaban unas gafas de visión nocturna en los cascos de vuelo, y el interior del hangar estaba iluminado con luces rojas para que la diferencia de luz con respecto al cielo nocturno fuera mínima.

Sin embargo, el gran obstáculo para pilotar aquella nave residía en las limitaciones físicas de los pilotos. El agitador era capaz de maniobras que la fisiología de los pilotos no podía soportar. En los primeros días del proyecto se produjeron desmayos, huesos rotos y otras lesiones, incluso una caída mortal. El disco quedó intacto mientras que al hacer impacto contra el suelo los pilotos, ya inconscientes, se convirtieron en protoplasma. El disco se recuperó, se limpió y quedó listo para volar. Los dos pilotos fueron enterrados con todos los honores; a sus viudas les dijeron que habían muerto al pilotar una nave experimental y les hicieron entrega de unas medallas postreras durante el funeral.

A los lados de las depresiones todavía había instrumental que los científicos no sabían qué era. Se creía que había un mecanismo incorporado para que las depresionesasientos del piloto resultasen protegidas del efecto de las fuerzas gravitatorias, pero aún no se había descubierto. Era como si a un niño capaz de montar en bicicleta se le permitiera conducir un coche. Podría entender para qué era el volante, pero no sabría para qué era la pequeña ranura situada por detrás, sobre todo si al niño no se le habían dado llaves.

Lo más que habían conseguido era permitir a los pilotos de pruebas el tiempo de vuelo suficiente para que comprendieran sus propias limitaciones y no forzaran la máquina más de lo que ellos podían soportar. Además, los arneses del hombro y la cintura anudados en la depresión tenían su utilidad.

– No hay nada que nos pueda alcanzar -dijo el mayor Terrent.

– Nada humano -corrigió Scheuler-. Pero ese caza Fu fue construido por los mismos que crearon esto o, si no, por seres iguales a los que hicieron esto, por lo tanto…

– Por lo tanto, nada -cortó Terrent-. Esta nave tiene por lo menos diez mil años de antigüedad. Por lo menos, esto los intelectuales lo saben. Quien fuera que lo dejó aquí se ha marchado. Y probablemente no se tratase de personas.

– Entonces, ¿por qué hacemos esta misión de intentar hacer picar el anzuelo al caza Fu? ¿Quién lo construyó?

– Porque el general Gullick lo ha ordenado -dijo Terrent. Miró a Scheuler-. Si tienes más preguntas, será mejor que se las dirijas a él.

– No, gracias -repuso Scheuler negando con la cabeza.

Terrent pulsó un pequeño botón rojo en el extremo del mando en forma de Y que había delante de él y tecleó la radio SATCOM.

– Cubo Seis, aquí agitador número tres. Todos los sistemas preparados. Cambio.

Respondió la voz grave de Gullick.

– Aquí Cubo Seis. Adelante. Fuera.

La pista de despegue en el exterior estaba a oscuras. Con la mano izquierda Terrent levantó una palanca que había a su lado y el disco se elevó. El sistema de control era muy simple. Se levantaba la palanca y el disco se elevaba. Si se dejaba, la palanca volvía al centro y el disco se mantenía a esa altura, Al pulsar la palanca hacia abajo, el disco bajaba.

Terrent llevó hacia adelante el mando con la mano derecha y avanzaron. Aquel mando funcionaba igual que una palanca de altura. Si se soltaba, el disco se detenía. Una presión constante equivalía a una velocidad constante en cualquier dirección hacia la que se pulsara el mando.

Scheuler miraba el visor de navegación, un dispositivo humano conectado al sistema de posicionamiento vía satélite. Una imagen rectangular de ordenador perfilada en negro para resaltarla mostraba su posición actual en forma de un punto rojo brillante, con las fronteras de los estados indicadas en líneas de color verde claro. Era el modo más simple de orientar a los pilotos con respecto a su localización.

– Vamos allá -dijo Terrent. Pulsó hacia adelante y salieron del hangar.

Tras ellos, el agitador número ocho se quedó suspendido en el aire a la espera, todavía en el hangar. En el extremo de la pista el Aurora estaba listo para despegar, con los motores en marcha. En las pistas de Estados Unidos y de Panamá y a bordo del Abraham Lincoln en el mar, había pilotos sentados en sus cabinas esperando algo que nadie les había explicado. Lo único que sabían era que aquello no era un juego. Las alas de los aviones llevaban misiles prendidos debajo y las armas Gatling iban cargadas de balas.

– Todo despejado -dijo Quinn.

Era una constatación innecesaria, pues todos los presentes en la sala podían ver el pequeño punto rojo que mostraba al agitador número tres dirigiéndose hacia el noroeste, fuera del estado. El ordenador ya había sacado de pantalla todos los vuelos comerciales.

– ¡Contacto! -anunció Quinn. Un pequeño punto verde acababa de aparecer en pantalla, justo detrás del agitador número tres-. La lectura es igual al primero.

– Tres, aquí Seis -dijo Gullick a través de casco-. Diríjanse a Checkpoint Alfa. Cambio.

A bordo del agitador número tres, el mayor Terrent movió lentamente el mando hacia la derecha y el disco empezó a describir una larga curva por encima de la parte sur de Idaho, en dirección al gran lago Salado. La diferencia con respecto a una nave normal era que, al girar el disco no se ladeaba. Cambiaba de dirección, sin más, manteniéndose plano y estable. Durante el giro, los cuerpos de los dos hombres que viajaban en su interior se estiraron dentro de los arneses que los sujetaban y luego volvieron a la posición inicial en las depresiones en que estaban sentados.

– Dame una lectura -indicó Terrent.

– El duende se encuentra aproximadamente a quinientos kilómetros detrás de nosotros -respondió el capitán Scheuler. En la pequeña pantalla tenían la misma información que los del Cubo, en su pantalla grande.

– ¿Ha girado hacia nosotros? -preguntó Terrent.

– Todavía no.

– Ponga el Aurora en el aire -ordenó Gullick-. Alerta a las fuerzas de reacción de la zona de peligro Alfa, que despeguen también. ¿Ha indicado las coordenadas del duende a Teal Amber?

Quinn trabajaba a toda prisa.

– Sí, señor.

En la base aérea de Hill, en las afueras de Salt Lake City, dos Fighting Falcons F16 aceleraron sobre la pista de despegue y se lanzaron al cielo de la noche. En cuanto alcanzaron una altura suficiente, giraron hacia el oeste pasando sobre la superficie del lago y luego se dirigieron hacia el territorio desértico que se encontraba más adelante.

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