– Enganche -ordenó Terrent.
Scheuler buscó en el bolsillo del cinturón de su traje de aviador y sacó una llave de bloqueo y la hizo pasar por el cable de acero, justo encima de donde Terrent había colocado la suya. Se aseguró de que estuviera activada y la enroscó con fuerza. A continuación hizo pasar la banda de nilón al arnés que tenía en el torso, asegurándose de que no estuviera obstruido.
– Enganchado -confirmó. Miró a su visor-. Siete mil.
Terrent tocó los controles una última vez y los probó. No respondían. Miró a Scheuler.
– ¿Estás listo, Kevin?
– Listo.
– Abriendo escotilla en Tres. Uno. Dos. Tres. -Terrent bajó la palanca roja y los pernos explosivos de la escotilla situados en el otro extremo del cable abrieron la escotilla. Esta salió rodando y el aire frío de la noche penetró en un silbido.
– ¡Fuera! -gritó Terrent.
El capitán Scheuler se desabrochó los tirantes del hombro e, impulsándose, se deslizó hacia arriba por el cable y se golpeó contra el techo del disco. Una vez que se orientó, miró a Terrent abajo, que todavía estaba en su asiento. Luego se soltó y fue engullido por la escotilla; entonces la tira de nilón llegó a su final y abrió el paracaídas sobre el que había estado sentado. Cuando el paracaídas terminó de abrirse, el disco ya se había perdido en la oscuridad de la noche.
Miró alrededor, pero no vio el brillo de una tela blanca más abajo.
Las manos del mayor Terrent estaban a punto de desabrochar los tirantes del hombro cuando su instinto de piloto lo obligó a una última comprobación. Se inclinó y tocó los controles. Había algo, una respuesta muy débil. Entonces centró de nuevo el interés en la nave y empezó a luchar con los controles.
– Tres mil metros -dijo Quinn. Miró la pantalla del ordenador y pulsó varias teclas-. Se advierte un ligero cambio en la velocidad de bajada del agitador número tres.
– Creía que había dicho que las lecturas indicaban que se había hecho explotar la escotilla y que los pilotos habían iniciado la huida -dijo Gullick.
– Sí, señor, ya no hay escotilla, pero… -Quinn comprobó los datos que le enviaban los satélites y el propio agitador número tres-. ¡Señor! Se está deteniendo.
Gullick asintió pero de nuevo dirigió su atención a la pantalla y a aquel punto verde, que ahora se encontraba en el Pacífico, en el extremo oeste de Panamá.
Sin Scheuler, Terrent no podía saber la altura a la que se encontraba. Al abrir la escotilla se había quitado el visor propio. La energía iba volviendo muy lentamente.
– Mil quinientos metros -informó Quinn-. Sigue desacelerando.
– ¿Por qué no veo los F14 del Abraham Lincoln en la pantalla? -preguntó el general Gullick.
– Yo…, bueno… -Los dedos de Quinn volaron sobre el tablero.
En la pantalla se dibujó un grupo de pequeñas siluetas de avión que se encaminaban hacia un círculo naranja el cual indicaba el lugar donde el caza Fu anterior se había hundido en el océano. Los símbolos del duende y del Aurora también se encaminaban hacia allí.
– ¡Creo que lo he conseguido! -exclamó Terrent. Había pulsado la palanca de altura tanto como era posible y podía sentir que la potencia volvía. -¡Lo conseguiré! ¡Lo conse…
– ¡Ha caído! -dijo Quinn en voz baja-. El agitador número tres ha caído. Toda la telemetría se ha cortado.
– Asegúrese de que el equipo de rescate de Nightscape tiene la posición exacta a partir de la última lectura -ordenó Gullick-. ¿Tiempo para la interceptación del duende por parte de los Tomcats?
Quinn se quedó mirando al general GuUick durante unos segundos y luego se volvió hacia su terminal.
– Seis minutos.
– No veo qué conseguiremos con la interceptación -protestó el almirante Coakley -. Lo hemos intentado dos veces. Está sobre el océano. Incluso si abatiésemos el duende, no sería…
– Yo soy quien está al mando -dijo en un silbido el general Gullick-. No se atreva nunca más…
– El duende ha desaparecido, señor -anunció Quinn-. Se ha hundido.
Los datos eran muy complejos y muchos no se encontraban en el archivo histórico. Contó por lo menos seis tipos distintos de naves atmosféricas y sólo dos de ellas estaban catalogadas. Por otra parte, las dos veces anteriores no se había despertado por una acción de ese tipo. Sin embargo, este nuevo acontecimiento constituía una amenaza porque estaba vinculado al lugar donde se encontraba la nave nodriza.
Se diversificó una energía valiosa y el procesador principal aumentó al cuarenta por ciento de capacidad para poder evaluar las entradas masivas que se habían producido en aquel planeta en la última vuelta del planeta alrededor de su estrella. Había habido conflictos, pero eso no era su asunto. En este caso había en juego cuestiones más importantes.
CERCANÍAS DE DULCE, NUEVO MÉXICO. 93 horas, 30 minutos.
Le habían introducido algo en los brazos y en los muslos. Johnny Simmons sintió también tubos entre las piernas; eran sondas colocadas en todos sus orificios. También tenía un dispositivo en la parte derecha de la boca que emitía un ligero vaho. Otro tubo salía por el lado izquierdo de la boca y eso le permitía respirar. Había algo sobre su rostro que lo obligaba a tener los ojos cerrados y le obstruía la nariz. Aparte de eso, Simmons no sabía cuál era su situación. Esos descubrimientos los había hecho durante las breves pausas que había entre los períodos de dolor intenso.
Supuso que por lo menos uno de los tubos que llevaba era suero. No sabía cuánto tiempo había transcurrido, pero le parecía que toda su existencia la había pasado en aquella oscuridad.
Si no hubiera sido por las agujas y los tubos, Johnny se habría creído muerto, y su alma, enviada al infierno. Pero aquello era un infierno en vida, una vida física.
Notó un sabor a cobre en la boca. No se molestó en esperar el dolor. Su boca se abrió y chilló en silencio.
ZONA DE MISILES DE WHITE SANDS, NUEVO MÉXICO. 93 horas, 30 minutos.
Lo primero que hizo el coronel Dickerson cuando su helicóptero de comando y control se dirigía a la baliza del personal del agitador número tres, fue ordenar a su ayudante de campo, el capitán Travers, que le quitara las águilas de plata del cuello y las sustituyera por dos estrellas. Lo hacía por si encontraban a cualquier militar. Los militares consideraban a los generales como dioses, y así era como Dickerson quería que su gente respondiera a sus órdenes aquella noche.
– Tiempo aproximado de llegada a la baliza, dos minutos -anunció el piloto del Blackhawk UH60 por el intercomunicador.
Dickerson miró por la ventana. Los otros tres Blackhawk iban detrás, desplegados en el cielo de la noche, con sus luces apagadas. Pulsó el botón de transmisión de su aparato de radio.
– Roller, aquí Hawk. Denme buenas noticias. Cambio.
La respuesta de su segundo al mando en el complejo principal de White Sands fue inmediata.
– Aquí Roller. Tengo a la gente en alerta. El oficial de guardia nos ha reunido para hacer un transporte. Tenemos dos camiones de plataforma baja que podemos utilizar y una grúa adecuada para lo que hemos de recuperar. Cambio.
– ¿Cuánto tiempo hace falta para sacarlos de la zona? Cambio.
– Una hora y media, como máximo. Cambio.
– Roger. Corto.
La voz del piloto se oyó en el intercomunicador en cuanto Dickerson cortó.
– Ahí está, señor.
Dickerson se inclinó hacia adelante y miró hacia fuera.
– Recójalo -ordenó
Читать дальше